Foto: Ivory Press, madrid, Vero, 2016
Cuando escribo puedo mirar hacia cualquier lado. El mundo entero está a mi disposición, todas las ventanas están abiertas. Aparecen los personajes y ellos mismos abren las puertas de sus casas para dejarme entrar.
Entro como un fantasma al que permiten observar sin ser visto. A veces me siento en silencio y escucho. Otras, permanezco de pie y voy moviéndome entre objetos y personas sin llegar a rozarlos. Siempre que intento tocar algo, mis dedos de tinta atraviesan el aire. Mirar sin alterar: no juzgar.
Entonces, y solo entonces, al conectar de verdad con la historia que me regalan sus protagonistas, tras pausas creativas, bucles infinitos sobre una misma idea, sequías de adjetivos, dejo de pelearme con la idea que ya existe y consigo llegar mucho más allá de esa dermis intocable.
Al mirarme a los ojos de escritora, cuando por fin se reflejan los rostros imaginados en mis globos oculares, se abren solas las ventanas de esas otras almas. Se derrumban las paredes de sus secretos en una explosión intensa y muy fugaz, tanto, que debo correr a escribirlo todo antes de que se esfume su esencia entre el humo levantado por la detonación.
Y así, palabra a palabra, sumando un paso tras otro del recorrido, llego al final del viaje. Los lugares, los relatos, los poemas, cada una de las ideas explosivas ya están ahí, yo topo con ellas, me dejo asombrar, y regreso a toda prisa al campamento de papel para llevar a cabo mi oficio: escriba de lo que YA ESTÁ ESCRITO.
TODO ESTÁ ESCRITO Y NADA ESTÁ ESCRITO.
Yo siempre disfrutaré de esa inmensa dualidad en absoluto contradictoria.
Gracias.