los protegidos

Impulsos de energía (o viaje electromagnético al otro lado del altavoz). Tres

luces de bohemia

(Foto: «Encara ke no ho sembli, no hi ha pitjor tortura ke pensar. KITCH». Pegado sobre pieza metálica abandonada en Cadaqués, 2014)

tres:  de luces de bohemia, notas eternas y otras magias. Joan Bentallé y Robert Molina

Dentro de escasos segundos empezaremos a volar, estaremos en el aire. Ya han ocupado sus asientos los dos artistas a los que el equipo del programa ha decidido «proteger», Joan Bentallé y Robert Molina. Ambos merecen protagonizar relatos aparte, pero hoy simbolizan una misma emoción que tengo la fortuna de contemplar: la entrega a la interpretación.

Joan Bentallé podría ser el gato de Chesire, con su capacidad para aparecer y desaparecer, de despistar con sus continuas mutaciones, con su sonrisa permanente. Va abriendo la puerta de su camerino y salen de su interior muñecos televisivos, políticos zombies, jóvenes lacónicos, y todos asoman aferrados a la mano de la persona, que no del personaje, quien ha inspirado incluso un libro con sus vivencias, El marit invisible. Lo mismo manipula desde dentro al complicado Bluky que se viste de guionista y codirector para rodar su primer corto con La verdad por delante, justo después de haberse entregado, en cuerpo y alma, al Amor eterno. Joan contesta a las preguntas abriendo armarios para airearlos de viejos fantasmas, resucitando a personajes a petición de los presentes, y presenta su actualidad creativa siempre sazonándola con anécdotas personales que lo retratan como espécimen digno de protección. Es un chico auténtico de barrio y del auténtico Barrio. Espontáneo incandescente, de combustión constante, oculta un núcleo melancólico del que surgen ideas emotivas disfrazadas de mordacidad, son lava de un volcán soterrado bajo un glaciar. Como decían del gato de Chesire: es posible ver un gato sin sonrisa, pero jamás una sonrisa sin gato. Jamás una sonrisa sin Joan, el actor con más de siete vidas.

Robert Molina no llega solo. Viene con su guitarra —que viaja en una funda rígida, negra y magullada—, compañera inseparable en su larga trayectoria por las pistas pedregosas de la escena musical que, Amb una mica de sort,* lo han traído hasta aquí. El músico está pálido y nos cuenta que hace dos semanas escasas ha pasado horas en una mesa, no la de mezclas, sino la del quirófano. No obstante, ha decidido descender hasta la guarida de las ondas para presentar su disco, Habitacions; de la habitación del hospital a la promoción musical, a riesgo de que se le salten las grapas en vivo y en directo. Su gesto es contenido, sus intervenciones, acertadas y puntuales, no son explosiones, son sentencias breves, pero contundentes. Me fijo en sus manos. También blancas, los dedos huesudos se mueven inquietos; les falta algo, por las grietas abiertas entre ellos se escapa un tiempo que podrían invertir en acariciar las cuerdas. Añoran la guitarra. Y así parece ser, porque en cuanto Robert es invitado a tocar en directo, su cuerpo se transforma; todo él muta en poesía. El chico recién operado, el tímido y pálido invitado, abre las compuertas de su creatividad, y años de inspiración inundan el estudio. Interpreta Ho deixaré demà, oda a la procrastinación. De no ser porque se trata de la descripción del propio Robert, costaría relacionar el aplazamiento creativo con un cantautor que promociona su disco con las heridas tiernas. O tal vez haya sido la frescura de otras magulladuras la que lo ha traído hasta aquí. Quizá huya de una antigua desidia, esa que le cantaba al oído con su voz de sirena para disuadirlo de su entrega a la rapsodia. Son todo suposiciones, o quizá proyecciones personales. En cualquier caso, él será (sólo en parte) la Falsa Tortuga, ese personaje melancólico que añoraba, en ocasiones, los días en que fuera el auténtico y lento reptil marino.

*Con un poco de suerte.

continuación en conclusión: hoy no es un dial cualquiera.

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Impulsos de energía (o viaje electromagnético al otro lado del altavoz). Dos

mesa de mezclas_willy

(Foto: la mesa de Willy y mi cuaderno.)

dos: Ser y escuchar

Llego a las puertas de la madriguera radiofónica, cargada con mi bolsa de ofrendas, seis pesados volúmenes, seis copias de la novela El invierno del mundo, de Ken Follett, versionada al castellano por Anuvela, grupo de malabaristas lingüísticas en el que respondo por «Ve». Los ejemplares me acreditan como trujamana, aunque soy una viajera sin documentos. Voy cargada de ilusión, pero desprovista de DNI. Y en el mostrador, también excusándose ante el guardia de seguridad por su falta de papeles, está Joan, Joan Bentallé. Compartimos complicidad de indocumentados y una emoción genuina por parte de ambos ante la expectativa radiofónica. No tardan en aparecer algunos de nuestros anfitriones. Òscar Morè, Víctor Fernández, Marta Delcor y Willy Arnal. Y empieza la caída libre hasta la guarida de las ondas.

Bajamos, bajamos y bajamos; o bien la escalera es muy larga o bien nos acercamos al centro de la Tierra. En el descenso todos parecen conocerse, con cada escalón se atraen más, quizá la imantación del núcleo terrestre empieza a hacer efecto entre los presentes. Lo electromagnético habita en la radio y, por lo visto, en sus habitantes. Joan, actor con muchas tablas radiofónicas, bromea relajadamente con los anfitriones. Algún chiste privado se me escapa, pero no me siento extraña. Algo me anuncia que soy más que una espectadora, soy partícipe de una fiesta muy especial.

Òscar Moré, la voz cantante del programa, es el Conejo Blanco: veterano en estas lides, atento a los invitados, atento a la programación, no para de sonreír ni pierde de vista el reloj interno que le indica que no puede llegar tarde; el programa debe empezar a tiempo; todo el mundo debe tener un espacio de participación, hay que seguir un guión, pero a la vez debe quedar lugar para la improvisación. ¿Logrará estar en todas partes? Ocupa su lugar al frente del micro y sigue sonriendo. Siempre sonríe.

Entonces aparece el Sombrerero Loco, Víctor Fernández, aparentemente distraído, aunque con mirada de camaleón: lo capta todo. Dispuesto a cortar cabezas con las múltiples y afiladísimas alas de sus sombreros cuando viste el contenido de su baúl de farándula, para dar vida a su plantel de  personajes. Es un maletón lleno de voces, canciones y ocurrencias. Un mueble viajero que se intuye lleno de oropeles, pero también de horas de estudio, de lectura, de escucha, de atención. No obstante, detrás de Loli Menéndez, la deslenguada centroamericana que aterrizó en pleno centro de Barcelona, procedente de algún poblado chabolista, con ganas de comerse el mundo, los escenarios y que, para conseguirlo, se tragará lo que haga falta; detrás de Cornelia, esa tieta catalana carranclona y mordaz, que invade con descaro casas particulares vía telefónica, preguntando por el tiempo en calidad de meteoróloga radiofónica; detrás del primo de «Graná», ese andaluz flemático, el que arrastra las palabras y las dispara de pronto con voz aflautada para sobresalto de su interlocutor; detrás del abuelo Alfonsu Saus y de sus salidas de tono con sus entradas inesperadas y procaces al estudio en plena grabación del programa… Detrás de todos ellos se esconde la verdadera esencia: el actor periodista o periodista escénico, que ya no es el Sombrerero Loco distraído y con verborrea, es Bayard, el sabueso informador, ese investigador de la novedad que anhela presenciar todos los conciertos, todas las obras teatrales, todas las danzas, para poder desmenuzarlas, asimilarlas y saborearlas con el público que no tuvo la suerte de experimentarlas.

Se abre la puerta del estudio, y apresurada, abrazada a un fajo de folios recién impresos, entra la Reina de Corazones, Marta Delcor: con paso firme, con aire organizador, con el gesto preciso para acoger y saludar a todos los presentes. Combina formalidades y profesionalidad, sonrisas y orden. La seriedad de una locutora entregada a su oficio con el toque justo de desenvoltura. Se mueve con tal gracilidad que da la sensación de estar bailando de forma permanente. El estudio no es muy grande, pero ella consigue distribuir papeles y miradas que exigen coordinación del grupo sin chocar con nada ni con nadie, y lo hace siguiendo una coreografía que parece ensayada. Ordena su espacio de actuación, comprueba la posición de los objetos, de las personas y se dispone a iniciar el programa.

Me sitúan junto a la mesa de mezclas. «Voy a ver trabajar al técnico de sonido», pienso, incrédula. Con sólo alargar la mano, podría tocar ese ábaco sonoro, con su arco iris de diales, tan plagado de historias fugaces que comunican un mundo con un solo sonido, archivo de fragmentos vitales que componen el alter ego de Willy Arnal. Pero me contengo. Entonces entra el técnico de audio creativo. El Harpo de este programa; ¿cómo puede fingirse mudo y trabajar en la radio? Robando las palabras, usurpando exabruptos. Y con una sonrisa que lo dice todo sin tener que articular nada. Se adivina a alguien muy ocurrente, que las caza al vuelo con su red sonora; el técnico creativo más rápido a este lado del Llobregat. Cuando un invitado está pensando en una ventosidad, Willy ya tiene preparada, hace rato, la expresión sonora del pedo enlatado. Doy fe.

Me abruma la constante entrada de especies a la pecera de cristal, sobre todo, porque busco impaciente el rostro anónimo de Abel Jiménez, la persona que contactó conmigo para invitarme al programa. En cuestión de segundos, me instaló en la comodidad de la charla con un conocido y, de paso, me hizo una entrevista telefónica, creo. Yo estuve conversando con un amigo. Vuelve a abrirse la puerta. Entran dos enormes faros. Lo iluminan todo desde lo alto de un chico vestido de negro. Es Humpty Dumpty y tiene el poder de ver a través del espejo. Sentado en la cima del mundo, parece frágil como el proverbial personaje de Carroll, aunque en su discreción almacena multitud de respuestas a otras tantas preguntas, que él formula a todos los invitados antes de que se conviertan en tales. Investiga, indaga, navega y recupera de los pecios hundidos en la Red no sólo lo que más reluce, sino aquellos episodios que a veces han sido conquistados por el verdín del olvido.

Saluda desde la distancia y va a ocupar un lugar un tanto provisional. Entra y sale del estudio, trae botellines de agua, folios que faltaban, y lo hace flotando. Todo está dispuesto para empezar…

continuación en tres: de luces de bohemia, notas eternas y otras magias. Joan Bentallé y Robert Molina


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Impulsos de energía (o viaje electromagnético al otro lado del altavoz). Uno

azul sonoro_uno

(Foto: mi radiocasete de doble pletina y mi cuaderno. La cocina de casa, 2014)

Hace quince días tuve la oportunidad de compartir mucho más que una hora y media de radio con Òscar Moré, Víctor Fernández, Marta Delcor, Willy Arnal, Abel Jiménez y sus dos artistas «protegidos»: el actor Joan Bentallé y el cantautor Robert Molina, en los estudios de Cadena Ser Barcelona, donde se graba el programa Espècies Protegides.

¿Cómo llegué hasta allí? ¿Qué descubrí al llegar? ¿Cómo son las Espècies por dentro? ¿Y por fuera? ¿Quién mató a Kennedy? A  modo de crónica relativa o de relato crónico (por su persistencia) en tres partes y una conclusión, intentaré despejar estas incógnitas. Vale, la última no; de todas formas, «Me respetan», ¿verdad, Loli?  

uno: azul sonoro

Oigo voces mientras escribo. También las oigo mientras traduzco. Hago una pausa para tomar un café, y las voces me siguen hasta la cocina. De pronto, se callan; el cable que les da la vida se ha desconectado. Es un cable pegajoso a fuerza de habitar las distintas cocinas que he ocupado durante veinte años. A duras penas resiste encajado donde debe, lo mantiene en su sitio el pegamento del paso del tiempo. Y ese pringue me adhiere como una mosca a la tira venenosa del recuerdo.

Regreso a una de esas noches universitarias de escritura a mano (la madrugada estaba ya muy entrada en el piso de estudiantes para usar la máquina eléctrica), esos momentos con la única compañía de Gemma Nierga susurrándome al oído en catalán, hablando por hablar. Durante una de esas sesiones con mi radiocasete de doble pletina y mi lámpara con brazo de resorte sentados conmigo a la mesa, la segunda decidió desplazarse. Sin embargo, las letras y lo que me inspiraba la voz insinuante de la locutora me hicieron registrar el movimiento inexplicable como una simple distracción. Transcurridos unos segundos, la lámpara volvió a desplazarse. Levanté la vista, pero lo único que noté fue una pesadez insoportable en los párpados. Momento de irse a la cama. Al día siguiente también fue la radio la que me informó de que, durante la noche, se había registrado un pequeño seísmo en mi zona. Las ondas hertzianas me hicieron ignorar las sísmicas. Y así, desde que tengo memoria auditiva.

Esas voces que me han atrapado de tal forma que ni un temblor me conmueve como lo hacen ellas. Esas voces que siempre me han hablado al oído. Esa sensación de estar recibiendo de forma exclusiva unas palabras pensadas para mí y, en cierta forma, inspiradas en mí, en la cotidianidad de todos los oyentes… Esas voces habitan en las entrañas cableadas de un objeto inmortal: mi viejo radiocasete de doble pletina. La caja negra que atesora tantos instantes irrepetibles. El artilugio que me permitió grabar la banda sonora de mi juventud y jugar al reporterismo doméstico.

En uno de mis descansos matutinos con parada obligatoria en la cafetera, le doy al EJECT. Es un gesto distraído, aunque motivado por la nostalgia. Guardo la caja con los viejos casetes en la cocina, escojo uno al azar y lo escucho. La carátula reza «Grabaciones Disco Grande», escrito con mi florida caligrafía juvenil. La cinta empieza a girar y me emociono; mi caos siempre me sorprende con regalos inesperados. Suena la entrevista que le hice a mi abuela cuando ella tenía ochenta años y yo dieciocho y mucho atrevimiento. Se me forma un nudo en la garganta que amenaza con no dejarme tomar el café de la pausa. Para deshacerlo, conmuto del casete a la radio. Es 5 de septiembre de 2014 y acabo de regresar de mi viaje a Islandia. El viaje que me ha vuelto del revés, el que me inspira el libro que escribo, y tengo la sensibilidad en carne viva. Escuchar voces conocidas me confortará.

La emisora sintonizada por defecto, a fuerza de oxidación por la costumbre, es Cadena Ser. Espero escuchar Especialistas Secundarios, el saludo de Armand, pero me sorprende el timbre de otro locutor. Mi primera reacción es de sobresalto. Me he ausentado unas semanas, he vivido desconectada casi un mes, y la radio ha cambiado de voz. Un tal Víctor se arranca por Freddy Mercury con motivo del que hubiera sido su cumpleaños número 68. Willy anuncia que tiene «dolores desde la punta de cabeza a la punta de los pies» por boca de una señora estresada, atracada a golpe de micrófono en plena Boquería barcelonesa. Òscar me da la bienvenida a una nueva fauna y flora, y habla consigo mismo durante la conexión «en directo» con la unidad móvil. Mientras tanto, Marta doma a las bestias y se niega a cantar en un ejercicio de seriedad y buen juicio. A caballo entre la sorpresa y la emoción por la novedad, me acomodo, café en mano, y descubro que tengo un problema: soy radioadicta a la protección de Espècies.

Algunas de esas voces que me hablan mientras me aplico en la tarea de ganar el pan lanzan un cabo al oyente. Me recuerdo pensando en llamar a la radio en incontables ocasiones, elaborando en mi imaginación el ocurrente diálogo que mantendría con este o aquel locutor. Pero jamás había tenido el arrojo de hacerlo. No obstante, los años pasan, y las redes sociales son redes de arrastre que, a diferencia de las marinas, no practican la retropesca, sino la más moderna caza al salto. El equipo de Espècies Protegides dedica una sección entera a «desvirtualizar» a los pájaros que los seguimos a golpe de piada: «El tuitero del día».

Este 5 de septiembre es viernes, hay mercadillo en la calle, las gitanas gritan sus salmodias y cantan las alabanzas de la faja tanga, la policía corretea tras los manteros que pescan sus mercancías tirando de un cordel y, en mi cocina, desde el otro lado del altavoz, una tal Cornelia me anima a abrir la puerta de la jaula del pájaro azul, para que vuele con mis chascarrillos internaúticos hasta las tripas de la radio. Me lo sugiere incitándome a escribir un mensaje ingenioso. Mis palabros me valdrán una invitación al alma de las ondas. Me dispongo a viajar cual Atreyu, a lomos del ave azulada, con la ilusión interminable de descubrir rostros y secretos sonoros.

continuación en dos: Ser y escuchar

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