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Vivir

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Foto: Luis Salinas.

«Contiene cierta magia porque se mueve. Los ríos nunca están estancados. Cuando lo de mi padre acababa de ocurrir…», fragmento de mis escritos, que él siempre revisaba.

Se ha ido. Hace meses que estaba mal. Ayer sucedió algo y supimos que ya no podíamos esperar más. Él no conocía el mañana (ni nosotros), quizá sí sentía lo que habían sido los días hasta el momento en que se encontraba. Todos los mimos, las carantoñas, los maullidos que nos regalaba… Era calor y acogimiento; se posaba sobre mi vientre cuando más necesitaba ese peso reconfortante sobre el dolor que a veces me aqueja.

No se separó de S. hasta el final.

Desde que su perro amigo se marchó, él cambió. O tal vez no fuera un cambio, sino una liberación de lo que había aguantado hasta ese instante. El veterinario nos dijo que el estrés de la enfermedad del otro hace que los felinos contengan su propio malestar. Una vez que esa compañía desaparece, la dolencia aflora con toda su potencia. Y eso ocurrió.

Pasó de ser un gato que subía a cualquier superficie y se te plantaba en la cabeza en plena noche (de forma que creías llevar peluca), a arrastrarse cada vez más despacio por la vida. No queríamos verlo sufrir, no queríamos aumentar su dolor por no dejarlo marchar.

Ayer sucedió.

Esperamos la llegada del veterinario acurrucados junto a él en el sofá, arropándolo, acariciándolo, despidiéndonos… En silencio, hablando de vez en cuando con él, dándole las gracias. Y esperando. Su cuerpo respiraba muy despacio, él ni siquiera maullaba, movía una patita y se quedaba quieto. Yo deseé que se marchara antes de la llegada del médico, pero los gatos son muy resistentes, muy fuertes, muy increíbles. Y esperamos.

Entonces recordé las horas previas al nacimiento de mis dos hijos.

Los que esperan la vida tampoco saben muy bien qué hacer. Va a producirse un cambio trascendental, la aparición de un nuevo ser y no hay preparación posible para la sensación que se aproxima, entre una metamorfosis de tal magnitud que la atmósfera se carga de desorientación y asombro. Mi cuerpo de madre parece ser el único que sabe qué ocurrirá y lanza sus señales inequívocas. Mientras, los que observan buscan algo en qué ocupar el tiempo de espera.

Cuando aguardas la muerte y no eres tú quien ha de marchar, tampoco sabes cómo llenar ese vacío que se aproxima. Empiezo a entender ahora que no hay que ocuparlo. Ese hueco físico que dejará quien da el paso de desaparecer de este mundo existirá siempre y debo aprender a viajarlo. Forma parte de mi existencia la partida de tantos seres cuya existencia es mucho más efímera de lo imaginariamente previsible.

Nacer. Morir. Vivir.

La llegada de todos cuantos estamos aquí tampoco estuvo garantizada en muchos casos, pero es ya un hecho innegable. Vivimos, pisamos esta Tierra y aquí seguimos, por el momento. Un día, no sabemos cuál, daremos el paso siguiente. Mientras tanto nos toca ir dejando espacio para esos agujeros que van abriendo los que parten antes. Socavones que son parte del recorrido; un tramo del viaje en el que debemos aprender a continuar caminando acompañados de la memoria.

Y eso hacemos hoy. De nuevo. Seguir viajando.

Lo que atesoraremos para siempre: su llegada a nuestras vidas, tan repentina y generosa, tan sorprendente; su ternura, su tersura, su mirada, sus caricias con el hocico, su insistencia en ponerse sobre los teclados de nuestros ordenadores; su forma desconcertante de fijar la vista en el vacío; su gusto por beber el agua de los vasos descuidados sobre la mesa; su afabilidad al dejarse achuchar por todos; su capacidad de adaptación a las mudanzas, sus ganas de subir a la furgo para ir con nosotros de aventura; lo claros que tenía sus gustos alimentarios. Su partida tan silenciosa…

Voy a escribirlo todo en el recuerdo para colocar una guirnalda de palabras en torno al agujero abierto hoy en mi camino.

Adiós, adiós, espero que ya estés con tu perro amigo. Os queremos mucho.

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