(Foto: riqueza. Cerca de tu casa, Verónica 2015)
Tras prácticamente dos décadas de profesión y unas semanas convulsas, como una más de tantos trabajadores autónomos (y quien dice semanas, dice meses, años…), en las que he visto peligrar la continuidad del camino (como tantos otros, insisto), he llegado a varias conclusiones. Todas liberadas tras una batalla dialéctica con el fracaso.
Desde aquí quiero compartir el agradecimiento que siento hacia muchos creadores jóvenes, algunos en cuerpo, otros en alma y, los más, en cuerpo y alma, por la esperanza que me infunden, con sus imágenes, con sus letras, con sus músicas, con sus películas, con sus dibujos… Lo mismo siento por mis colegas trujamanes, por su fe en la profesión que practicamos a pesar de la maquinaria comercial, y a mis padres, por su resistencia inquebrantable.
No podré nombraros a todos, sería demasiado infinito. Vuestra creatividad, vuestra constancia y vuestro amor a la cultura me hacen seguir creyendo en la vitalidad del alimento más esencial para detener tanta locura: la libertad de creación. Y así conservo mi fe en la humanidad.
Pobreza energética. Ciclogénesis explosiva. Estado Islámico. De todos esos términos de rabiosa actualidad, uno de ellos la etiqueta y, aunque se encuentra en plena circulación ciclónica mental, no es precisamente el neo palabro meteorológico el que acaba de propinarle un bofetón incorpóreo. Pobreza energética, pobreza.
Mientras sonríe de medio lado por las hipocresía de la presentadora del telediario, «no vamos a enseñarles las cruentas imágenes» (anunciando, de forma velada, que sí ha habido ríos de rica sangre que podrán degustarse en otros medios afines) refiriéndose a la decapitación de diez víctimas más de la sinrazón, se imagina un ser gigantesco y gris, un hombre barbudo de rostro cerúleo, armado con un enorme sable decapitando, impertérrito, la gran cabeza cultural de su país.
Nacional: el nuevo y campechano rey de España se ha bajado un veinte por ciento el sueldo. El mismo porcentaje que acaban de rebajarle a ella como traductora literaria en la editorial para la que trabaja hace ya casi veinte años. «Que veinte años no es nada», pero sí lo son los ochocientos euros menos por libro que ganará. Eso sí es algo. A partir de ahora, Stephen King y Ken Follett, entre otros, recibirán menos dinero cuando hablen en español. Mientras lo hagan en inglés, no obstante, no notarán la diferencia. Los bolsillos llenos seguirán llenándose.
No ir al cine jamás, no ir a restaurantes, no ir a la piscina en invierno. Son lujos. Comprar pescado fresco. Poner gasolina, encender la calefacción. Queda lejos. Ser autónomo e ir perdiendo clientes, porque las pequeñas editoriales cerraron, porque fueron fagocitadas por las grandes máquinas de fabricar libros, porque las imprentas fenecieron entre tanto legajo impagado. Y de pronto: pobreza. El dinero no entra, sólo sale. El mundo sigue girando, no al mismo ritmo, sino cada vez más deprisa y no para un instante para recuperarla. Ella ha caído y se ha sentido flotando en un mar grande. Pero no está sola.
Hunde los dedos en el cabello sedoso del pequeño C. Acaricia la espalda todavía rechoncha, todavía de niño chico, de G. Y siente rabia, impotencia, el deseo casi irrefrenable de pegarle al ministro de la Hacienda pública que, con su cara de cuervo, escupe en ese instante sus blasfemias cerebrales. «¿Cómo pueden dormir?», se preguntan algunos. La conciencia, la ética, la empatía, nada de eso figura entre sus principios. Vuelve a sonreír con amargura. Achucha con tanta fuerza a los niños que ellos se quejan, dormidos, pero se recolocan y siguen soñando. Ellos sí duermen.
Ella todavía tiene trabajo, todavía hay libros que verter al idioma que le dio su madre. Pero han empezado a decapitar presupuestos. Ya empezaron hace tiempo. Hace meses que le estremece la perspectiva de un mundo sin cultura, un mundo sin letras, un mundo desprovisto del deseo de plasmar las vivencias y comunicarlas. Un mundo sólo ávido de contar mentiras y repartirlas como basura por el planeta.
Aun así, le dicen, debería estar agradecida, porque no la han desahuciado, porque tiene ingresos, aunque no le basten para pagar las facturas. Porque no tiene hipoteca, vive pagando el alquiler, porque todavía puede dar de comer a sus hijos. Porque trabaja para cubrir unos gastos que son cada vez más cuantiosos y que aumentan de forma inversamente proporcional a la disminución de las tarifas por las que traduce.
«¿Por qué no estudias para funcionaria?», le preguntó alguien hace tiempo. Una pregunta lanzada al azar a muchos autónomos de la cultura. Una pregunta que se recibía como afrenta y que, ahora, ella misma ha llegado a hacerse. Con todo es consciente de que también los funcionarios son víctimas de los recortes. Pero tienen un sueldo, ellos tienen un sueldo. Tiene pagas dobles, vacaciones pagadas. ¿Eso es el fracaso? ¿No tener pagas dobles, no tener vacaciones pagadas, no tener forma de demostrar que uno no cobra nada y que no puede pagar su cuota de autónomos? ¿El fracaso lo mide el Estado? ¿El triunfo lo dan los premios al conocimiento, a la virtud? No y no.
Premios nacionales a genios que, de no vivir fuera de España, se morirían de hambre. Vegetarían como las plantas que estudian. Fuga de cerebros. El premio nacional de física afirmó que él y su mujer son un problema de tres cuerpos, un caso de inestabilidad sin solución posible. Ambos orbitando por todo el país para encontrar un lugar donde subsistir. Hasta que tuvieron que separarse para convertirse en un problema de dos cuerpos. Aunque uno de ellos esté embarazado, por cierto.
Ciclogénesis explosiva. Ahora ya ha empezado a llorar. Es un llanto silencioso, una lava caliente que cae en dos riachuelos por ambos lados de la cara y que confluyen en la barbilla. Llueve una gota sobre el pelo de G. Al ver la sal líquida en el cabello infantil, reacciona. Justo ayer le aclaró a C. algo que el niño había escuchado de pasada en una película televisiva: «Ser guapa siempre te hace la vida más fácil». «¡Vaya estupidez!», había exclamado ella sin poder evitarlo. Al escucharlo C. exigió saber cuál era la razón de ese estallido materno. Ella desmintió la afirmación y le contó que lo más importante no era ser guapo, sino ser feliz, respetarse a uno mismo y a los demás… No le habló de cuotas de autónomos, ni facturas impagadas, no le habló de dinero…
Va atando cabos entre la sinrazón de la situación económica del país y sus enseñanzas maternas cuando decide bajar el volumen del televisor. Ahora ya no se oye nada, pero aparece la imagen de una chica, una mujer como ella, en un piso como el suyo, aunque algo más nuevo. El pie de la imagen reza: «Debe escoger entre dar de comer a sus hijos o poner la calefacción». Ella sonríe: «Debe escoger entre comerse a sus hijos o poner la calefacción», imagina. Porque imaginación no le falta. Siempre le ha sobrado.
El fracaso se posa sobre el sofá como una nube tormentosa que amenaza con descargar a través de sus ojos y anegar el piso, calarlo hasta los cimientos. No piensa permitirlo. Que viene una tormenta, pues a capear el temporal. Retoma el ánimo y el positivismo del que siempre tira para seguir adelante. Pero una voz le dice que se ha equivocado. Que la cagó de pleno cuando creyó que podría vivir trazando sola su camino, fuera del mundo de la empresa. Y no te quejes, no te quejes, porque ya nos encargamos nosotros de demostrarte, a diario, que hay personas en una situación más precaria que la tuya. Le dicen los medios.
Fracaso, fracaso. Allí en su refugio, entre sus dos cachorros, mira atrás sin mover la cabeza y lo ve claro. Ve la cara del auténtico revés. Su propio rostro reflejado en el espejo del ayer. El de una mujer triste y contenida, que avanzaba por la inercia de una vida normal, con pareja, hijos, seguridad económica. Unos ojos heridos por el exceso de ceguera. Por la ausencia de belleza, resecos por habitar un desierto desprovisto de amor y sexo. Y mira más atrás aún y ve los colmillos de la auténtica derrota. La dictadura de la que la liberó su madre al huir de Chile, el avión en el que viajó junto a otros niños exiliados para llegar a este lado del mundo tras proceder de aquel otro lado, de ese Sur maltratado.
De pronto ve a una niña que narraba por escrito todo cuanto veía, aun con los ojos cerrados, incluso antes de saber escribir, y recuerda a esa pequeña soñando con dedicar su vida a compartir esas historias. Ignorante del concepto de fracaso. Un proyecto de mujer que jamás pensó en si tendría dinero para llegar a fin de mes, o si a los cuarenta años tendría o no una profesión garantía de ingresos fijos. Una niña a la que su madre enseñó la importancia de la libertad de decisión, el sesgo de las opiniones que otros transmiten y que intentan inculcar como dogmas, que definen cárceles como el triunfo. La importancia de las mujeres en la historia, las canciones de Violeta Parra, el baile al son de Mercedes Sosa.
Fija la mirada en las cabecitas que tiene sobre el regazo, tan perfectas, tan pequeñas. ¿También son un fracaso? Recupera el intenso deseo con que los tuvo y se le contraen las entrañas cuando recuerda sus nacimientos. Revive esa sensación de estar abriéndose en canal a una nueva existencia y tiende un puente directo hacia la desfragmentación de la campana de cristal donde habitaba. El terremoto de la maternidad hizo añicos las mentiras que sostenían con pretextos frágiles la convivencia de una pareja dividida hacía tiempo. La explosión fue tal que las esquirlas la desgarraron por fuera y por dentro. Sangró fracaso y enjugó las heridas con ilusión.
A sus cuarenta años come de las letras: cuenta las historias narradas por otros, las lleva de una lengua a otros mundos, para que sus habitantes puedan disfrutarlas. También a diario vierte caudales de palabras propias que, poco a poco, van llenando su cuaderno, el proverbial libro en el que cree y del que reniega a partes iguales. Vive con pasión esa entrega. Convive con dos seres en crecimiento, le enseñan y reciben todo cuanto les da y sólo ella puede darles. Ama y se da festines de amor con otro comensal único en el mundo. Existe en un país gobernado por mentirosos y ladrones y habitado por personas que están decidiendo no callar más, azuzadas por la muerte de la verdad, animadas por el dolor que grita en la puerta vecina o incluso en su propio salón. Se encuentra en el epicentro de un mundo supuestamente civilizado que está a punto de estallar.
Entiende, al fin, mientras pasea los dedos por la seda del futuro, por los cabellos que cubren esas mentes ávidas de maravillas, que no es el fracaso el que acecha, sino el temblor previo al derrumbamiento, el estremecimiento antecesor de la reconstrucción. Está a las puertas del cambio. Donde se apiñan muchos como ella, personas preparadas para exigir la metamorfosis: de cucarachas a seres humanos. Seres que quieren transformación y, a tal fin, están dispuestos a cambiar.
Cierra los ojos y escucha las músicas de los nuevos tiempos, que suman realidad con esperanza, crueldad social con memoria histórica, en un intento de afinar el grosero descaro de quienes desoyen todo. Ahora dormirá, descansará para reunir toda la potencia con la que atravesar ese umbral. A golpe de sueños, con el ariete de las letras y la caricia a flor de espino de la cultura.