churumbelada

Piel de gallina por un pato

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Imagen: ilustración de Wolf Erlbruch

En algún momento imaginé qué sentiría la primera vez que alguno de mis hijos leyera algo traducido por mí. Incluso escrito por mí, pero jamás imaginé que otra primera vez, que no se me había pasado por la cabeza, pudiera ser tan intensamente asombrosa.

Ayer G., de 9 años, me recomendó un libro. El pato y la Muerte. Fue tan honesto, tan sincero, me lo recomendó con tanto interés que una escalofrío electrizante me recorrió desde la punta del pelo hasta la punta del asombro, que puso en marcha mis pies hacia el libro en cuestión.

Cuando yo recomiendo un libro que acabo de leer a alguien quiere decir que he pensado en esa persona en algún punto del viaje lector. Ese periplo intenso que uno hace tan inmerso en la ruta que no piensa en nada ni nadie. A menos que se produzca el instante mágico en que uno es capaz de bajar de la nave y tomar nota mental de todas los seres a los que invitar también a esa travesía.

Por eso ha sido tan especial que G. me haya dicho: «Mamá, hoy no te vayas del cole sin que te enseñe el libro que te he recomendado». Era un momento de ilusión en el que, a diferencia de todos los demás, no le ha importado que sus compañeros lo vieran en mi compañía. Cuando me ha visto hojearlo, leerlo, fotografiarlo, sí se ha sonrojado, pero lejos de soltarme el ya clásico «Mamá, aquí no», me ha preguntado, asombrado: «¿Te lo estás leyendo?».

En cuanto a la temática del libro y el porqué de su interés en él, debo deciros, que son cuestiones pendientes. Aunque confieso, y tal vez descubráis con ello que soy una madre «diferente», que no me importa tanto la temática del libro, la Muerte, sino su pasión por el encuentro con un tema que le interese. El otro día me dijo:

—Mamá, es que cuando a ti te gusta algo, te gusta mucho. Siempre estás en plan “Es que es súper guay”… Bueno, con otras palabras, pero así.

—Sí… Sí, es verdad.

—A mí me gusta que seas así.

—A mí también me gusta.

 

Preguntarle por qué, indagar en mis dudas reflejándolas en él, es algo que, instintivamente, no me llama. Me gusta más preguntarme a mí misma por qué me interesa: ¿quiero saber por qué le interesa un libro sobre la muerte o me preocuparía, si lo hiciera, el no haber atendido alguna hipotética angustia, el haber fallado como madre? ¿Quiero saber por qué le gusto yo o yo misma me cuestiono mi forma de ser?

Me encanta mi hijo.

Me encantan mis hijos.

C., de 7 años, escuchó a su hermano recomendarme el libro.

Entonces intervino:

—Mami, yo he leído El petit tigre.

—Qué bien.

—Es muy largo. Tiene cuarenta y dos páginas. Yo me he leído dos. ¿Te lo puedes leer?

—Claro, mi amor. Me encantará.

 

Despierto con cada instante junto a G. y C. al sueño de ser madre. Y siempre aprendo algo que jamás soñé descubrir.

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Eres más tú

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Foto: corazón rayado. Vosotros dos.

San Valentín me importa menos que nada. Sin embargo, soy una romántica, me encantan los gestos de cariño, los pequeños y los cursis, los cómicos y los trascendentales. Me pirran el color lila, el rosa, el azul y muchos otros relacionados con las ocasiones emotivas. Lloro con una variedad infinita de anuncios (desde uno de seguros de salud a otro de compañías telefónicas. Y con uno de flanes: esa gallina ignorante del futuro de su huevo…), esté o no esté ovulando (que suele ser mi excusa perfecta para disfrazar mi emotividad extrema). Pero sigue sin gustarme San Valentín.

No obstante no escribo hoy en contra de tan empalagosa celebración, ni sobre las festividades impuestas, ni del consumismo exacerbado que encuentra su justificación en cualquier nimiedad y, si no, la genera de la nada. No. Hoy escribo como adulta asombrada, como mujer de casi cuarenta y dos años que se mira por dentro y exclama (también por dentro): «¡Hala, si eres madre!». Vale, mis hijos tienen ya unos años, casi nueve y casi siete, pero, que me aspen si no tengo, más o menos, cada dos o tres meses, esa sensación alucinante de haber conseguido (a veces no sé cómo) que mis hijos sigan aquí, no haberlos roto ni desparejado (como los calcetines), y, además, lograr que estén actuando como personas independientes y bastante flipantes (sí, lo pienso con este vocabulario tan adolescente de principios de los noventa).

Uno de esos comportamientos de flipar en colores (dejadme que vuelva a los ochenta) son las emociones que van aflorando en los niños, no relacionadas directamente con nada que te incumba a ti. Ellos toman sus propias decisiones y tú no logras ver de dónde han podido salir. Incluso puede que hagas el ejercicio de retroceder en tu propia trayectoria y buscar algo similar en tu infancia. Pero no encuentras nada. Tu hijo es un ser distinto a ti, no es una extensión, no es una proyección. Es él, él solo y nadie más. Lo sé, lo sé, estas son afirmaciones de perogrullo. Quizá escandalicen a alguien que tenga diametralmente claro que los hijos no son tu riñón ni tus ojos (aunque algunos aseguren que cuestan lo primero y te sacarán los segundos), no obstante, sé que no estoy sola en este asombro producido por la maternidad/paternidad.

Al grano. Uno de mis hijos (y quiero recalcar este tono de anonimato para cuando ambos lean esto. Así verán que no los delato) ha hecho hoy un regalo de San Valentín. Sí, al menos se parece en mí en eso: el retraso en los plazos de entrega. Tres días después de la fecha señalada ha decidido redactar una nota donde se disculpa graciosamente por el aplazamiento («yaséquevatardeperolaintenciónesloque CUENTA», ¿Mami, «cuenta» todo seguido?) y regalar… ¡UN LIBRO! Oeeeeee, oeeeee, oeeee, oeeeee, OEEEEE, OEEEEE. Mi hijo, libremente, ha rebuscado en la biblioteca de casa en busca de un título que «a ella le guste. Pero que le guste de verdad, mamá».* Y también ha añadido un collar, aunque «igual me estoy pasando con lo del collar, ¿no?».

En el mismo instante, mi otro hijo, ha sentido el impulso irrefrenable de copiar «el cuadro más bonito de la casa» (en efecto, un grabado realizado por el artista más especial para esta pequeña familia) y, mientras su hermano escribía su valentina con la precisión de un TEDAX** («¿tiro del boli rojo o del azul?»), él escogía los trazos con la misma actitud concienzuda para obtener un resultado solo para sí mismo, no para regalar a nadie . Ambos recostados sobre el papel, casi fundidos con sus respectivas hojas, tan reconcentrados en su actividad que el mismísimo Rubius (sí, he dicho «Rubius»***) se podría haber presentado allí en ese momento y no lo habrían visto.

Y yo lo observo perpleja. Asombrada. Veo cómo son ellos y nadie más, y me conmueve. Deseo con todas mis fuerzas seguir mirándolos, pero también creo que debo retirarme y dejarlos a solas. Desvío la mirada con cierto rubor y, sin esperarlo, me veo reflejada en el espejo que hay al final del pasillo. Entonces lo descubro: soy yo. Y también eres tú, mamá, es mi mirada y la tuya, abueli; seguro que hay algo de ti, bisabuela y, entre parpadeo y parpadeo, están ellos también, todos los hombres de mi familia. Porque soy más yo que nunca y mis hijos son más ellos mismos, pero es por el paradójico motivo de que todos los que me enseñaron a amar como madre están en mí y en ellos dos, y eso nos hace únicos.

Soy una principiante, no lo olvido, de ahí tanta perplejidad. ¿Y quién no lo es en esto de los hijos? Somos novatos a diario, porque esto cambia y se mueve mucho. Y, por lo visto, en esta familia nos gusta la marcha…

 

Ya lo he advertido: soy una romántica. Por eso, al final me ha salido una declaración de amor.

Gracias. Muchas gracias.

 

 

 

*El escogido ha sido uno muy especial. Endraprallibres, la asombrosa historia de una niña que devora libros (en sentido literal), animada por su asombroso abuelo. Escrito por Lluís Farré y editado por Vaixell de Vapor.

**Técnico Especializado en Dar Amor Explosivo 😉

*** Conocido Youtuber. Sí, he dicho Youtuber.

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Pedid un deseo (¿Se pueden pedir dos?)

 

 

turisaperfecta

Foto: A tu sonrisa no le falta nada. G., 8 años.

Música: Allez, allez, allez

La belleza es la verdad y la verdad es la belleza…

John Keats

G. ha cumplido ocho años. En un solo día de un niño de ocho años se contienen todas las emociones que, más adelante, creemos vivir en varios meses. Un pequeño de ocho años que tenga la suerte de haber nacido de este lado del muro tiene deseos muy similares a los nacidos del otro lado de la desigualdad. Sin embargo, los adultos lo perdemos de vista en más de una ocasión.

Muchos adultos han pretendido que el niño entienda que es más afortunado que otros, que valore lo que tiene. Pero ¿qué tiene? Nuestros niños con casa, tres comidas al día, colegio, ropa de abrigo y toda otra serie de necesidades cubiertas que no pienso enumerar (pues tal vez cayera en el error de señalar a alguien por lo que tiene o no tiene), poseen algo infinitamente universal: la visión de la belleza.

Quiero aclarar que voy a hablar de niños, no de hijos. Porque lo que ellos nos aportan y lo que llegarán a aportarnos será para todos, seamos o no seamos madres o padres, abuelos, tíos… Ellos son ahora y serán después que nosotros, con bastante probabilidad.

Los niños quieren más niños, quieren estar en tribu, quiere correr y reír juntos, gritar, saltar, jugar, en definitiva, vivir. Los niños quieren tener sus complicidades, compartir espacios, experiencias, secretos, intimidad. Los niños expresan con alegría rebosante de colores todos sus sentimientos y en unas horas ríen, lloran, dudan y solucionan cuestiones. A veces se apartan de la manada y quieren estar solos. Luego se reencuentran. A veces se enfrentan y discuten, a veces también se pegan, se hieren con la palabra. Y entonces buscan el acompañamiento de quienes consideran sus referentes.

Y el regalo que me pidió G., para su cumpleaños número ocho, fue ése: tribu. No hace falta dinero, no hace falta mucha organización, no hace falta tener una gran casa. Sólo una cosa, querer reencontrarse con ese deseo de compartir, comunicarlo y abrir las puertas.

Durante las semanas previas a la fiesta de pijamas en nuestro piso de 60 metros cuadrados, ubicado en un barrio-barrio, fui encontrando caras de estupor, miedos expresados en voz alta: «¿Vas a poder tú sola con once niños a dormir? ¿Meriendan en tu casa o te lo llevo sólo a cenar? ¿Y si no se duermen? ¡Va a ser un lío!, ¿te lo has pensado bien?».

Por unos segundos pensé que estaba equivocándome,  pero me duró poco. Recordé entonces a mi propia madre. Ella tenía muchas más dificultades que yo, menos medios, no contaba con tiempo para organizar juegos ni para preparar un cátering casero impresionante. Estaba sola, mejor dicho, los demás creían que estaba sola. Pero no era así. Mi madre estaba acompañada por algo inquebrantable: su amor infinito hacia la infancia. Y eso alimentaba el motor que le permitía llevar a cabo cuanto se proponía.

Mi madre me enseñó, viviendo como lo hacía, que nos movemos por dos motivos esenciales: por amor o por miedo. Algunas veces esas dos motivaciones se funden, y está en nuestra mano decidir cuál será la energía que consumiremos al actuar. Así que yo he tirado de amor para celebrar algo tan bello como el nacimiento de mi primer bebé. Aparqué los miedos ajenos y reuní todas las fuerzas necesarias, que, al final, fueron muy pocas.

He disfrutado como no podía imaginar despejando el espacio, apartando muebles y poniendo flores y plantas en casa para invitar a la primavera. Con muy poco dinero compré aquello que creía que nos haría felices: azúcar, sal y guirnaldas. Al final, todo lo dulce, salado y colorido de la fiesta lo pusimos nosotros, los niños y los padres que estuvieron a nuestro lado para que todos lo pasáramos bien. Y eso no lo pude comprar. Me lo regalaron.

Y qué regalo: una pequeña de dos años corriendo por el piso con la escobilla del váter en la mano, que al final acabó en un lugar no muy habitual. Imaginad una cantante diminuta con un peludo micrófono en mano; no diré más. Una hermosa niña confundida porque no entendía en qué momento empezaba la «fiesta de pijamas»: ¿dónde estaban los cojines con los que poder atizarse hasta que todo quedara cubierto de plumas? Un pequeño de ojos enormes preocupado por pegar el dibujo que le había regalado a G. en un lugar que a mi hijo le gustara («Me pasé toda la noche dibujándolo. Verónica, prométeme que quedará bien pegado a la pared.») La misma punki de la escobilla gritando: «¡C. ven aquí (el hermano de G. de cinco años), ven conmigo!» y G. desesperado, corriendo por delante de ella y gritando: «Déjame, M., que no soy C.» Un grupo de niños enseñándole a una niña a jugar a fútbol, porque a ella, según ella misma, eso no se le da bien. Otra niña vestida con mi tutú rojo y mi boa negra sintiéndose diva por unos segundos. Otro niño con mi máscara veneciana, sintiéndose también divo. Los once niños bailando flamenco desnudos en el salón de casa, justo antes de ponerse los pijamas, improvisando una danza alocada previa al momento de refugiarse, apiñados, en el dormitorio donde dormirían juntos. Las idas y venidas, subidas y bajadas, de las literas al suelo, del suelo a las literas, mientras se organizaban para dormir los unos con los otros. Las protestas de los que querían dormir mientras otros tantos querían seguir despiertos. Al final, los cansados acabaron en mi cama. Yo dormí en el pasillo.

No estaba sola. Además de los pequeños y sus torbellinos, la madre y el padre de N. y la madre de A. y M., se quedaron con nosotros y retrasaron su partida para disfrutar del espectáculo. No tuve la sensación de que se quedaran «para ayudar». Creo que no querían marcharse. ¿Quién querría dejar una fiesta así?

Y los miedos superados. Tres de las pequeñas sintieron la profunda nostalgia del hogar en el instante de irse a dormir. Ese momento en que bajamos todas las barreras y acuden a nosotros las vulnerabilidades. Tenían abierta la posibilidad de volver a sus casas, cómo no, pero ellas decidieron quedarse, experimentar ese momento.

Cuando la pequeña cantante punki del micrófono-escobilla cayó redonda sobre la alfombra, pegada al pecho de su madre, M., y la última resistente, A. (también hija de M.), dejó de visitarnos en el salón y también se entregó al sueño, relajada por la promesa de que su madre no se marcharía sin darle un beso, nosotras abrimos un nuevo capítulo de este libro festivo. En la cocina, ya en silencio, exprimimos hasta la última gota de la madrugada compartiendo palabras y golosinas con iguales dosis de azúcar e intensidad.

M. se marchó cuando los párpados pesaron más que las palabras. Nos abrazamos y nos fundimos en la despedida, apretujando entre nosotras el cuerpecito de la diminuta persona dormida sobre el pecho de su madre, estrujando con fuerza ese último instante de una noche tan irrepetible. M. no se fue sin posar ese beso prometido sobre la mejilla de A., que, entre sueños, expresó su deseo de quedarse en mi casa. Esa noche dormiría lejos del nido.

A la mañana siguiente, muy temprano (muuuuuyyyy temprano para alguien que había dormido tres horas), las niñas despertaron y me regalaron algo que no olvidaré jamás. Sus sonrisas orgullosas por haber superado el miedo a dormir en casa ajena. Durante el desayuno quise celebrar con todos que hubieran decidido dar un paso tan importante en nuestro hogar y les di las gracias por haberlo hecho así, en un día tan especial para mi pequeña familia. Luego, mientras el homenajeado G. todavía dormía plácidamente en mi cama junto a su hermano C., sus amigos decidieron escribirle unas cartas que le dejarían en el buzón de cartón que G. había preparado: «Por si los invitados quieren decirme algo que no se atrevan a contarme en la fiesta».

Amor y miedo. Chuches y pijamas. Caos y risas. Intimidad y palabras liberadas en la barra de la cocina. Sueño acumulado y cúmulo de sueños. Todo ello se quedó entre las paredes de nuestro piso. Los miedos recorrieron su camino y acabaron evaporándose y mezclándose con el intenso perfume a pies, sudor y otros humores que se reconcentraron en la habitación de acogida.

Al amanecer, cuando desperté tirada en el pasillo (no por falta de espacio en las camas, sino porque era el punto intermedio entre todos los espacios), cómodamente tumbada sobre los cojines del sofá, visité los rincones donde dormían los niños, los contemplé en silencio. Abrí de par en par las puertas de mi balcón y fijé la vista en la fina línea naranja del amanecer. El horizonte del nuevo día se dibujaba saliéndose de la raya.

En cuanto todos hubieron despertado, convertimos el desayuno en la celebración pendiente: la tarta de cumpleaños. Íbamos a soplar las velas que habíamos dejado sin prender la noche anterior. Nos reunimos entorno al bizcocho del supermercado. Lo cubrimos de chuches, encendimos las llamas con mucha paciencia (nota mental: no volver a comprar las velas en el Chino) y los invité a desear lo que quisieran pensando también en los demás. Y ellos, los once, soplaron al unísono con todo el deseo de sus pulmones. La pequeña A., tal vez animada por la fuerza que le había dado el atreverse a pasar la noche fuera de casa, preguntó: «¿Se pueden pedir dos?»

M., quien es generosidad en cada paso, me contó al día siguiente que A. había pedido «Que nadie se ponga enfermo ni se muera nunca». ¿Y como segundo deseo?: «Un unicornio, mamá».

Un unicornio.

La mañana fue alargándose y los invitados se resistían a quitarse el pijama. La puerta de casa volvió a abrirse, pero esta vez para despedirlos, siempre hasta la próxima, cargados con su regalo: una bolsa de papel, del color que ellos escogían, con unas chuches y un libro dedicado por G. Dulzura y letras, no se me ocurre mejor recuerdo para una fiesta de pijamas.

Y también deseé un unicornio, un caballo alado y violeta que habitase para siempre en el corazón de esos seres que no han perdido la esperanza en esta vida, que la disfrutan con toda la intensidad de la alegría, la frustración, el llanto y la alegría de nuevo, cada día, con cada sol que amanece demasiado temprano, sobre todo los fines de semana, pero insiste en salir a diario.

Gracias, gracias, gracias a los pequeños y a sus padres por hacerme el regalo de poder compartir con ellos otro instante más de esa potencia vital que reside en todos los futuros adultos. Esa intensidad nos rodea. Está disponible en cada pequeño gesto de los niños. En su mirada y en sus palabras. Y está en todo el planeta. Protejámosla siempre como fuente de energía renovable.

Gracias.

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Amargo no, dulce, salado y azul. Gracias infinitas

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«Caca, mierda, culo, puta, Drácula, malo, malo, puta, puta y puta.»

Hoy seré breve, pero intensa. Hay días en que una sola respuesta te mantiene en vilo y te obliga al esfuerzo de acallar el miedo, que va arañando con sus uñas sucias, en un intento loco por emerger a la superficie. Esos días, que son pocos, casi inexistentes, me entrego al ejercicio de imaginar siempre la mejor alternativa. El sí, antes que el no, el «todo está bien» antes que el «aquí se acaba todo», el «al final no pasa nada» antes que el «ya no volverá a ser lo mismo».

Sin embargo, algo grita, en algún momento de mí, las peores palabras que se me ocurrían de pequeña cuando las cosas se torcían. No eran palabras muy gruesas, pero sí eran las más feas que sabía (y sí, «Drácula» era una de las más terribles de mi repertorio). Entonces la vida se dividía sólo en dos: bueno o malo.

Han pasado ya muchos años y esa niña furiosa ante situaciones para ella decisivas, se ha transformado en madre, aunque sigue siendo hija. Y no menos visceral, sino más completa. Un sudoku de letras elevado a la máxima potencia.

Esa espera, esas horas que pasan sin recibir la respuesta clara que dé fin a la incertidumbre, ya no es sólo pregunta sin respuesta, se convierte en esperanza, anhelo y en un sinfín de emociones que van y vienen con su resaca de océano azul y sin horizonte que lo delimite.

Así voy por el día, en ese barco sobre aguas turbulentas, intentado sujetar con fuerza el timón para no acabar yendo a la deriva a buscar a G. y C. al colegio. Vamos, que más vale que me concentre al volante o, dejándome llevar por la poética del miedo, puedo acabar sin respuesta y a dos ruedas en el arcén.

Hoy he comido con mis hijos. Me encantan nuestras citas puntuales. Son nuestro reencuentro semanal. Son una respuesta clara a la nostalgia que me provoca el no verlos durante siete días.

La pregunta sigue pendiente en el aire, pero ellos se reincorporan a mi vida con la solidez de su realidad contundente. Su presencia me traslada sin remedio al momento presente, y cualquier duda que me acucie se resuelve en un segundo, no porque esté solucionada, sino porque la avalancha de sensaciones intensas de G. y C. ocupa todo el vacío que genera. Y eso me han regalado.

Después de comer, tomamos posesión del sofá. Ha llegado el rato de los besos y las caricias. Hundo la nariz en el cuello de C. e inspiro con fuerza. «Hueles a confitura de fresa —le digo—. Te quiero.» Él me mira con sus ojos marrones de chocolate negro, imita mi gesto, inspira, me besa en los labios y dice: «Mami, tú hueles a canelones y a fuet». Confitura y sal. Dulce y salado.

El día sigue su curso, la pregunta sigue entre interrogantes, pero ya tengo mi respuesta: pase lo que pase, nunca será amargo. Siempre será un sabor más de color azul mar que me llevará de travesía hasta un nuevo momento. De nuevo, gracias infinitas.

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Mi primer viaje con C.

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(Fotos: C. y el viaje a algún lugar, Verónica 2014)

Cuando se tiene más de un hijo, el día a día deja poco espacio para disfrutar de los detalles que atesora cada uno de ellos en su persona. Por eso, cuando uno de los pequeños vuela solo, la oportunidad de acompañar al otro en su descubrimiento del mundo es un regalo. 

Este apunte lo escribo en primera persona, porque en primera persona disfruté de la compañía del pequeño C., con el que decidí embarcarme en una breve escapada sobre raíles hacia el mar.

Los viajes no son grandes ni pequeños. El andar el camino como si fuera la primera vez que se recorre es un presente inconmensurable que me hacen los niños a diario.

Los ojos que empezaron a ver hace muy poco están limpios e iluminados por la primavera de la curiosidad. «Si tú eres un abrazo, yo soy un beso»; «Cuando llegue el fin del mundo, yo seré un esqueleto y así no tendré que ir más al cole»; «El tren se mueve más rápido que los árboles»; «¿Por qué esa señora me mira como si yo fuera una comida (con la señora en cuestión justo delante)?»; «Este tren eléctrico sí que tiene el cable largo»; «Y, si nunca llegamos, ¿seguiremos yendo?» son sólo unas cuantas de las impagables frases que compartió conmigo el pequeño C. de 3 años durante nuestro intenso recorrido.

El trayecto en compañía de un descubridor nato es el verdadero viaje. No hace falta ir muy lejos, ni en transportes muy sofisticados. La distancia la establece siempre el pequeño gran aventurero; cualquier recorrido que se aleje unos milímetros de la rutina impuesta por el adulto, se convierte en kilómetros de novedad; cualquier medio que vaya algo más deprisa o más despacio que el día a día, muta en fantástica nave espacial hacia la aventura sideral.

El profundo placer de revivir las primeras veces, la inmensa suerte de compartir ese despertar con un recién llegado a este loco mundo, convierte la vía (o la vida) más oxidada y llena de residuos en uno de los misterios más asombrosos de la humanidad en cuestión de segundos.

El tren avanza ignorante de que transporta un tesoro en sus vagones. Y C. mira por la ventana, incansable, obsesionado con la muerte y el fin del mundo, con la presencia de basura entre las traviesas, que posiblemente, según él, acabe con nuestra existencia a resultas de un terrible accidente. Los árboles no están quietos, los árboles cobran vida, pero se limitan a pasar corriendo junto al tren. Claro, están demasiado cansados para pararse a hablar, pero es que los árboles no hablan, mamá.

El mar nos espera al final del trayecto. El viento, las salpicaduras de la espuma salada, las algas esponjosas con forma de medusa peluda, el agua fría de la primavera. Nadie se baña con este tiempo, pero nosotros podemos, si queremos. Este es nuestro viaje y la libertad de acción sólo se verá coartada por nuestra propia voluntad. Pero es que el agua está muy fría y además me he mojado los calzoncillos. Pues al final nos hemos quedado en pelotas, mamá.

El sol se pone con pereza y nos abrazamos. Yo miro al horizonte y tú hundes la cabeza en mi pecho. Te estrujo mientras evoco a tu hermano. Te pregunto si lo echas de menos. Tu respuesta es breve y sincera. Tu sinceridad es instintiva y sólida. Deseo que siga siendo así mucho tiempo. Asomas esa mirada fresca y la diriges hacia el mar. Mamá, tengo hambre. ¿Ahora adónde vamos?

Ahora, pequeño C.,  seguiremos yendo. Muchas gracias por tu impagable compañía, señor asombroso.

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La primera vez con una rubia

(Mi cerebro, de G., 5 años. Foto: Verónica 2013, colegio de G.)

-¿Mami, por qué se saca las tetas?

Ella se vuelve de pronto. Deja la ropa que está doblando y se da cuenta de que su hijo de cinco años ha encendido la tele y ha puesto una película de Sharon Stone. Cosas de la televisión por cable y sus matinales de serie B. A las diez de la mañana, la fogosa rubia está enroscada en el bronceado torso desnudo de un vaquero. Efectivamente, perfora el aire con los pezones, y sus dos pequeños hijos han clavado los cuatro ojos en ellos como si de gominolas se tratasen.

-Mira, mami, ahora el señor se las chupa.

«Buena descripción de los hechos», piensa ella. Usa el mando para trasladar a los pequeños hasta Fondo de Bikini  y saborea la ternura del momento. Ya ha empezado. Hace tiempo que empezó. La visión del placer más puro a través del cristalino infantil.

Ese segundo en que brota una novedad y se pasa por alto. Salta una chispa y prende el incendio. ¿Cuántos primeros segundos habrán empezado a contar en ella sin ser atendidos?

En el calendario se dedica un sólo momento oficial al inicio. Y se llena de buenos propósitos, de promesas de comienzo. Termina la festividad y se aparca la exaltación del primer paso.

Sigue doblando la ropa. Sigue, ¿por qué no empieza? Convertir en primera vez tanta cotidianidad… La rubia lujuriosa ha despertado algo más que la curiosidad de los niños. El instinto ha sido básico para empezar a cavar un túnel en la tierra fértil de la madre.

-Mami, ¿por qué Bob Esponja no tiene pito?

Su propia carcajada la arranca de la perforación intelectual. Deja de doblar ropa y empieza, esta vez sí, a morder a sus hijos. Ya habrá tiempo de seguir.

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Reencarnación clara, y con yema

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Buenas. Vengo de otras vidas y más. Ahora soy un huevo. Un huevo de cosas. Y todo, por una conversación con el pequeño C., de tres años, mi segundo hijo, para más señas. Sentado él en el váter (véase la importancia de este trono, herencia genética de su madre, aquí), le dio por hablar de reencarnación.

-Cuando yo me muera, seré una flor -sentenció.

Yo, madre orgullosa, declaré:

-Qué bonito, mi amor.

-Y cuando tú te mueras, serás un huevo.

Claro, el impacto de saber que tu hijo está dándole vueltas a la idea de tu defunción quedó en segundo plano, propulsado a ese lugar de una patada, al descubrir qué futuro imaginaba para su madre: lo que le sale del culo a una gallina.

-¿Por qué, mi vida?

-Porque serás un huevo y saldrá un pollito que verá la flor y se pondrá muy contento…

¡Ay, divino dadaísmo de la inocencia! Andaba dándole vueltas a la forma de regresar a la blogosfera y he recordado esa conversación con C. El pequeño es un visionario. Ya he pasado a mejor vida, y cuánto mejor, y ahora soy un huevo. No he actualizado ninguno de los blogs/vidas que inicié, pero sí lo he hecho con mi existencia en 3D (¡toma pareado!). Y, entre muchas cosas remozadas, he recuperado toda la energía para llenar y rellenar cuadernos y más cuadernos de notas. Esto podría convertirme en nuevo miembro de la generación Codoco (más específicamente, en la versión femenina de Fernando Espeso), pero he decidido que  no pienso permitir que me aborrezcan los huevos (DRAE: desistir de la buena obra comenzada, cuando se la andan escudriñando mucho, como hacen la gallina y otras aves si les manosean en el nido los huevos.) En conclusión: que se re-presenta una usuaria más de la blogosfera. Para esto, no hace falta tener muchos huevos, ni las cosas muy claras, Pero sí saber qué fue antes: el huevo o la gallina. A pensar.

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