(Ocaso en mujer que no conocí. Marrakech, Verónica 2013)
Sugerencia musical para la lectura: The Godfather Waltz
Hace tanto tiempo que ocurrió, que apenas lo recuerdo. Haría falta un buen montón de dinero para poder rescatarlo todo de la memoria, pero no de la mía, sino de la memoria colectiva del pueblo de Ogeuf.
Ogeuf es una población pequeña, y vienen de tan antiguo sus habitantes que nadie se conoce por el verdadero nombre de pila, sino por el mote de sus familias. Son apelativos heredados por los lugareños generación tras generación. Los aceptan resignados, y cuelgan de sus cuellos como pesados carteles que les encorvan el amor propio. Son los malos nombres que los señalan, aunque nada tengan que ver con su auténtica ocupación ni idiosincrasia.
Así, el Magdaleno no se dedica a la fabricación de deliciosos bollos, sino que regenta un locutorio cochambroso (y con «trastienda feliz», como constaba a algunos de sus paisanos) en el pueblo vecino. La Botines, aunque sí tuvo la única zapatería del lugar, que antes fuera de su madre, trabaja ahora de camarera-cocinera-asistenta en el bar local. Solo hay una excepción: el Negro. Es más negro que la pez y llegó a Ogeuf procedente de África hace trece meses.
Lo que ocurrió fue algo rápido, sencillo: un estallido. No obstante, resulta fundamental conocer la cronología de los hechos para poder determinar el origen de tanta desolación. Todos señalaban la fiesta del pueblo vecino, Asarb, como la causa principal. Pero los asarbenses se negaban a aceptar que el jubileo por el nacimiento de su patrón, San Nobrac, pudiera verse mancillado por tal denuncia.
El consistorio de Ogeuf había prendido como si fuera la casa de paja del cerdito más holgazán. Las llamas devoraron con avidez sus muebles de al menos doscientos años de antigüedad, pero, sobre todo, los fardos de papeles, entre los que se hallaban las partidas de nacimiento de cuantos habían poblado Ogeuf desde 1800. La onomástica ogeufense ascendió a los cielos en negros y delgados veleros de ceniza en el día de San Nobrac. Los verdaderos nombres de aquellas gentes fueron a confundirse con las nubes para llover un día, quién sabe dónde, en forma de corrosiva maldición.