(Foto: Estambul, gato con raspa de salmón. Verónica, 2014)
Furibundo se transformó en gato. Se acercó al resplandor violeta atraído como una polilla felina, un insecto juguetón al que poco importaba el peligro a lo desconocido, sólo lo movía la curiosidad. Un intenso olor a excremento bovino lo penetró hasta el cerebro, y el impacto olfativo vino a sumarse al fuerte golpe que recibió en el cogote.
El pobre Furibundo salió propulsado hacia delante y, con el corazón en la boca y las manos llenas de mierda de vaca, pues había caído justo encima del mojón, volvió la cabeza lentamente esperando toparse con el rostro deforme de un alienígena. Vio unos ojillos maliciosos, una enorme napia similar a un pimiento, una sola ceja que cruzaba la faz del horrendo ser como una oruga peluda, y una frente que sobresalía como un extraño apéndice, a modo de toldo.
Resultaba innegable, aquel ser no venía en son de paz. Su primo Tolín siempre aparecía para fastidiar los momentos más emocionantes de la vida de Furibundo.
–¿Qué carajo haces aquí, Bundo? Tu madre anda buscándote. Te la vas a ganar bien. Cuando te encuentre te va a correr a gorrazos.
–Déjame solo.
–Eres más raro que un perro verde, enano. ¿Qué haces solo en este secarral? Que te digo que la tía Angustias anda buscándote y que, si no vienes conmigo, te va a dar pal pelo.
–Que me dejes.
–Ahí te quedas, imbécil. Cuando llegues a casa lleno de mierda de vaca, no me digas que no te avisé de lo que te esperaba…
Furibundo sintió una rabia infinita. Pero pensó: «Tolín, imbécil, tú no sabes qué me espera».