re-presentaciones

Volver a empezar o cómo seguir adelante

Libros, diarios, cuadernos, papeles de periódico, páginas de tebeos… Desde que tengo uso de razón han sido mi alimento. Han pasado muchos días y, sumados, años y décadas, y continúo comiendo letras. La realidad es que me dan de comer, así que, literal y literariamente, las pabras SON MI ALIMENTO.

A muchos les parece que mi dormitorio es una cueva asfixiante, puesto que los libros y manuscritos (propios y antiguos originales de traducciones y guiones cinematográficos que también he traducido) invaden hasta el último rincón. Acumulan polvo, pero también historias.

En esta imagen, captada por mi madre, mi hermano y yo descansamos entre líneas. Hacía poco que nos habíamos reencontrado, pero a mí se me ve encantada de la vida, porque lo estaba, apoyando la cabeza en una pequeña pila de volúmenes. Ahora lo pienso bien y la relación que entablé con la página impresa, desde el principio, es muy parecida al enamoramiento a primera vista. No sabía leer, no sabía escribir, pero las palabras supieron cautivarme. Ni siquiera las ilustraciones de algunos libros, que también, sino las letras. Añado que esas formas ininteligibles se desordenaban a menudo: cada letra se colocaba en un sitio distinto dentro de mi cabeza infantil y creaba una nueva silueta. Yo ponía el dedo sobre una y, como una fila de hormigas desperdigadas, las demás corrían a situarse en una posición imposible. Tal vez por eso me gustaron también los idiomas desde que supe que había miles que aprender.

Todo esto para contaros que, como escritora, traductora y profesora, reabro este diario digital con la ilusión renovada de llegar a alguien. Con la intención de que mis palabras, en orden o desordenadas, ocupen por un instante el espacio que dedicamos a investigar en la vida de los otros. Con esa curiosidad imparable que nos mueve y que, como las letras hormigueantes, nos lleva a la sorpresa.

La vida, la vida y sus tiempos contados, es mi aliciente y no mi excusa. Las notas que tengo manuscritas se complementan con estas otras, que tecleo mientras suena de fondo el paso de los días, la construcción de un sueño.

Ya os iré contando.

Gracias por volver a leer, hacerlo por vez primera o decidir hacerlo en otras líneas.

Que seamos muy felices.

Anuncio publicitario
Estándar
sobre la marcha

Cuarenta y cinco frente a la cuarta pared

 

26 de abril de 2020. Veintiséis de abril de 2020. Veinte y seis y de abril y de 2020.

—Veintiséis de abril de 2020 —pronuncia al despertar con los ojos cerrados.

Porque se puede despertar con el telón de los párpados echado y saber que una ya ha llegado de nuevo al mundo. En realidad nunca se ha ido, o quizá sí. ¿Qué estaba soñando? Algo relacionado con un tigre blanco, un gigantesco felino que no le provocaba miedo, ni sensación de amenaza. Y un gran pastel de chocolate. Soñar con comida y sentir muchísima hambre sin poder comer… ¿Recurrente? No tanto como el mar del que no puede salir o el váter sin puerta, sucio e impracticable, justo cuando tiene muchísimas ganas de hacer pis. Pero esta vez ha sido un tigre.

Al abrir los ojos por fin, lo primero que ve es el níveo techo y la luz de un sol que empieza asomar. Está amaneciendo. Quiere levantarse y mirar por la ventana para contemplarlo, pero ha prometido no ser la primera esta mañana. Porque es su cumpleaños y sus dos hijos quieren darle una sorpresa en el desayuno. Si se levanta y se planta en la cocina para tomar un café sola antes que nadie, como siempre, fastidiará el plan familiar. «Familiar».

—Familia —masculla en voz muy bajita para no despertar a quien la acompaña en la cama—. Familia —repite y acaricia muy suavemente la cabeza del que duerme con profundidad a su lado—. ¿Tú eres mi familia? —le pregunta con un hilo de voz sin esperar respuesta.

Cierra los ojos y el blanco recuerdo visual del techo bajo los párpados, ve la silueta del tigre. Los «cuarenta y cinco» llegan a la zaga de los pasos elegantes del felino, y se lleva una mano al vientre. Se acaricia la carne y hunde las yemas de los cinco dedos en su blandura. «Cuarenta y cinco», y de pronto se recuerda con quince años, cuando llegó a pesar cuarenta y cinco kilos, enferma de anorexia. Entonces decide empezar una lista mental de todos los «cuarenta y cinco» de su vida hasta ahora. Son casi cuarenta y cinco días de confinamiento por la pandemia. La enumeración frena en seco con esa segunda entrada del listado, por detrás de los kilos, aunque con bastante más peso.

Confinamiento. Confina, miento. Mentiría si dijera que este cumpleaños no la confunde un poco. Incierta sombra, qué regalos tan inesperados ha traído esta pandemia a su vida. De pronto, una familia improvisada. Un rompecabezas a todo correr. Cuatro que conviven en la campana de cristal ubicada en un bosque frondoso y apartado de los aplausos de las calles del barrio donde vive habitualmente sola con sus dos hijos. El cuerpo dormido cuyo calor se proyecta sobre su costado mientras piensa, es el traje que viste su amor hace ya casi una década.

Los niños descansan tranquilos, los dos acurrucados en una amplia cama, serenos, entregados, inocentes, protegidos de la incierta sombra. Tanto que hoy es más importante el cumpleaños de su madre que la posibilidad autorizada oficialmente de salir al exterior. Y él también descansa, aunque quizás no tan sereno, sí acurrucado junto a ella. Ella vuelve a acariciarle el pelo con ternura.

—¿Cómo te lo ibas a imaginar? —le pregunta—. Sin esperarlo, una familia en tu casa de hombre solo. Gracias.

Entonces él sonríe tímidamente, mejor dicho, dormidamente. Ella no quiere despertarlo, pero no puede reprimirse y le apretuja una mano bajo el nórdico. La incierta sombra empieza a desvanecerse. «Cuarenta y cinco en cuarentena. Y juntos. Los cuatro.» Ahora es ella la que esboza una sonrisa, y el tigre blanco deja de dar vueltas por sus sueños para instalarse ante sus ojos.

Su madre la parió hace cuarenta y cinco años. Ella ya ha parido a dos hijos. Junto al felino ve el bello rostro sonriente de su madre a esa misma edad. Y el de su valiente padrastro que tenía cuarenta y cinco cuando se atrevió a ser su padre de repuesto. La lista del tigre blanco va engordando, más que los kilos.

Cuarenta cinco páginas tenía el primer borrador del manuscrito de su novela el día que fue a la copistería a imprimirlo. Y hubo cuatro borradores más desde aquella semilla de papel. Hace ya cinco años, y ya tiene el libro. «Pues otro 4+5 para la lista.»

Se oyen pasitos y risas nerviosas por detrás de la puerta. Los niños han despertado.

Los parió ella y parió su novela. Niños, novela, familia, amor, bosque, el cuerpo dormido y desnudo junto al suyo… Al final, la incierta sombra, los cuarenta y cinco años que despiertan a este día veintiséis de abril de 2020 componen una audiencia sentada frente a ella. Y parece que están esperando a que empiece la función o a que continúe hasta el siguiente acto.

—Los niños han despertado —le dice a él pegándole los labios a la oreja. Lo remata con un suave mordisco.

—Mmm…

—Creo que te esperan para la sorpresa

—Sí… sí… Tú quieta, no te muevas.

—Me haré la dormida.

Cierra los ojos y encuentra al tigre esperándola. Se tapa la cara con el nórdico y disfruta de ese calor de efecto invernadero irradiado por su cuerpo bajo la ropa de cama. Al final, una vez más, no necesita fingir. Vuelve a dormirse arrullada por el trajín de cacharros, grititos nerviosos y risas, banda sonora amortiguada tras la puerta cerrada del dormitorio. Cuando la abra y salga a escena, la vida estará sentada en primera fila, acariciando con una mano huesuda y elegante el pelaje nevado del tigre, ávida de ver cómo cambia la obra en este nuevo pase. Porque a ella le va la improvisación y tiene por costumbre meter mano al texto original.

 

Estándar
Uncategorized

Sant Jordi confinado o llueve sobre mojado

Sant Jordi, 2020.

—Jo, qué bajón, Sant Jordi confinado. Me cuesta levantarme —le digo a mi mente todavía en la cama.

—No, te quejes, estás viva y sana. Arriba ese ánimo —responde ella con ese positivismo tan suyo que a veces me saca de quicio.

—Ya, pero es que Sant Jordi es mi fiesta, MI FIESTA.

—Sant Jordi es la fiesta del libro.

—Por eso, porque es el día en que a todo el mundo parece importarle muchísimo lo que hacemos los que nos dedicamos a esto de los libros.

—Sabes que es postureo. Muchos los compran y ni los leen.

—Bueno, sí, lo que tú digas. Pero al menos compran libros y los regalan para hacer felices a otras personas.

—Qué ingenua eres, copón.

—Y tú, qué aguafiestas. Sant Jordi es, además, el chupinazo para los fastos de mi cumple. Ya lo sabes. Tres días antes y celebrándolo sin parar hasta la gran fiesta. Todo empezaba hoy con un larguísimo paseo por Barcelona. Nos pasábamos al menos media hora en cada puesto, preguntando sin parar a los editores, libreros y escritores.

—Eso también lo puedes hacer ahora. Habla sobre editores, libreros y escritores en redes sociales.

—No es lo mismo, y lo sabes.

—¿Por?

—Anda deja que siga recordando. Quedar el día de Sant Jordi era complicado, pero despiporrante. Nos citábamos con un montón de gente a una hora concreta en una esquina concreta, en un puesto concreto, y siempre nos perdíamos para luego reencontrarnos. Luego parábamos para tomar el vermú y unas tapas. Todos hablábamos de libros, de librerías, chismorreábamos sobre los autores a los que habíamos visto e incluso saludado. Un año vi a Mario Vaquerizo firmando para una cola interminable de «lectores» junto a… a… Ni siquiera me acuerdo, pero era una autora «de verdad» y estaba más sola que la una. Qué pena y qué risa también, lo confieso.

»Y seguíamos nuestro paseo, hojeando, hablando, leyendo, fotografiando…

—¿Y te gustaba siempre?

—Siempre, siempre, siempre.

—¿No era que detestabas las aglomeraciones?

—Ese día, mágicamente, llevaba una capa invisible antiagobios.

—¿Y no será que lo estás idealizando?

—No… bueno… No… Sí, un pelín.

—¿Y el año que estuviste firmando tu traducción de Shanti y el mandala mágico?

Detecto que mi mente quiere alegrarme a base de lisonjas.

—¡Oohhh, sí, con Fernando Teixeira! Ese año fue maravilloso. Me sentí tan bien, tan arropada por mi autor… ¡Una traductora firmando en Sant Jordi! Inaudito, que lo sepas. Qué grande, Fernando. Lo añoro…

—Lo sé, lo sé. Recuerda que soy tu mente. Ese año te pusiste las botas celebrándolo.

—Jo, sí, primero con Fernando y luego con Carmen y Mireia. Menuda turca nos pillamos… Ah, eso me lleva a otro momento involvidable de todos los Sant Jordis. Nuestro acto de visibilización de ACE Traductores. En los Jardines de Rubió i Lluch, en la calle Hospital. En ese maravilloso patio, con todos nuestros colegas jóvenes, escuchándolos leer traducciones ante el asombro de los turistas, bajo la batuta de Juan Gabriel López Guix.

—Bueno sí, sí, pero… ¿Y cuando serviais un piscolabis?

—Jo, sí, ¿te acuerdas? De pronto, en cuanto salía el cava y las patatas fritas, emergían un montón de admiradores espontáneos de la traducción literaria. Qué día tan grande, qué día…

—Insisto, creo que lo idealizas. La gente prefiere cava y patatilla gratis a interesarse por los traductores o los autores. Les importáis muy poco. Ya sabes que los libros no venden, que la cultura vale cada vez menos y que todo lo que no sea audiovisual está a punto de desaparecer.

—Anda, calla un poco. ¿Sabes qué? Que no pienso creerme todo lo que dices.

—Tú misma, guapa. Yo sigo aquí.

—Y yo sigo evocando mis Sant Jordis favoritos…

—Yo sé cuál es el que te gusta más.

—Son muchos. ¿El primero? ¿Cuándo me presenté a ese concurso de relato infantil y lo gané?

—No, no, ese no. El Sant Jordi que pasaste sin visitar un solo puesto de libros es tu favorito. No viste ni un solo libro. Ni-uno.

—¡Calla!

—Ja, ja, ¡te pilllé!

—Lo confieso. Quedamos Luis y yo por la mañana con Joan Bentallé y Carlos Be, pensando que tomaríamos un café con tarta…

—Sí, ¡tarta! —exclama mi mente golosa.

—… y que luego empezaríamos el paseo entre libros y…

—Y el café se convirtió en una cerveza y esa primera en una segunda y esa segunda…

—Jajajajajaja. Sí, ¡menuda taja! —reconozco yo—. Cada treinta minutos (de las primeras dos horas) repetíamos: «Tendríamos que ir a ver libros». Hasta que dejamos de decirlo y nos entregamos a las calles sin puestos libreros, pero con muchos bares.

—Ese día yo, tu mente, me lo pasé pipa. Hablamos mucho, mucho, de libros, de teatro, de política, de amigos, de chismorreos tontos, de cotilleos, de sexo… Hasta que ya no podíamos hablar. ¿Recuerdas que, yendo ya muy pedo, robamos unas mantas en un bar de hipsters?

—No. No recuerdo nada. Na-da.

—Vale. Lo que tú digas. Una palabra para ti: karma.

—Ese día ha sido de los mejores de mi vida. Es un tesoro. Gracias por protegerlo, mente. A veces eres maja y todo.

—Es lo que tengo, soy tu personalidad de mente. «Tu personalidad de-mente», ¿lo pillas?, ¿lo pillas?

—Qué graciosa. Bueno, pues nada. Habrá que levantarse.

—¿Escribirás algo sobre Sant Jordi en las redes? ¿Sobre tu afición a beber justo ese día? ¿No será para olvidar la situación del libro?

—Buf, no sé. Debería, ¿no?

—Yo qué sé. A mí déjame en paz. Suficiente curro tengo ya con pensar cómo vamos a llegar a fin de mes. Con este oficio tuyo, está chungo.

—Anda, no seas tan llorica. Vamos a levantarnos. Al fin y al cabo, hoy es Sant Jordi, ¿no?

—Sí, eso parece. Anda, mira, ¡está lloviendo!

—Pues mejor me lo pones. Con esta lluvia, da menos pereza quedarse sin paseo por Barcelona. Los puestos no estarían tan llenos, los libros podrían empaparse…

—Sant Jordi sería papel mojado.

—Qué ocurrente eres.

—Una ocurrencia de mente. ¿Lo pillas?, ¿lo pillas?

—Qué graciosa. Bueno, pues nada. Habrá que levantarse.

Al final, mi mente y yo nos levantamos. Al salir de la habitación, me encuentro una rosa sobre la mesa del comedor. Ya son ocho años. Ocho rosas y ocho libros. Hay alguien a quien sí le importa mi trabajo de letraherida. Y eso me toca el corazón. Se ponga mi mente como se ponga, hoy es Sant Jordi, y es mi día.

Gracias, feliz día del Libro, amigos.

 

 

 

Estándar
los protegidos, Uncategorized

Vivir

ls_140707_006

Foto: Luis Salinas.

«Contiene cierta magia porque se mueve. Los ríos nunca están estancados. Cuando lo de mi padre acababa de ocurrir…», fragmento de mis escritos, que él siempre revisaba.

Se ha ido. Hace meses que estaba mal. Ayer sucedió algo y supimos que ya no podíamos esperar más. Él no conocía el mañana (ni nosotros), quizá sí sentía lo que habían sido los días hasta el momento en que se encontraba. Todos los mimos, las carantoñas, los maullidos que nos regalaba… Era calor y acogimiento; se posaba sobre mi vientre cuando más necesitaba ese peso reconfortante sobre el dolor que a veces me aqueja.

No se separó de S. hasta el final.

Desde que su perro amigo se marchó, él cambió. O tal vez no fuera un cambio, sino una liberación de lo que había aguantado hasta ese instante. El veterinario nos dijo que el estrés de la enfermedad del otro hace que los felinos contengan su propio malestar. Una vez que esa compañía desaparece, la dolencia aflora con toda su potencia. Y eso ocurrió.

Pasó de ser un gato que subía a cualquier superficie y se te plantaba en la cabeza en plena noche (de forma que creías llevar peluca), a arrastrarse cada vez más despacio por la vida. No queríamos verlo sufrir, no queríamos aumentar su dolor por no dejarlo marchar.

Ayer sucedió.

Esperamos la llegada del veterinario acurrucados junto a él en el sofá, arropándolo, acariciándolo, despidiéndonos… En silencio, hablando de vez en cuando con él, dándole las gracias. Y esperando. Su cuerpo respiraba muy despacio, él ni siquiera maullaba, movía una patita y se quedaba quieto. Yo deseé que se marchara antes de la llegada del médico, pero los gatos son muy resistentes, muy fuertes, muy increíbles. Y esperamos.

Entonces recordé las horas previas al nacimiento de mis dos hijos.

Los que esperan la vida tampoco saben muy bien qué hacer. Va a producirse un cambio trascendental, la aparición de un nuevo ser y no hay preparación posible para la sensación que se aproxima, entre una metamorfosis de tal magnitud que la atmósfera se carga de desorientación y asombro. Mi cuerpo de madre parece ser el único que sabe qué ocurrirá y lanza sus señales inequívocas. Mientras, los que observan buscan algo en qué ocupar el tiempo de espera.

Cuando aguardas la muerte y no eres tú quien ha de marchar, tampoco sabes cómo llenar ese vacío que se aproxima. Empiezo a entender ahora que no hay que ocuparlo. Ese hueco físico que dejará quien da el paso de desaparecer de este mundo existirá siempre y debo aprender a viajarlo. Forma parte de mi existencia la partida de tantos seres cuya existencia es mucho más efímera de lo imaginariamente previsible.

Nacer. Morir. Vivir.

La llegada de todos cuantos estamos aquí tampoco estuvo garantizada en muchos casos, pero es ya un hecho innegable. Vivimos, pisamos esta Tierra y aquí seguimos, por el momento. Un día, no sabemos cuál, daremos el paso siguiente. Mientras tanto nos toca ir dejando espacio para esos agujeros que van abriendo los que parten antes. Socavones que son parte del recorrido; un tramo del viaje en el que debemos aprender a continuar caminando acompañados de la memoria.

Y eso hacemos hoy. De nuevo. Seguir viajando.

Lo que atesoraremos para siempre: su llegada a nuestras vidas, tan repentina y generosa, tan sorprendente; su ternura, su tersura, su mirada, sus caricias con el hocico, su insistencia en ponerse sobre los teclados de nuestros ordenadores; su forma desconcertante de fijar la vista en el vacío; su gusto por beber el agua de los vasos descuidados sobre la mesa; su afabilidad al dejarse achuchar por todos; su capacidad de adaptación a las mudanzas, sus ganas de subir a la furgo para ir con nosotros de aventura; lo claros que tenía sus gustos alimentarios. Su partida tan silenciosa…

Voy a escribirlo todo en el recuerdo para colocar una guirnalda de palabras en torno al agujero abierto hoy en mi camino.

Adiós, adiós, espero que ya estés con tu perro amigo. Os queremos mucho.

Estándar
Uncategorized

La gran noche en Chez BentaBé

20190101_088

BentaBé

 

«No puedes cambiar todo en una noche, pero una noche puede cambiar todo.» John Updike

La Navidad no me gusta desde que supe que las manos engrasadas de negro de Papá Noel eran las de mi padre, mecánico de coches. Ambos padres se esfumaron al mismo tiempo. La Navidad escuece. Mis hijos la refrescan con su inocencia. Su ilusión me sostenía esos días y su ausencia ha despertado un anhelo que no imaginaba. La necesidad de tribu.

Un 31 de diciembre nació mi madre. Esa misma noche, pero de hace ya 19 años, mi abuela, cuyas cartas recibía semanalmente, decidió que con noventa años ya estaba bien de tanto vivir. El 31 de diciembre es la noche en que rememoro, recupero y reinicio. Este año me he retirado para escribir, no he visitado el hogar familiar ni he estado con mis hijos; necesitaba una tribu auténtica que acompañara esas ausencias.

Y la vida me ha regalado la mejor de las compañías. La Noche Vieja de 2018, las primeras horas de 2019, persistirán en mi memoria como la velada más «goigdivín» de mi existencia. Fuimos invitados a Chez BentaBé y todavía tengo dolor de risa por detrás de las orejas y la mandíbula.

Mi querido y asombroso actor Joan Bentallé, el genial y contestatario dramaturgo Carlos Be, José Luis Miranda, actor y rey del RancioFact (reina indiscutible de Ortega y Pacheco’s Appreciaton Society); Mayte Caballero, actriz de facciones afiladas, ojos de constelación y manos que hablan; Monste Pin, productora ejecutiva de arte, risas y voz profunda; Elena Blanco, simpatía de mirada constante; Ferrán, estupendo observador de palabra justa y acertada; los pequeños Pol y Biel, resistentes, sonrientes, inocentes, presencia transmutada de mis propios hijos; Juanjo, el músico y compositor silencioso, casi en la sombra, pero tan luminoso; Félix, de gesto contenido y sonrisa prolija; mi amado y transparente Luis Salinas, cámara en ristre y una servidora, escritora ávida de capítulos vitales como éste. Todos compusimos en Chez BentaBé un retablo alocado donde no faltó de nada.

Primero llegaron los regalos. No hay fiesta que se precie en Chez BentaBé que no dé comienzo con una entrega de presentes para los invitados. Todos objetos queridos por Joan que pasan directamente de su memoria emocional a las manos de sus amigos. Mi regalo es una maravillosa reliquia de las interpretaciones de Mr. Bentallé: una muñequita rubia, desnuda y de trasero en pompa que otrora formara parte de una diadema que lució el actor en varios momentos estelares de su carrera. Un tesoro. Otros presentes presentes en la mesa: condones (sin estrenar), caramelos, libros, moñequetes de la colección privada de Joan… Un despliegue de memorabilia de valor incalculable. Porque regalar tus recuerdos no tiene precio (Visa Martercard, págame royalties)

 

20190101_005

Foto: Moñeca Estrellita.

Los aperitivos elaborados por los comensales. Muestras comestibles de intencionada viejunez. Todo entre nubes de azúcar salpicadas sobre el mantel.  Tortilla encebollada, tabulé con ikebana de Grissini, jamón del bueno (con el riesgo que implica colocarse el primero en el mostrador de la charcutería a primera hora, el día de Noche Vieja. Joan lo relató, estremecido); la quiche guarrein de una servidora, con exceso de nata y defecto de beicon, sal y ausencia total de explosión en boca; los inevitables huevos rellenos («que te como los huevos», no paraba de decir «alguna»… Vale, era yo), deliciosos, cremosos, un must ovolactovegetariano. Todo bien regado con espirituosos varios para maridar un matrimonio abierto entre la risa, la compulsión por compartir felicidad y la incontinencia de ocurrencias y juegos de palabras, que iban subiendo de tono al tiempo que bajaba el contenido de nuestras copas.

 

Al despliegue de entrantes siguió la maravillosa hamburguesa casera. No podía ser de otra forma. Hace poco cayó una gran lluvia de vacas en la ciudad. Arrasó con las cosechas, pero los cuadrúpedos olvidados en el campo acabaron esta Noche Vieja en nuestro plato. Suculentas, jugosas, con pan del bueno, del caro, de ese que lleva trocitos negros de algo que parecen cucarachas, pero, como es del bueno, seguro que son pasas. Y nuestros anfitriones, Joan y Carlos, no paraban de servirnos, de agasajarnos, de mimarnos. Aun así, consiguieron estar sentados a la mesa, en un juego malabar increíble de presencia, cocina y atención a los comensales. Aprendan ustedes, ricachones con servicio doméstico.

hamburguesas

Foto: Juanjo y las Vacas.

Y llegaron los postres… La tarta de Pezones de Pitufo (término que ya ha entrado en la Enciclopedia de cocina cerda), ese engendro azul, hijo de Pie (léase «pai» y no se piense en juanetes) de limón y el colorante Hacendado, esa masa amorfa y húmeda que, a la postre (ji, ji), no estaba tan mala.

tarta pezones blanco y negro

Foto: Tarta de Pezones, Madre Reina del Engendro y Pacheco’s King.

El colofón perfecto para una cena que ya quisiera DiverXo fue el flan casero de José Luis Miranda, él mismo aseguró: «Es el que mejor me ha salido en toda mi historia flanera», con gesto solemne y lágrimas a punto de brotar. La nuestra sí que fue una cena DÍVERCHOU. Cómeme el merengue, Dabiz Muñozzz.

flanazo

Foto: Miranda, soy tu flan más absoluto.

 

Como en las mejores Noches Viejas, hubo votación sobre cómo ver la retransmisión de las campanadas. «Radio Nacional», clamaban los más rancios, «La Pedroche», gritábamos las más morbosas… «¿Oye, y eso en que canal es?». «¡El Sálvame, el Sálvame!». Y, claro, también como en las mejores fiestas, casi nos dan las uvas decidiendo cómo comerlas… Salieron los encantadores caramelos de papel de aluminio rellenos de verdes granos. Un clásico imperdible, una oda  a los mejores descubrimientos de la aeronáutica espacial. Claro, los más refinados empezaron a despellejar uvas; los más reflexivos seguimos despellejando a la Pedroche. Hubo quien quitó hasta las pepitas. Yo, la pepita, me la dejé puesta. Al final sólo recuerdo mucha risas con sabor a uva, muchos besos y abrazos de auténtica felicidad por compartir el comienzo de un año más con personas igual de auténticas.

miranda y papel plataviendo las uvas

Lo mejor de la noche estaba todavía por llegar. La invitación, en el fondo, era un regalo envenenado. La tribu de la farándula exige un elevado precio a cambio de tanto amor. Debíamos preparar un playback para el primer certamen de «Pleivaqueras de Mierda». Los artistas: la familia Blanco, emulando a Queen, con Elena en el papel de una moderna Nina Hagen (Daaz) en sustitución de Freddy Mercury, Pol y Biel a las guitarras y Ferrán al bajo. Todos con pelucas, mallas y nada de vergüenza.

 

nina hagen luis

Foto: Helena Hagen-Mercury y Miranda Warning.

Mayte Caballero encarnando a un ya legendario Miguel Bosé como Femme Letal, con José Luis Miranda y Joan de chulazos del coro: puro glamur y proxenetismo de cabaré de bajura al son de Un año de amor.

miguel bosé

Captura de pantalla: Mayte Caballero y los chulazos.

Ariana Enana (Joan) y Demi Lovaza (Miranda), con mallas doradas, alitas de Victoria’s Secret del chino y pelazo azul unicornio, nos deleitaron con su Solo, Solo. Para no echar gota.

20190101_055

Foto: Demi Lovaza y Ariana Enana, en el Pleivaqueras de Mierda, First Edition.

img-20190101-wa0060

Foto: «Hijas de Poo Poo», by Miranda’s.

Fotógrafo y escritora homenajeamos a los reyes del subnopop, Ojete Calor, y su temazo Corre Sarah Connor. Luis sustituyó la cámara por el pánico y se convirtió en Sarah Connor, yo sustituí mis cuadernos por la dureza metálica y me enfundé la acerada piel de Terminator. Una parejilla curiosa.

Captura de pantalla. Secuencia de Supera(c)ción entre fotógrafo y escritora. Corre Sarahn Connor.

 

Quedaron patentes dos verdades: los actores y actrices son insustituibles y los aficionados somos muy patéticograciosos.

Tanto despiporre acabó con los pequeños descansando plácidamente sobre la cama del dormitorio principal entre pelucas, tutús, bolsos y abrigos, como dos preciosos objetos más, pero infinitamente más enternecedores. Empezó el baile de altura, el copeteo intenso y las conversaciones profundas. Y nos dieron las dos y las tres y las cuatro… La familia fue la primera en marcharse; los niños habían cumplido con creces y resistido como jabatos. Poco a poco nos fuimos despidiendo. Los anfitriones estuvieron atentos a que nadie olvidara nada. Pero todos nos dejamos algo en Chez Bentabé.

20190101_121

Foto: Dancing Queens, Miranda y la fabulosa Mayte Caballero

La Noche Vieja de 2018, las primeras horas de 2019, nos dejamos, en Chez BentaBé, la estela imborrable de lo que supone pasar esas veladas especiales con personas queridas, con tribus escogidas. Nos dejamos muchas risas y risotadas, en Chez BentaBé. Olvidamos las nostalgias y apagamos las preocupaciones, nos dejamos allí lo bueno, pero nos llevamos lo mejor. Ah, y yo me dejé el cargador del móvil.

20190101_086

Foto: La «goigdivín», con Joan Bentallé, Carlos Be, Montse Pin y señora rara.

 

Actrices, actores, escritoras, productoras, luchadoras, combatientes de la vida, generosos, dadivosas, tapeo viejuno, tartas surrealistas. Personas de verdad… Una Noche Vieja más nueva que ninguna.

Os deseo un año entero lleno de días con alguna gran noche en  Chez BentaBé. Os deseo la sinceridad de las grandes noches con gusto a eternidad. Os deseo feliz 2019.

 

Todas las imágenes han sido cedidas amablemente por Luis Salinas (blanco y negro; él no, sus fotos) y José Luis Miranda (artista del postureo y la edición fotográfica). 

Hay una imágenes preciosas de Pol y Biel, los más jóvenes de la fiesta, pero son demasiado inocentes para caer en las enmarañadas redes sociales y que se los quede el señor Internet.

Estándar
la cuarta pared

(h)elarte de llover, con Be

 

LLUEVEN VACAS . BAJA . Ricardo De Alvaro 19.11.2018 05999llueven vacasFotografía: #RicardodeÁlvaro. Carol Verano (Coral) y Lidia Navarro (Margarita)

Joan Bentallé (Fernando) y Carol Verano.

 

 

6:00 de la mañana, domingo. Se oye una tos de mujer. Él y Ella, en la cama. La misma.

 

Él: Deja de hacer ruido ya, joder.

Ella: Estoy tosiendo.

Él: Que te calles ya, coño.

6:30 de la mañana, otro domingo, en la misma cama.

 

Él: ¿Dejarás de moverte alguna vez en tu vida?

Ella: Es que me encuentro mal.

Él: Qué pesada eres.

 

6:45 de esta misma mañana, jueves 6 de diciembre, festivo. En la cama. La mía. Él y Ella también están en la cama, la suya. Esta vez pego la oreja a la pared. Él y Ella hablan. No, habla Él. Ella murmura con tono de disculpa. Me han despertado y me acosté muy tarde; después de anoche, no pienso volver a probar las ostras, ni el conejo. Llueven vacas en mi estómago desde que estuve ayer en la sala Versus Glòries.

La pared está helada, pero no despego la oreja.

 

Él: ¿Ya estás despierta, joder?

Ella: No, estoy dormida.

Él: claro, y ahora querrás que me levante.

Ella (más alto): que no, que estoy dormida.

 

Me aparto, me incorporo sentada en el colchón, a duras penas; me apoyo con una mano sobre el cabezal y con el pulpejo de la otra aporreo con fuerza la pared. ¡Pom, pom, pom! Mientras escribo esto, todavía me duele la muñeca.

Silencio…

Él: ¿Qué haces?

Ella: Yo no he hecho nada.

Él: ¿Qué han sido esos golpes? «Toc. Toc. Toc»

Yo pienso: «Gilipollas, ha sido «Pom, pom, pom». Sordo de mierda».

 

Ella: No lo he oído.

Él: Anda ya. Si ha sido ahora mismo.

Ella: No sé. Yo no oigo nada.

 

Y Él se calla. Ella también, pero eso es lo habitual.

Fin del primer acto, que se repite en bucle.

 

He tardado demasiado en aporrear la pared. Lo sé. Puede pareceros una tontería, una cobardía, incluso. Pero hasta ahora he tenido miedo. ¿De qué? La habitación de Él y Ella se encuentra pegada a la mía, posiblemente en el edificio de al lado. En el bloque mastodóntico pegado al mío, calculo que en la misma planta que mi piso, aunque es difícil adivinar en qué puerta… He dudado muchas veces, he pensado «A lo mejor no es lo que parece. A lo mejor me estoy metiendo donde no me llaman. A lo mejor están pasando una crisis. A lo mejor no te incumbe.» Demasiadas dudas, Demasiadas veces he callado.

Sin embargo hoy, tras mis golpes en la pared y el silencio que los ha seguido, he hecho memoria. Hace ya tiempo que la oigo con esa voz apagada de la persona asustada; la he oído hablar gimoteando en alguna ocasión, él jamás gimotea, él siempre grita, insulta, humilla. Ella calla, se disculpa. Tose y se disculpa. Se mueve y se disculpa. Respira y se disculpa. Oye unos golpes y prefiere negarlo por miedo a las consecuencias.

Y Él… ¿Tres golpes en la pared y se calla? Yo creía que si me atrevía a levantar la voz, Ella sufriría. Sí. De eso tenía miedo. De intervenir y provocar que la locura se encendiera más. Es decir, yo ya sabía que en ese dormitorio que no sé situar en el mapa vertical de pisos idénticos ocurre algo que no debería suceder. Sé que hay una guerra en marcha y que las armas de destrucción emotiva están convirtiendo los dormitorios del apartamento en «cuartos mortales».*

¿Y por qué hoy sí he aporreado el muro aunque no pueda derribarlo? Respuesta: Llueven vacas, de Carlos Be. Añadiré poco a lo ya escrito. No quiero que perdáis la oportunidad de reaccionar por primera vez ante la realidad de la que podréis disfrutar viendo la obra. Sí, he dicho DISFRUTAR. Porque las palabras de Carlos Be siempre te llevan a sentir, desde las tripas, la completa variedad de emociones que sabías que existían, pero que al ser zarandeadas por el arte, afloran a la mismísima superficie. Y eso es disfrutar, sentirse vivo.

Joan Bentallé (Fernando), Lidia Navarro (Margarita) y Carol Verano (Coral) ponen cuerpo, voz y alma al trío de personajes paridos por Carlos Be. Quisiera contaros muchas cosas sobre su trabajo, pero decido no hacerlo para que vayáis a vivirlo en primera persona con la mente y el estómago limpios de protectores (reservaos el antiácido para las comidas navideñas).

Sí diré esto: Joan, Lidia y Carol son odio, dolor, miedo, sonrisa, inocencia, asco, rechazo, sexo, esperanza, angustia, desesperación, autoengaño y autenticidad. Son mucha autenticidad. Es imposible verlos actuar y no querer intervenir en lo que sucede. La clave está en que, yendo al teatro, siendo testigos entre el público, ya estamos cambiando los titulares. Si aceptamos consumir el arte de la verdad, damos espacio a esa verdad en el arte de vivir.

Ayer, día 5 de diciembre de 2018, se agotaron las entradas en la Sala Versus Glòries en el estreno de Llueven vacas en Barcelona. Las de hoy también pueden agotarse. De vosotros depende. Gozaréis de vuestras propias reacciones ante una realidad ineludible hasta el día 9 de diciembre. Cuando Llueven vacas en el teatro hay muchos motivos para dejar el miedo de lado y aporrear los muros hasta derribarlos.

 

¡Un clic y listo!

*ocurrencia de Carlos Be.

 

Estándar
Uncategorized

El último sol de los septiembres

FOTO PARA POST LUIS 2018

FOTO: Ele y Ele y Ele.

Cómo no alegrarme hoy hasta el punto de romper mi silencio en este diario (obligada por la escritura de mi novela). Cómo no alegrarme un día más de seguir viajando a tu lado, contigo tan dentro, tan tú en tu espacio y yo en el mío. Cómo no reírme a carcajadas de tus pasos de baile catódicos (no pienso subir el vídeo que te he grabado con el cerebro mientras, ahora mismo, te desencajas danzando delante de mí).

Tú eres fotógrafo de nacimiento, yo, letraherida, y así pasamos las horas, hasta la madrugada, construyendo ideas: sin miedo, sin censuras, con el espíritu aventurero de un par de criaturas desconocedoras de las fronteras, de los límites. Con la inocencia de dos seres que se comparten, pero no se necesitan. Con el amor limpio de juicios, con las caricias cargadas de sueños, con los mordiscos de dos dragones de Komodo, pausados, feroces y con aliento a alcantarilla, y, a pesar de ello, regalándonos esos besos de mañana.

Amigo, compañero de andaduras, traspiés y remontes emocionales, hoy, ayer y en los días que veremos, sé que viajaremos hasta los confines de este mundo alocado con las mochilas cargadas de deseo, curiosidad y hambre de más kilómetros. Y también sé que, aunque nos separe el espacio, volveremos la cabeza hacia un lado y allí estará el otro… Y Scott, dando saltos y con sus orejitas rebotando.

Por muchas imágenes, grabados sobre pieles multicolores y lokuras más; por muchas letras más que sean su espejo o su antagonismo. Porque no podemos sentarnos a crear sin habernos levantado de un respingo para vivir.

 

Felicidades muchas y mucho más de todo eso que tú ya sabes y que es muy nuestro para escribirlo aquí.

Estándar
Uncategorized

Después de mañana

Ilustración: Edu Català

 

Amado C.: Gracias por las risas, el fútbol, tus besos, tu boca llena de comida masticada cuando me cuentas el mismo chiste por enésima vez, tu mirada cómplice, tus palabras inventadas, tus lágrimas, tu valentía, tu vida… TU AMOR.

 

Cuento que escribí inspirado tanto en ti, C., como en tu hermano.

Tú eres mi inspiración hoy, desde hace 8 años. Te amo. C., feliz cumpleaños. Si este relato es TRONCHANTE (y te cito) es solo gracias a ti.

 

 

Yo un día le pregunté a mi madre que, si papá y ella se iban  a separar, que por qué nos habían tenido a mi hermana y a mí. Y mi madre me dijo que no lo sabía. Otro día le pregunté que, si los negros eran de color marrón, que por qué se llamaban negros. Y mi madre me dijo que era una forma de hablar. Vamos, que tampoco lo sabía. Esta tarde le he preguntado que por qué no me deja jugar a video juegos de matar si los mayores no paran de matarse en las guerras y me ha dicho que matar no era un juego. Entonces le he dicho que si matar no era un juego, que por qué decían los mayores que la guerra la gana un país o el otro. A ver, si alguien gana algo, eso es un juego, ¿no? Y me ha dicho que era una locura y que no lo entendía. Hay muchas cosas que mi madre no sabe, mi padre tampoco, ni siquiera las sabe mi abu, ni los profes.

Ayer se me ocurrió otra pregunta: que cuándo me voy a morir. Y mi madre me dijo «algún día, pero no ahora». «¿Y tú cómo lo sabes?», le pregunté. Y ella me dijo, «bueno, es que lo sé… Mejor no pienses en eso ahora». Mi madre dice que tengo que pensar mucho antes de hacer algo, que piense antes de hablar, que piense, que piense, que piense. Y luego va y me dice que no piense. Mi madre no se aclara.

Otro día me dijo que yo pensaba demasiado. Y no estaba enfadada. Dijo que era muy pequeño y que tenía que disfrutar más de la vida, «que, sin darte cuenta, los años se pasan volando y te haces mayor. Ya tendrás tiempo de preocuparte cuando lo seas». Entonces, no soy mayor todavía. Todavía no me toca pensar.

Esto de los mayores es un poco lío. Porque ahora resulta que yo también soy mayor. O eso me dijo mi madre una mañana, cuando le dije que no quería ir al cole porque me apetecía quedarme en casa. «Ahora ya eres mayor, tienes obligaciones». ¿En qué quedamos? ¿Soy mayor o no? «Eres mayor que tu hermana, tienes que darle ejemplo. Hacer las cosas bien para que ella aprenda de ti.»

Por lo visto, ser mayor que mi hermana me hace tener obligaciones, pero no me hace lo bastante mayor para pensar en la muerte, pero sí para no pensar en que no me apetece ir al cole. Ser mayor significa ver el marrón como si fuera negro y decir muchas veces «Estoy muy cansado. He tenido un día horrible», y que nadie te pregunte nada o que te digan otros mayores: «Sí, dímelo a mí». Si eres pequeño y dices «He tenido un día horrible», tus padres enseguida piensan que te has peleado con algún niño del cole y se ponen muy serios y te miran a los ojos y te hacen un montón de preguntas. He pensado que voy a escribir una lista de las cosas que saben los mayores. A lo mejor, así me aclaro un poco y decido si de verdad quiero ser mayor o me quedo siendo niño un poco más. Pero será después de mañana… Mañana vienen los Reyes.

 

Autora: Verónica Canales. Escritora, traductora y madre de G. y C., de 9 y 7 años.

 

 

Estándar
Uncategorized

Que diez años es todo

img_20180412_210250.jpg

Foto: Tu mágica sombra.

música: Tajabone, de Ismael Lô

Diez años me parecían una eternidad a los diez años. Con diez años creí que ya era mayor para saber mucho más de lo que sé ahora. El día que cumplí diez años me vestí con una falda azul de volantes y una camiseta blanca de lunares negros, y unos zapatos de charol que me apretaban, pero me gustaban muchísimo. Han pasado treinta y tres años desde aquel día y diez desde el día en que te conocí.

Cuando tú llegaste también me apretaba lo que llevaba puesto, me apretaba todo. Quería estar como el día que yo nací para cuando tú nacieras. Quería sentirte fuera de mi cuerpo y sobre mi piel. Y cuando ya te tuve en brazos, contaba los días para que hiciera más calor y así poder sentir tu vientre sobre mi vientre, tus labios cerrándose sobre mi pecho.

A veces discutimos porque no quieres comer tomate en la ensalada, y entonces evoco con tanta claridad el día en que me diste de comer por vez primera que no puedo más que esbozar una sonrisa de ternura. A los seis meses intentaste meterme un pedazo de manzana impregnada con tus babas en la boca. Quisiste alimentarte como yo te alimentaba a ti. Lo que sentí al notar el tacto húmedo de ese pedazo de amor no puede encerrarse en una descripción. Lo llevo en la memoria de mis células.

No tengo tatuajes como los que a ti te gustan, de los que lleva el cantante de 21 pilots, pero te aseguro que cada paso que has dado está tatuado en mi cuerpo con una tinta de las que no se fabrican en esta tierra. Es un líquido indeleble que has producido tú; una potente mezcla de sangre, leche, lágrimas, risas y asombros.

Del bebé al que contemplaba embelesada durante la elasticidad que tiene el tiempo cuando una es madre primeriza en este mundo privilegiado; del hermano mayor demasiado pequeño para no odiar al segundo cuando aparece de pronto y se adueña de la otra teta de mamá; del niño de tres años que empieza el colegio en el preciso instante en que sus padres deciden seguir caminos separados; del niño que ya no es bebé, pero que no es lo suficiente mayor para entender que su madre decida tener un novio; del rebelde que se pinta toda la cara con un rotulador verde porque quiere disfrazarse de zombi pero con sus propias normas de maquillaje; del pequeño romántico que se confiesa enamorado aunque pregunta qué es el amor y cómo se distingue de lo que siente por un amigo… De todos estos túes, de todos esos yoes viéndote crecer, se compone la persona con una década de vida a sus espaldas y muchas décadas en la promesa de una existencia incierta para todos, pero tan incuestionable para ti.

Deseo que sepas lo maravilloso que eres. Te deseo vida. Te deseo emoción. Te deseo libertad y ganas de disfrutarla. Te deseo felicidad, amor, nostalgia, desamor, llanto y risa. Te deseo una familia de amigos por todo el mundo. Deseo que te alejes cuanto quieras sabiendo que siempre podrás volver. Siempre.

 

Te amo, hijo. Feliz cumpleaños.

Estándar
Uncategorized

Lo que tengo aquí colgado

ventana de mallorca vivienda de un inmigrante

Foto: vivienda de un inmigrante en Mallorca. Verónica Canales, 2017.

A los cinco años estaba convencida de que, en cuanto una mujer se ponía un vestido de novia, se quedaba embarazada. A los diez años, estaba convencida de que, por el hecho de ser mujer, te violarían algún día. Escuchaba a las señoras del barrio decir cosas como: «Mi marido bebe, pero al menos no me pega».  O incluso: «¿Tú dónde piensas ir sin un marido?».

A los once años no entendía que hubiera mujeres que se negaban a aprender a conducir porque eso ya lo hacía su marido. Me asombraba que la madre de mis vecinas jamás permitiera que su Jose pusiera ni recogiera la mesa, o cocinara o hiciera otra cosa que no fuera salir a trabajar y llegar a casa a descansar. Todo ello, por supuesto, acompañado de una retahíla de quejas sobre lo vago que era en casa.

A los cuarenta y dos años he estado sentada a la concurrida mesa de familias cuyas mujeres no han permitido que los hombres hagan nada y cuando alguno de ellos ha insistido en hacerlo, esas mismas mujeres los han criticado porque «no saben  hacer nada bien».

Estos son pequeños ejemplos aparentemente inocuos de un desprecio hacia el género femenino grabado en el adn de las propias mujeres. Y ese rechazo de la condición femenina es el claro reflejo de un desprecio histórico que, entre todos, vamos prolongando. No es culpa de nadie; es responsabilidad de todos.

¿Qué hacer?

Ahora, desde mis casi cuarenta y tres años, creo que, una vez más, la respuesta me la ha dado uno de mis hijos, desde sus nueve años. El otro día, mientras íbamos en coche al salir del cole, en el momento en que observaba a dos conductores discutir a voz en cuello en plena calle, me dijo: «Mamá, creo que ya sé cuál ese el origen de todos los problemas. Que las personas no se ponen de acuerdo».

Efectivamente, pero no se trata solo de  posturas irreconciliables, sino del convencimiento de que somos diferentes. Mujeres, hombres, niños, niñas, somos todos iguales, lo mismo. Desde esa óptica pierde todo sentido el tratar mejor o peor a nadie por lo que tiene entre las piernas. Cuando un hombre o una mujer, o un mono, piensa que merece unos privilegios por su pene, vagina o picha de mono, olvida que todos empezamos y terminamos de la misma forma: de la nada y en ella.

Tomar conciencia de esa similitud da muchísimo vértigo, porque está muy bien creerse lo mismito que Simone de Beauvoir o Gandhi, o Copito de Nieve (para el mono), pero es que también llevamos parte de Imelda Marcos, Stalin o King Kong. La cuestión es enfrentarse a esos fantasmas oscuros que saldrán cuando de verdad abramos las puertas de todos los armarios para encontrar la forma de ponernos de acuerdo, de aceptar la realidad del otro y vivir su júbilos y su dolor como propios.

La solución no está en pensar lo mismo, el camino es saber que aquello que creemos tan distinto en el otro no es más que la expresión de algo que todavía no hemos descubierto en nosotros. Y da igual que al decirlo te toque los huevos, te hinche los ovarios o se la traiga floja a tu picha de mono. Afectarnos, nos afecta igual.

Un esfuerzo tan grande requiere una pausa. Una parada. Llamémoslo huelga. Porque si una parte de esas que creemos tan diferentes deciden un día ausentarse de la cadena de producción, tal vez, con el silencio de las máquinas, podamos escuchar mejor cuánto nos afecta la ausencia de una pieza tan fundamental en el organismo global.

Y así, si me preguntas por qué paro mañana, te diré: «Por lo que tengo aquí colgado». No me hace fata tener o no un apéndice colgante entre las piernas para saber que soy lo mismo que muchos hombres. Con sus luces y sus sombras. De mí cuelga también el peso de la realidad. Si prevalece el machismo, una parte de mí es corresponsable de su existencia. Pararé por mujeres, hombres, niños, niñas y monos. Por todos esos trapos sucios que vamos lavando y tendiendo en una ventana abierta y luminosa que promete, poco a poco, ir secando el llanto que llevamos ignorando durante demasiado tiempo.

Y pararé, además, porque #LasTraductorasParamos

 

Estándar