(Foto. Salvador a punto de salir hacia París en sueños. Siempre paseando por las calles parisinas de la mano de su amor)
Dicen algunos que los hijos escogen a sus padres, incluso antes de nacer. Teorías. Pero es un hecho probado que tú me escogiste a mí, dieciséis años después de ser concebida. A esa edad, no tuviste que portearme en una moderna mochila ergonómica, pero elegiste soportarme cuando la mochila la llevaba yo, cargadita con la herencia de un padre biológico que se había dado a la fuga.
Decidiste aprender a lidiar con una adolescente que, a sus dieciséis años, estudiando y trabajando muy esporádicamente, se creía mucho más experta e independiente que tú. Pero me diste una nueva madre. Una mujer que ya no estaba siempre cansada y que sonreía. Y que recibía ramos de flores, que yo despreciaba (tal vez por miedo a quererte), pero cuyo perfume agradecía porque la embriagaba y la convertía en una madre feliz.
Te gustaba el fútbol, no bailabas y ni siquiera sabías cocinar el tofu para que no supiera a corcho. Escuchabas zarzuela y sólo sabías freír patatas. Eras todo lo que yo creía que una mujer liberada debía rechazar. Pero allí estaba la sonrisa de mi madre, cada día más amplia, más luminosa. Y llegaste a pedirnos, a mi hermano y a mí, la mano de la mujer a la que amas. ¡En esta casa no se casa nadie! ¡Traición!
Aceptaste cuidarme mientras esa mujer regresaba a Chile a recoger las cenizas de una vida de la que tuvo que huir. Debías ocuparte en especial de mi alimentación, pues yo andaba coqueteando con la anorexia, graciosa herencia de esa otra fuga, la paterna. Recordaré toda mi vida la dureza de los brotes de soja sin germinar que tú me obligaste a comer por mandato de mi madre (añadiré que no tenías ni idea de que era como comer garbanzos crudos). Y la ternura del discurso que pronunciaste para conseguirlo. Me ganaste.
Diste carpetazo a una vida ordenada junto a tu madre y tu hermana, con un trabajo en el que llevabas más de dos décadas y costumbres inamovibles cuyos cimientos se abrieron, tras el terremoto amoroso, para hacerte caer al vacío de lo desconocido. Dejaste la estabilidad laboral para iniciar un proyecto con ella. Te adentraste en el universo caótico de muebles recuperados de la calle y reuniones improvisadas en casa. Y te amoldaste a los ires y venires de dos adolescentes semi autónomos por amor a la mujer que los parió.
Me diste una familia con una nueva abuela y una tía. De pronto empezaba a llenarse mi vida de elementos tradicionales, y me sentaba bien. La estabilidad llegaba en forma de tranquilidad. De visitas dominicales a tu casa, de comidas españolas, mallorquinas, de otro acento y de otras costumbres, de un amor expresado de otros modos, más próximos a los fogones, a los objetos que llevaban una vida entera en el mismo lugar, a recetas inmutables.
Recuerdo el tacto de la manos de la abuelita Concha, la tersura de una piel tensada de tanto usarla. Lo tengo grabado en un rincón muy cálido de la memoria. El sol de la isla me trajo por su boca relatos de un pasado muy distinto al que yo conocía en mi familia. Se abrían las puertas a otros viajes, a otras migraciones. Y también la memoria de un esposo, tu padre, que ya no estaba. Con nostalgia, con una sonrisa muy pequeña que afloraba y le achinaba los ojos. Me habló de un Salvador niño, pequeño, flacucho, pero resistente.
Y la tía Magdalena. Una tía. Pasé la infancia deseando tener parentela cerca de casa, en serio. Y, de pronto, lo tenía todo. Otro libro lleno de relatos desconocidos. Una mujer inquieta. Un misterio que ha ido desvelándose a medida que han pasado los años y yo también me he convertido en una mujer que genera curiosidad e historias. A la que la tía Magdalena ha acogido como madre con una generosidad que se olvidó del límite.
El tiempo se ha empeñado en pasar, como no podía ser de otra forma. Nos ha traído lo mejor que trae el paso de los días: la aparición de nuevos seres. Guille y Carlitos. Y cada uno de nosotros ha cambiado con su nacimiento. La mujer que amas se convirtió en abuela; su hija, en madre; su hijo, en tío y tú en abuelo. El mejor abuelo que pueden tener mis hijos. El hermano de la mejor tía abuela del mundo. La intensidad del amor que sientes por Guille y Carlitos te anega los ojos del alma cada vez que los piensas.
Salvador, hay muchas cosas que no están contenidas en esta carta, emociones que ocuparían muchas más letras de las que te envío, pero lo sentido es lo que importa. Lo que importa es que haces vivir con ternura a muchos, sonríes a otros tantos y alegras la mañana a no sé cuántos anónimos que entran en la tienda y te encuentran tras el mostrador. Lo que importa es lo que has sido, que te ha llevado hasta lo que eres y te ayudará a disfrutar de lo que serás. Eso es lo que importa. El cáncer de próstata, como tú le dijiste al médico, no lo tienes tú, lo tiene el órgano. Tú eres mucho más. Eso es lo que importa.
Te quiero,
Verito