(Foto: Amar-añar. Verónica, 2013)
-Dime una cosa. ¿Tú crees que debo ir o no?
-Cariño, eso tienes que decidirlo tú. Date un tiempo.
-Por un lado, me duele tanto pensar en no ir que me cuesta imaginarlo. Y, por otro, sólo de pensar en la cara que pondrá mi padre cuando me presente allí… De verdad, es que no puedo. ¡No puedo!
-Venga, Sol, respira, amor, ven aquí. ¿Por qué no lloras un poco?
-Que no lloro, coño. Que ahora quiero estar de mala leche.
Pero sí se sentó junto a Viljio. Acurrucarse sobre él en el sofá siempre la reconfortaba. Reposaba la cabeza en la entrepierna acogedora y se acomodaba en la parte mullida de su sexo.
Se tumbó panza arriba, cerró los ojos y volvió a la arboleda imaginada, esa tantas veces descrita por su madre al evocar el instante en que decidió el nombre de su bebé. Las lágrimas iban agolpándose bajo los párpados. La rabia volvió a ganar terreno a la tristeza y salió antes que la sal líquida por los ojos. Los abrió, miró a Viljio del revés y se alegró de que él no la correspondiera en ese preciso instante. Habían pasado muchos años, muchas pruebas y muchas preguntas impertinentes disparadas por batas blancas. Todo para diagnosticarle una enfermedad inexistente e incurable: ser quien era. .