(Foto: Cadaqués en diciembre II. Verónica 2013)
Había una vez un niño del que todos se mofaban en el colegio. Pero a él no le importaba, porque sus padres eran muy ricos y podían comprárselo todo. No lo querían nada, pero a él le daba lo mismo, porque podía comprárselo todo. Una tía suya le regalaba cada año un sobre lleno de dinero, luego le daba una colleja y le decía: «Pero qué feo eres, aunque tienes gracia». El niño agarraba el sobre entre las manos (retorciendo el papel como el cogote de una gallina) y se marchaba a contar los billetes a un rincón. «Cuando sea mayor tendré más dinero. Siempre más, que me sobre».
Entonces el niño creció, así de un día para otro. Tuvo un accidente de coche y quedó algo desfigurado. «Más feo todavía», diría su tía, no sin consolarlo con una nueva entrega. Fue un momento crucial en su vida; decidió dos cosas: dejarse barba para ocultar las cicatrices y seguir aceptando sobres.
Un día el joven fue al servicio. De forma obligada. Al servicio militar, se entiende. Cuenta la historia que se dedicó a limpiar escaleras. Ese periodo de escoba en ristre supuso una gran práctica en lo de barrer para casa.
Con su barba y su hambre de sobras, de sobres (rectificación), entró en la Alianza. Y se hizo muy Popular. Tanto como otro hombre que pretendía ocultar a base de vello facial su fealdad de alma. Entre bigotes, barbas y Esperanza aguerrida, el niño despreciado, ya hombre con precio, se convirtió en ministro de Educación y Cultura.
Al final, como el país que habitaba había sido invadido por los zombies, fue elegido Presidente. Nadie mejor que un barbudo devorador de sobres y con piel de amianto para gobernar esa nación. «Lo que este país necesita es una dictadura», le dijo su tía el día de la victoria electoral, rematando el comentario con un pescozón. Tras un florido juego de manos, digno del mago Dynamo, puso la guinda lanzándole otro de sus planos paquetes.
Ya tenía muchos sobres, pero no le bastaban, él quería más. Justo en el momento en que planeaba cómo conseguirlos, una masa enardecida de zombies hambrientos irrumpió en su casa y le comió el cerebro. Al día siguiente nadie notó la diferencia. ¿Nadie? Su tía llegó de visita, le plantó un coscorrón en la mollera y dijo: «Anda, si ahora suena más hueco que antes. ¿Te has hecho algo en el pelo?». Mariano agarró el consabido sobre y lo estrujó con delirio. «Mañana más.»