Foto: vivienda de un inmigrante en Mallorca. Verónica Canales, 2017.
A los cinco años estaba convencida de que, en cuanto una mujer se ponía un vestido de novia, se quedaba embarazada. A los diez años, estaba convencida de que, por el hecho de ser mujer, te violarían algún día. Escuchaba a las señoras del barrio decir cosas como: «Mi marido bebe, pero al menos no me pega». O incluso: «¿Tú dónde piensas ir sin un marido?».
A los once años no entendía que hubiera mujeres que se negaban a aprender a conducir porque eso ya lo hacía su marido. Me asombraba que la madre de mis vecinas jamás permitiera que su Jose pusiera ni recogiera la mesa, o cocinara o hiciera otra cosa que no fuera salir a trabajar y llegar a casa a descansar. Todo ello, por supuesto, acompañado de una retahíla de quejas sobre lo vago que era en casa.
A los cuarenta y dos años he estado sentada a la concurrida mesa de familias cuyas mujeres no han permitido que los hombres hagan nada y cuando alguno de ellos ha insistido en hacerlo, esas mismas mujeres los han criticado porque «no saben hacer nada bien».
Estos son pequeños ejemplos aparentemente inocuos de un desprecio hacia el género femenino grabado en el adn de las propias mujeres. Y ese rechazo de la condición femenina es el claro reflejo de un desprecio histórico que, entre todos, vamos prolongando. No es culpa de nadie; es responsabilidad de todos.
¿Qué hacer?
Ahora, desde mis casi cuarenta y tres años, creo que, una vez más, la respuesta me la ha dado uno de mis hijos, desde sus nueve años. El otro día, mientras íbamos en coche al salir del cole, en el momento en que observaba a dos conductores discutir a voz en cuello en plena calle, me dijo: «Mamá, creo que ya sé cuál ese el origen de todos los problemas. Que las personas no se ponen de acuerdo».
Efectivamente, pero no se trata solo de posturas irreconciliables, sino del convencimiento de que somos diferentes. Mujeres, hombres, niños, niñas, somos todos iguales, lo mismo. Desde esa óptica pierde todo sentido el tratar mejor o peor a nadie por lo que tiene entre las piernas. Cuando un hombre o una mujer, o un mono, piensa que merece unos privilegios por su pene, vagina o picha de mono, olvida que todos empezamos y terminamos de la misma forma: de la nada y en ella.
Tomar conciencia de esa similitud da muchísimo vértigo, porque está muy bien creerse lo mismito que Simone de Beauvoir o Gandhi, o Copito de Nieve (para el mono), pero es que también llevamos parte de Imelda Marcos, Stalin o King Kong. La cuestión es enfrentarse a esos fantasmas oscuros que saldrán cuando de verdad abramos las puertas de todos los armarios para encontrar la forma de ponernos de acuerdo, de aceptar la realidad del otro y vivir su júbilos y su dolor como propios.
La solución no está en pensar lo mismo, el camino es saber que aquello que creemos tan distinto en el otro no es más que la expresión de algo que todavía no hemos descubierto en nosotros. Y da igual que al decirlo te toque los huevos, te hinche los ovarios o se la traiga floja a tu picha de mono. Afectarnos, nos afecta igual.
Un esfuerzo tan grande requiere una pausa. Una parada. Llamémoslo huelga. Porque si una parte de esas que creemos tan diferentes deciden un día ausentarse de la cadena de producción, tal vez, con el silencio de las máquinas, podamos escuchar mejor cuánto nos afecta la ausencia de una pieza tan fundamental en el organismo global.
Y así, si me preguntas por qué paro mañana, te diré: «Por lo que tengo aquí colgado». No me hace fata tener o no un apéndice colgante entre las piernas para saber que soy lo mismo que muchos hombres. Con sus luces y sus sombras. De mí cuelga también el peso de la realidad. Si prevalece el machismo, una parte de mí es corresponsable de su existencia. Pararé por mujeres, hombres, niños, niñas y monos. Por todos esos trapos sucios que vamos lavando y tendiendo en una ventana abierta y luminosa que promete, poco a poco, ir secando el llanto que llevamos ignorando durante demasiado tiempo.
Y pararé, además, porque #LasTraductorasParamos