sobre la marcha

La quinta pared con esquina rota

A Belén, a T. y a L., y a los que pasean pisando con el alma

Imagen

(Foto: el paseo de esta mañana. Verónica 2014)

El ladrón de flores arranca los bulbos de raíz mientras observa cómo los avellanos abrazan su espacio. Pisa las hojas secas e imagina, con cada crujido apenas audible, la muerte de todo cuanto lo aprisiona. Ésta es su escena, en ella pasea envuelto por un coro de castaños, hayas y nomeolvides que cantan en un idioma que sólo él recuerda.

Detiene el paso junto a un ser robusto, gigantesco, de piel marcada por el rastro que en él van dejando las estaciones. Su corteza es gruesa e impenetrable; a él no le afectan ni los finales de mes en banca rota, ni los silencios que velan las preguntas sin repuesta, ni las noches en blanco por esas divisiones entre dos que separan hasta el infinito.

Rodea al roble con sus brazos y lo besa. Rompe el abrazo y trunca ese instante impulsivo por la premura de lo que tiene que hacer. Lo que realmente desea se ha quedado enredado en la corteza como la hiedra. Un organismo siempre verde que se aferra a otra vida, que no la deja respirar por su deseo de existencia propia.

Suena el móvil. Debe regresar al mundo en que robar flores es un acto tan ignorado que ni siquiera se considera delito. Aprieta el puño en torno al ramo de iris silvestres, inspira con fuerza el olor a raíz recién parida sin dolor y camina dando grandes zancadas. Ya no oye el crepitar del alfombrado natural, ni levanta la vista para mirar al roble. Se cierra el telón de la primavera a sus espaldas y desciende de su proscenio hasta el foso de la realidad.

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