sobre la marcha

Cuarenta y cinco frente a la cuarta pared

 

26 de abril de 2020. Veintiséis de abril de 2020. Veinte y seis y de abril y de 2020.

—Veintiséis de abril de 2020 —pronuncia al despertar con los ojos cerrados.

Porque se puede despertar con el telón de los párpados echado y saber que una ya ha llegado de nuevo al mundo. En realidad nunca se ha ido, o quizá sí. ¿Qué estaba soñando? Algo relacionado con un tigre blanco, un gigantesco felino que no le provocaba miedo, ni sensación de amenaza. Y un gran pastel de chocolate. Soñar con comida y sentir muchísima hambre sin poder comer… ¿Recurrente? No tanto como el mar del que no puede salir o el váter sin puerta, sucio e impracticable, justo cuando tiene muchísimas ganas de hacer pis. Pero esta vez ha sido un tigre.

Al abrir los ojos por fin, lo primero que ve es el níveo techo y la luz de un sol que empieza asomar. Está amaneciendo. Quiere levantarse y mirar por la ventana para contemplarlo, pero ha prometido no ser la primera esta mañana. Porque es su cumpleaños y sus dos hijos quieren darle una sorpresa en el desayuno. Si se levanta y se planta en la cocina para tomar un café sola antes que nadie, como siempre, fastidiará el plan familiar. «Familiar».

—Familia —masculla en voz muy bajita para no despertar a quien la acompaña en la cama—. Familia —repite y acaricia muy suavemente la cabeza del que duerme con profundidad a su lado—. ¿Tú eres mi familia? —le pregunta con un hilo de voz sin esperar respuesta.

Cierra los ojos y el blanco recuerdo visual del techo bajo los párpados, ve la silueta del tigre. Los «cuarenta y cinco» llegan a la zaga de los pasos elegantes del felino, y se lleva una mano al vientre. Se acaricia la carne y hunde las yemas de los cinco dedos en su blandura. «Cuarenta y cinco», y de pronto se recuerda con quince años, cuando llegó a pesar cuarenta y cinco kilos, enferma de anorexia. Entonces decide empezar una lista mental de todos los «cuarenta y cinco» de su vida hasta ahora. Son casi cuarenta y cinco días de confinamiento por la pandemia. La enumeración frena en seco con esa segunda entrada del listado, por detrás de los kilos, aunque con bastante más peso.

Confinamiento. Confina, miento. Mentiría si dijera que este cumpleaños no la confunde un poco. Incierta sombra, qué regalos tan inesperados ha traído esta pandemia a su vida. De pronto, una familia improvisada. Un rompecabezas a todo correr. Cuatro que conviven en la campana de cristal ubicada en un bosque frondoso y apartado de los aplausos de las calles del barrio donde vive habitualmente sola con sus dos hijos. El cuerpo dormido cuyo calor se proyecta sobre su costado mientras piensa, es el traje que viste su amor hace ya casi una década.

Los niños descansan tranquilos, los dos acurrucados en una amplia cama, serenos, entregados, inocentes, protegidos de la incierta sombra. Tanto que hoy es más importante el cumpleaños de su madre que la posibilidad autorizada oficialmente de salir al exterior. Y él también descansa, aunque quizás no tan sereno, sí acurrucado junto a ella. Ella vuelve a acariciarle el pelo con ternura.

—¿Cómo te lo ibas a imaginar? —le pregunta—. Sin esperarlo, una familia en tu casa de hombre solo. Gracias.

Entonces él sonríe tímidamente, mejor dicho, dormidamente. Ella no quiere despertarlo, pero no puede reprimirse y le apretuja una mano bajo el nórdico. La incierta sombra empieza a desvanecerse. «Cuarenta y cinco en cuarentena. Y juntos. Los cuatro.» Ahora es ella la que esboza una sonrisa, y el tigre blanco deja de dar vueltas por sus sueños para instalarse ante sus ojos.

Su madre la parió hace cuarenta y cinco años. Ella ya ha parido a dos hijos. Junto al felino ve el bello rostro sonriente de su madre a esa misma edad. Y el de su valiente padrastro que tenía cuarenta y cinco cuando se atrevió a ser su padre de repuesto. La lista del tigre blanco va engordando, más que los kilos.

Cuarenta cinco páginas tenía el primer borrador del manuscrito de su novela el día que fue a la copistería a imprimirlo. Y hubo cuatro borradores más desde aquella semilla de papel. Hace ya cinco años, y ya tiene el libro. «Pues otro 4+5 para la lista.»

Se oyen pasitos y risas nerviosas por detrás de la puerta. Los niños han despertado.

Los parió ella y parió su novela. Niños, novela, familia, amor, bosque, el cuerpo dormido y desnudo junto al suyo… Al final, la incierta sombra, los cuarenta y cinco años que despiertan a este día veintiséis de abril de 2020 componen una audiencia sentada frente a ella. Y parece que están esperando a que empiece la función o a que continúe hasta el siguiente acto.

—Los niños han despertado —le dice a él pegándole los labios a la oreja. Lo remata con un suave mordisco.

—Mmm…

—Creo que te esperan para la sorpresa

—Sí… sí… Tú quieta, no te muevas.

—Me haré la dormida.

Cierra los ojos y encuentra al tigre esperándola. Se tapa la cara con el nórdico y disfruta de ese calor de efecto invernadero irradiado por su cuerpo bajo la ropa de cama. Al final, una vez más, no necesita fingir. Vuelve a dormirse arrullada por el trajín de cacharros, grititos nerviosos y risas, banda sonora amortiguada tras la puerta cerrada del dormitorio. Cuando la abra y salga a escena, la vida estará sentada en primera fila, acariciando con una mano huesuda y elegante el pelaje nevado del tigre, ávida de ver cómo cambia la obra en este nuevo pase. Porque a ella le va la improvisación y tiene por costumbre meter mano al texto original.

 

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Sant Jordi confinado o llueve sobre mojado

Sant Jordi, 2020.

—Jo, qué bajón, Sant Jordi confinado. Me cuesta levantarme —le digo a mi mente todavía en la cama.

—No, te quejes, estás viva y sana. Arriba ese ánimo —responde ella con ese positivismo tan suyo que a veces me saca de quicio.

—Ya, pero es que Sant Jordi es mi fiesta, MI FIESTA.

—Sant Jordi es la fiesta del libro.

—Por eso, porque es el día en que a todo el mundo parece importarle muchísimo lo que hacemos los que nos dedicamos a esto de los libros.

—Sabes que es postureo. Muchos los compran y ni los leen.

—Bueno, sí, lo que tú digas. Pero al menos compran libros y los regalan para hacer felices a otras personas.

—Qué ingenua eres, copón.

—Y tú, qué aguafiestas. Sant Jordi es, además, el chupinazo para los fastos de mi cumple. Ya lo sabes. Tres días antes y celebrándolo sin parar hasta la gran fiesta. Todo empezaba hoy con un larguísimo paseo por Barcelona. Nos pasábamos al menos media hora en cada puesto, preguntando sin parar a los editores, libreros y escritores.

—Eso también lo puedes hacer ahora. Habla sobre editores, libreros y escritores en redes sociales.

—No es lo mismo, y lo sabes.

—¿Por?

—Anda deja que siga recordando. Quedar el día de Sant Jordi era complicado, pero despiporrante. Nos citábamos con un montón de gente a una hora concreta en una esquina concreta, en un puesto concreto, y siempre nos perdíamos para luego reencontrarnos. Luego parábamos para tomar el vermú y unas tapas. Todos hablábamos de libros, de librerías, chismorreábamos sobre los autores a los que habíamos visto e incluso saludado. Un año vi a Mario Vaquerizo firmando para una cola interminable de «lectores» junto a… a… Ni siquiera me acuerdo, pero era una autora «de verdad» y estaba más sola que la una. Qué pena y qué risa también, lo confieso.

»Y seguíamos nuestro paseo, hojeando, hablando, leyendo, fotografiando…

—¿Y te gustaba siempre?

—Siempre, siempre, siempre.

—¿No era que detestabas las aglomeraciones?

—Ese día, mágicamente, llevaba una capa invisible antiagobios.

—¿Y no será que lo estás idealizando?

—No… bueno… No… Sí, un pelín.

—¿Y el año que estuviste firmando tu traducción de Shanti y el mandala mágico?

Detecto que mi mente quiere alegrarme a base de lisonjas.

—¡Oohhh, sí, con Fernando Teixeira! Ese año fue maravilloso. Me sentí tan bien, tan arropada por mi autor… ¡Una traductora firmando en Sant Jordi! Inaudito, que lo sepas. Qué grande, Fernando. Lo añoro…

—Lo sé, lo sé. Recuerda que soy tu mente. Ese año te pusiste las botas celebrándolo.

—Jo, sí, primero con Fernando y luego con Carmen y Mireia. Menuda turca nos pillamos… Ah, eso me lleva a otro momento involvidable de todos los Sant Jordis. Nuestro acto de visibilización de ACE Traductores. En los Jardines de Rubió i Lluch, en la calle Hospital. En ese maravilloso patio, con todos nuestros colegas jóvenes, escuchándolos leer traducciones ante el asombro de los turistas, bajo la batuta de Juan Gabriel López Guix.

—Bueno sí, sí, pero… ¿Y cuando serviais un piscolabis?

—Jo, sí, ¿te acuerdas? De pronto, en cuanto salía el cava y las patatas fritas, emergían un montón de admiradores espontáneos de la traducción literaria. Qué día tan grande, qué día…

—Insisto, creo que lo idealizas. La gente prefiere cava y patatilla gratis a interesarse por los traductores o los autores. Les importáis muy poco. Ya sabes que los libros no venden, que la cultura vale cada vez menos y que todo lo que no sea audiovisual está a punto de desaparecer.

—Anda, calla un poco. ¿Sabes qué? Que no pienso creerme todo lo que dices.

—Tú misma, guapa. Yo sigo aquí.

—Y yo sigo evocando mis Sant Jordis favoritos…

—Yo sé cuál es el que te gusta más.

—Son muchos. ¿El primero? ¿Cuándo me presenté a ese concurso de relato infantil y lo gané?

—No, no, ese no. El Sant Jordi que pasaste sin visitar un solo puesto de libros es tu favorito. No viste ni un solo libro. Ni-uno.

—¡Calla!

—Ja, ja, ¡te pilllé!

—Lo confieso. Quedamos Luis y yo por la mañana con Joan Bentallé y Carlos Be, pensando que tomaríamos un café con tarta…

—Sí, ¡tarta! —exclama mi mente golosa.

—… y que luego empezaríamos el paseo entre libros y…

—Y el café se convirtió en una cerveza y esa primera en una segunda y esa segunda…

—Jajajajajaja. Sí, ¡menuda taja! —reconozco yo—. Cada treinta minutos (de las primeras dos horas) repetíamos: «Tendríamos que ir a ver libros». Hasta que dejamos de decirlo y nos entregamos a las calles sin puestos libreros, pero con muchos bares.

—Ese día yo, tu mente, me lo pasé pipa. Hablamos mucho, mucho, de libros, de teatro, de política, de amigos, de chismorreos tontos, de cotilleos, de sexo… Hasta que ya no podíamos hablar. ¿Recuerdas que, yendo ya muy pedo, robamos unas mantas en un bar de hipsters?

—No. No recuerdo nada. Na-da.

—Vale. Lo que tú digas. Una palabra para ti: karma.

—Ese día ha sido de los mejores de mi vida. Es un tesoro. Gracias por protegerlo, mente. A veces eres maja y todo.

—Es lo que tengo, soy tu personalidad de mente. «Tu personalidad de-mente», ¿lo pillas?, ¿lo pillas?

—Qué graciosa. Bueno, pues nada. Habrá que levantarse.

—¿Escribirás algo sobre Sant Jordi en las redes? ¿Sobre tu afición a beber justo ese día? ¿No será para olvidar la situación del libro?

—Buf, no sé. Debería, ¿no?

—Yo qué sé. A mí déjame en paz. Suficiente curro tengo ya con pensar cómo vamos a llegar a fin de mes. Con este oficio tuyo, está chungo.

—Anda, no seas tan llorica. Vamos a levantarnos. Al fin y al cabo, hoy es Sant Jordi, ¿no?

—Sí, eso parece. Anda, mira, ¡está lloviendo!

—Pues mejor me lo pones. Con esta lluvia, da menos pereza quedarse sin paseo por Barcelona. Los puestos no estarían tan llenos, los libros podrían empaparse…

—Sant Jordi sería papel mojado.

—Qué ocurrente eres.

—Una ocurrencia de mente. ¿Lo pillas?, ¿lo pillas?

—Qué graciosa. Bueno, pues nada. Habrá que levantarse.

Al final, mi mente y yo nos levantamos. Al salir de la habitación, me encuentro una rosa sobre la mesa del comedor. Ya son ocho años. Ocho rosas y ocho libros. Hay alguien a quien sí le importa mi trabajo de letraherida. Y eso me toca el corazón. Se ponga mi mente como se ponga, hoy es Sant Jordi, y es mi día.

Gracias, feliz día del Libro, amigos.

 

 

 

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