«Caca, mierda, culo, puta, Drácula, malo, malo, puta, puta y puta.»
Hoy seré breve, pero intensa. Hay días en que una sola respuesta te mantiene en vilo y te obliga al esfuerzo de acallar el miedo, que va arañando con sus uñas sucias, en un intento loco por emerger a la superficie. Esos días, que son pocos, casi inexistentes, me entrego al ejercicio de imaginar siempre la mejor alternativa. El sí, antes que el no, el «todo está bien» antes que el «aquí se acaba todo», el «al final no pasa nada» antes que el «ya no volverá a ser lo mismo».
Sin embargo, algo grita, en algún momento de mí, las peores palabras que se me ocurrían de pequeña cuando las cosas se torcían. No eran palabras muy gruesas, pero sí eran las más feas que sabía (y sí, «Drácula» era una de las más terribles de mi repertorio). Entonces la vida se dividía sólo en dos: bueno o malo.
Han pasado ya muchos años y esa niña furiosa ante situaciones para ella decisivas, se ha transformado en madre, aunque sigue siendo hija. Y no menos visceral, sino más completa. Un sudoku de letras elevado a la máxima potencia.
Esa espera, esas horas que pasan sin recibir la respuesta clara que dé fin a la incertidumbre, ya no es sólo pregunta sin respuesta, se convierte en esperanza, anhelo y en un sinfín de emociones que van y vienen con su resaca de océano azul y sin horizonte que lo delimite.
Así voy por el día, en ese barco sobre aguas turbulentas, intentado sujetar con fuerza el timón para no acabar yendo a la deriva a buscar a G. y C. al colegio. Vamos, que más vale que me concentre al volante o, dejándome llevar por la poética del miedo, puedo acabar sin respuesta y a dos ruedas en el arcén.
Hoy he comido con mis hijos. Me encantan nuestras citas puntuales. Son nuestro reencuentro semanal. Son una respuesta clara a la nostalgia que me provoca el no verlos durante siete días.
La pregunta sigue pendiente en el aire, pero ellos se reincorporan a mi vida con la solidez de su realidad contundente. Su presencia me traslada sin remedio al momento presente, y cualquier duda que me acucie se resuelve en un segundo, no porque esté solucionada, sino porque la avalancha de sensaciones intensas de G. y C. ocupa todo el vacío que genera. Y eso me han regalado.
Después de comer, tomamos posesión del sofá. Ha llegado el rato de los besos y las caricias. Hundo la nariz en el cuello de C. e inspiro con fuerza. «Hueles a confitura de fresa —le digo—. Te quiero.» Él me mira con sus ojos marrones de chocolate negro, imita mi gesto, inspira, me besa en los labios y dice: «Mami, tú hueles a canelones y a fuet». Confitura y sal. Dulce y salado.
El día sigue su curso, la pregunta sigue entre interrogantes, pero ya tengo mi respuesta: pase lo que pase, nunca será amargo. Siempre será un sabor más de color azul mar que me llevará de travesía hasta un nuevo momento. De nuevo, gracias infinitas.