ficciones relativas

La fuerza

teresa foto

Foto: museu de la joguina, Mallorca. Foto: Juguetes que fueron. Verónica Canales Medina.

 

Hoy me he acordado de Elisa, y no es la primera vez. Ella tenía dos años menos que yo, nueve, y siempre que la veía, llevaba en brazos a Pili, su hermana de cuatro años, y sujeto de la mano a David, de seis. Elisa era muy delgada y tenía los ojos enormes, de color verde pozo mohoso. El pelo rizado y castaño siempre lleno de nudos y los brazos cubiertos de arañazos y mordiscos. A mí me dijo que se los hacía su gato. Pero David me contó un día que ellos no tenían gato. Pili, la más pequeña, era muy rubia y siempre llevaba la cara sucia, con una fina capa de mocos secos que iba desde la nariz hasta la barbilla. David sonreía continuamente y se movía muy deprisa, todo el tiempo. Recuerdo a Elisa diciéndole: «David, estáte quieto ya o te pego una hostia».

A mí esas cosas me impresionaban. Elisa tenías dos años menos que yo y decía «hostia» con una potencia que yo desconocía en las niñas pequeñas. Era una fuerza muy intensa, muy distinta al odio teñido de miedo que escuché un día en la voz de otro niño menor que yo: «Eres un hijo de puta», le dijo a otro en el patio del colegio. El insultado respondió: «Con mi madre no te metas o te mato», pero no lo creí capaz.

Ese fue el día que pregunté en casa qué era «puta». Dos días después, Elisa me dijo qué era. Era su madre. «Eso hace. Por eso me da igual si me llaman «hija de puta». Y me río en su cara porque no es un insulto. Mi madre es puta». Desde ese día, Elisa me pareció la niña más fuerte del planeta. Su voz decía la verdad.

Muchas veces pienso en Elisa. Imagino qué habrá hecho con toda esa fuerza que tenía. ¿Habrá seguido cuidando de sus hermanos? ¿Hasta cuándo? ¿Habrá cambiado su color de ojos de verde ciénaga a verde oliva? ¿Habrá utilizado ese poder que tenía para salir volando hacia un lugar propio? Elisa, deseo que hayas conseguido lo que deseabas. Hoy, no sé por qué, te he pensado una vez más y me ha llegado todo tu poderío con estas palabras. Estés donde estés, gracias, Elisa.*

 

*Los nombres de esta historia son ficticios. Solo los nombres.

 

Anuncio publicitario
Estándar
ficciones relativas

La mecánica de las cosas

img-20161019-wa0001

Foto: Sombras griegas. Verónica, Grecia, verano 2016

Banda sonora sugerida: Mother’s Journey, de Yann Tiersen

Una vez más su cuerpo funcionaba con la facilidad de movimiento de un autómata programado. Encendió el cigarrillo sin pensarlo, metió la llave en el contacto sin verlo y pisó el acelerador sin sentirlo. Siendo pequeño le asombraban estas cosas. Que el cuerpo actuara a su aire, y lo hiciera aparentemente de forma razonable, mientras la razón se encontraba en otros lugares muy alejados de esas acciones cotidianas. Pero ahora, a los cincuenta años, ya no tenía ocasión de asombrarse con esas divagaciones infantiles.

A través de la escarcha invernal que libraba su pugna matutina contra las escobillas del limpiaparabrisas, vio una luz. Un solo faro. «Una moto», pensó, y no le dio mayor importancia. A esas horas de la mañana, cuando el sol no era lo bastante intenso para fundir los hielos nocturnos, no era raro toparse con faros solitarios. Por la carretera angosta de doble sentido, llena de curvas que él conocía al dedillo, el único faro no viró como era de esperar. La «moto» invadió el carril contrario.

Su reacción instintiva fue dar un volantazo. Sin embargo, a pesar de que su cuerpo reaccionó como ordenaba su instinto, el azar intervino de pronto. El cigarrillo que acababa de encender desapareció del plano visual en cuanto llevó ambas manos al volante. El cilindro incandescente cayó como un obús en picado sobre la piel del muslo. Y el instinto entró nuevamente en escena.

Bajó la vista hacia el punto de dolor, la apartó de la carretera, retiró una mano para sofocar la brasa. Fueron apenas milésimas de segundo, pero bastaron para trastocar ese tango estudiado entre las reacciones mecánicas y las acciones meditadas. El fortísimo impacto del airbag en su rostro, la lluvia de cristales en el pelo, el pitido incesante y perforador del sistema de detección de accidentes, y el óxido en la boca. El sabor conocido y evocador de sí mismo.

¿CONTINUARÁ…? Depende de vosotros. Estaré esperando entre los días, con las palabras que ya me queman en las puntas de los dedos.

Estándar
ficciones relativas

Mosqueo

 MOSQUEO 2

Foto: Familia a tres tiempos con reflejo de Valeria. Palma, Verónica 2014

Ayer me pasé tres horas matando moscas. Pero tres horas de reloj, ¿eh? Que dices: «¿Tres horas se pasó el tío matando moscas?». Pues sí, y valió la pena, ¿eh? Que lo mío me costó, ¡ya te digo! Porque esto tiene su arte. Ellas no se acojonan. Es que las moscas muy listas no son, ¿eh? Más bien son tirando a zoquetas. Porque no tienen retentiva, lo que se dice memoria, no tienen nada, pero nada, nada, ¿eh?

Había ayer aquí, en el salón, no sé, qué sé yo, pues unas cincuenta moscas cosa así, sin exagerar, ¿eh? Que dices: «¿Y tantas moscas había?» Pues sí, que por eso me las cargué. Y porque ya me tocaban mucho los cojones, y lo de la memoria… A mí es que los bichos sin memoria me ponen malo, pero malo, malo de verdad.

Que es eso que el bicho está ahí: «Ñiqui, ñiqui, ñiqui», y venga y venga tocarte los huevos. Y tú: «¡Pam!», manotazo, pero el bicho sin retentiva vuelve, y otra vez: «Ñiqui, ñiqui, ñiqui… Que yo no sé por qué no sales a buscarte un trabajo y te dejas ya de tanta tontería, todo el día ahí sentado sin hacer nada»; «Que a ver si te bajas al corral a echarle los restos de zarajos a las gallinas, que estarán muertas de hambre, las pobrecicas»; «Que mires a ver si es tu padre, que me parece que he oído la puerta». Así todos los días desde hace tres años, desde que la palmó el viejo, y yo preso en esta puta silla, en un séptimo sin ascensor.

Las moscas, eso. Como la cojonera de la Eduvigis, que si no ha venido ya tres veces a llamar a la puerta no ha venido ninguna. A voz en grito decía la tía bruja que si huele a cachumbo el piso y que llega la peste hasta el descansillo. Y yo matando moscas, que he matado una gorda como la Eduvigis ¡Pam! Ésa también es de las que vuelven, pero ella sí tiene memoria. Ella sí, la muy cotilla hija de puta.

Mañana se acordará, como todas las semanas, de que los miércoles es el día del bingo en la parroquia y de que tiene que venir a buscar a mi madre para llevarla a cantar unas líneas. Mierda. La puta de la Eduvigis, ella sí que cantará cuando vea que me he cargado a todos los bichos sin retentiva de esta puta casa. ¡Pam!

Estándar
ficciones relativas

Vacío de ternura (#ImproPostDePalabros, primer plato)

Este es el primer plato de unos relatos a la carta inspirados en las palabras de un domingo por la mañana de: @Mortimer_Fu, @Mabeltraduce, @MerryPampelmuse,@Pacurll, @onintze, @NunoGabrivacío de ternura

(Foto: Azotea desmadrada o sin madres. Verónica, Estambul, 2014)

Se me ha ocurrido algo: en las patas de las moscas hay glutamato (que es eso que dice mamá que le ponen los chinos a la sopa de nido de golondrina para que esté pegajosa), y por eso se pegan a todo lo de comer y a lo de no comer.

¿Alguien va a matar a esa mosca? Es que yo estoy muy cansado, que me he pasado el día en la piscina con Leo jugando a Pokémon, y mamá está con Miguelón, que se ha cagado en plan puré de lentejas.

Lo ha cogido por los sobacos como un pollo colgado de dos ganchos y lo ha metido en la bañera. El pañal no tiene glutamato, seguro, porque no se ha pegado toda la caca en la parte blanca (en la tele dicen que sí, pero es una mentira total), que se salía por los lados y por arriba.

Mamá se ha dado una torta en la frente para espantar a la mosca y ha dicho: «Huele a caca, todo huele a caca», y ha lavado bien a Miguelón. Él ya está muy limpio, pero ella no para de repetir: «¡Apesto toda! Es que sigue oliendo mal. ¡Qué olor a mierda!». Y yo le digo «No se dice mierda», y ella me mira como yo miro a la mosca del glutamato.

Entonces me doy cuenta de que mamá tiene una mancha de caca en la frente y también tiene pringue por debajo de la mano, y se lo quiero decir, pero cuando está así de enfadada se queda sorda para mis palabras.

Suena el teléfono, y resulta que es la abuela Liz. Mamá lo coge y grita: «Mum!», que significa «¡Mamá!» en inglés, que es el idioma que se habla donde nació mi padre. Y yo creo que  lo ha dicho así porque ahora no quiere hablar y pone  esa voz de cuando yo digo: «¿Mamá?», y ella me grita: ¿¿¿¡¡¡QuÉÉÉ!!!???? desde la cocina, porque está allí con Miguelón tumbado en su hamaca, y preparando la comida y lavando los platos, y yo estoy viendo la tele en el comedor.

Mum, I have to go now, Miguelón… He just… Oh, I’m sorry, mum… What??? What the Fuck!!! I’m covered in shit, Gosh!!

Y entonces sé que el postre de la cena será helado con fideítos de chocolate, porque mamá siempre me lo pone cuando se le escapan esas palabras que me dice que no diga y que ella suelta porque se equivoca y me pide perdón por haberlas dicho. Solo que esta vez no se equivoca: sí que está cubierta de mierda.

Miss Agradecimientos (véase foto. Mejor con zoom)¡ a esas primeras palabras de un domingo que me regalaron todos ellos

lista impropost

Estándar
ficciones relativas

Tierra de nubarrones sobre sopa fría de buenos días (#ImproPostdePalabros, entrante)

       Este es el entrante de unos relatos a la carta inspirados por otros (ver foto al final del texto).  Gracias de corazón a: @LaSantosAs, @IreneFV_  @mumbojom, @giggler3, @josselem, @Profeta_Baru, @Dalo-ShoW2 (por orden de aparición, sus palabras en negrita)

IMG_1834_escaleras piscina

(Foto: El mar de mi ventana.  Verónica, Mallorca, 2014)

«Tal vez sea excesivamente sensible, pero la idea de verme súbitamente arrojado a un océano enfurecido, en medio de las tinieblas y el tumulto, me produjo siempre sensación de encogimiento y repulsa.» Joseph Conrad, El espejo del mar

Sugerencia musical para la lectura: «Oitavo Andar», de Clarice Falcão

La resaca barrió en su retroceso con la escena final de aquel sueño irrepetible. Las cinco. La alarma del despertador que no programaba él, le chilló al oído una mañana más.

El gemido quejumbroso del otro, el resoplido como de caballo forzado a tirar del carro. La puerta del baño cerrada de golpe. El agua de la ducha…

—¿En serio tienes que hacer tanto ruido al irte a trabajar? —La misma pregunta de todos sus desvelos.

Y el desayuno en la cocina vacía como única respuesta diaria. Café solo, pero demasiado.

Algún día, Milo se atrevería a tocar la puerta de su vecino (aunque lo que deseaba era tocarle el culo), para pedirle, por favor, que fuera más silencioso por las mañanas, o para invitarlo a cenar. Lo decidiría en su próximo sueño.

Miss Agradecimientos (véase foto. Mejor con zoom) a esas primeras palabras de un domingo que me regalaron todos ellos

lista impropost

Estándar
ficciones relativas

Dime cómo te llamas (de fuego encendido)

marrackech en el sol de tu pelo

(Ocaso en mujer que no conocí. Marrakech, Verónica 2013)

Sugerencia musical para la lectura: The Godfather Waltz

Hace tanto tiempo que ocurrió, que apenas lo recuerdo. Haría falta un buen montón de dinero para poder rescatarlo todo de la memoria, pero no de la mía, sino de la memoria colectiva del pueblo de Ogeuf.

Ogeuf es una población pequeña, y vienen de tan antiguo sus habitantes que nadie se conoce por el verdadero nombre de pila, sino por el mote de sus familias. Son apelativos heredados por los lugareños generación tras generación. Los aceptan resignados, y cuelgan de sus cuellos como pesados carteles que les encorvan el amor propio. Son los malos nombres que los señalan, aunque nada tengan que ver con su auténtica ocupación ni idiosincrasia.

Así, el Magdaleno no se dedica a la fabricación de deliciosos bollos, sino que regenta un locutorio cochambroso (y con «trastienda feliz», como constaba a algunos de sus paisanos) en el pueblo vecino. La Botines, aunque sí tuvo la única zapatería del lugar, que antes fuera de su madre, trabaja ahora de camarera-cocinera-asistenta en el bar local. Solo hay una excepción: el Negro. Es más negro que la pez y llegó a Ogeuf procedente de África hace trece meses.

Lo que ocurrió fue algo rápido, sencillo: un estallido. No obstante, resulta fundamental conocer la cronología de los hechos para poder determinar el origen  de tanta desolación. Todos señalaban la fiesta del pueblo vecino, Asarb, como la causa principal. Pero los asarbenses se negaban a aceptar que el jubileo por el nacimiento de su patrón, San Nobrac, pudiera verse mancillado por tal denuncia.

El consistorio de Ogeuf  había prendido como si fuera la casa de paja del cerdito más holgazán. Las llamas devoraron con avidez sus muebles de al menos doscientos años de antigüedad, pero, sobre todo, los fardos de papeles, entre los que se hallaban las partidas de nacimiento de cuantos habían poblado Ogeuf desde 1800. La onomástica ogeufense ascendió a los cielos en negros y delgados veleros de ceniza en el día de San Nobrac. Los verdaderos nombres de aquellas gentes fueron a confundirse con las nubes para llover un día, quién sabe dónde, en forma de corrosiva maldición.

Estándar
ficciones relativas

Furibundo Marcianero y los circuleros II

gato estambul

(Foto: Estambul, gato con raspa de salmón. Verónica, 2014)

Furibundo se transformó en gato. Se acercó al resplandor violeta atraído como una polilla felina, un insecto juguetón al que poco importaba el peligro a lo desconocido, sólo lo movía la curiosidad. Un intenso olor a excremento bovino lo penetró hasta el cerebro, y el impacto olfativo vino a sumarse al fuerte golpe que recibió en el cogote.

El pobre Furibundo salió propulsado hacia delante y, con el corazón en la boca y las manos llenas de mierda de vaca, pues había caído justo encima del mojón, volvió la cabeza lentamente esperando toparse con el rostro deforme de un alienígena. Vio unos ojillos maliciosos, una enorme napia similar a un pimiento, una sola ceja que cruzaba la faz del horrendo ser como una oruga peluda, y una frente que sobresalía como un extraño apéndice, a modo de toldo.

Resultaba innegable, aquel ser no venía en son de paz. Su primo Tolín siempre aparecía para fastidiar los momentos más emocionantes de la vida de Furibundo.

–¿Qué carajo haces aquí, Bundo? Tu madre anda buscándote. Te la vas a ganar bien. Cuando te encuentre te va a correr a gorrazos.

–Déjame solo.

–Eres más raro que un perro verde, enano. ¿Qué haces solo en este secarral? Que te digo que la tía Angustias anda buscándote y que, si no vienes conmigo, te va a dar pal pelo.

–Que me dejes.

–Ahí te quedas, imbécil. Cuando llegues a casa lleno de mierda de vaca, no me digas que no te avisé de lo que te esperaba…

Furibundo sintió una rabia infinita. Pero pensó: «Tolín, imbécil, tú no sabes qué me espera».

 

 

 

Estándar
ficciones relativas

Furibundo Marcianero y los circuleros (paso uno)

  furibundo marcianero

(dibujo de G., cinco años)

«Vivimos en un universo extraño y maravilloso. Se necesita una extraordinaria imaginación para apreciar su edad, tamaño, violencia, e incluso su belleza»,

Stephen Hawking

 

Furibundo era funcionario y fumador empedernido, triste y apagado como las colillas consumidas que humeaban en su cenicero Recuerdo de Valdemaqueda. Hacía unos meses que sus colegas se mofaban de él llamándolo «Cálico electrónico» porque había librado una campaña en favor del vaporoso y moderno cigarrillo. Quemó todas sus naves en encendidas discusiones con Pepe, el director de Recursos Humanos, para poder seguir disfrutando en su puesto de trabajo del único placer físico para el que no requería los servicios de nadie. Pero fue en vano. Por suerte, Furibundo tenía un auténtico vicio intelectual: la amplitud y la frecuencia, eso sí, ambas moduladas.

El mundo del radio aficionado era un universo sólo apto para sibaritas de la comunicación. Nada qué ver con las burdas redes sociales, que tanto detestaba Furibundo. En esos espacios de pornografía verbal, las personas divagaban al desnudo sin ton ni son: lo mismo les daba por plagiar algún manifiesto político embutiéndolo en ciento cuarenta caracteres; por poner una foto de su perro feo escondido entre las sábanas; por decir cosas como «acabo de levantarme, quiero café»; o por difundir falsas imágenes sobre falsos objetos voladores no identificados. Qué sabrían todos esos usuarios ignorantes de la galaxia tan increíble que se ocultaba en las ondas hercianas.

Furibundo desconfiaba de todo el mundo. Desconfiaba del propio Furibundo. En ocasiones se miraba fijamente al espejo durante un tiempo infinito y acababa teniendo la sensación de que la imagen reflejada no era la suya. Esos ojos de pupilas diminutas y escleróticas amarillentas no podían ser los mismos que vieron un día, hacía ya cuatro décadas, a un ser procedente de otra dimensión. A la sazón de cinco años, esa mirada ahora ya entrecerrada por el tiempo se clavó hasta el fondo en una luz violácea que levitaba sobre el mojón de una vaca.

To be continued…

Estándar
ficciones relativas

Gozo, dolor, escroto, fláccida («ImproPost» a partir de palabras sugeridas por otros)

(Foto: Verónica 2013)

(Sugerencia musical para lectura: Suite no. 1 para violonchelo, de J.S. Bach, http://goo.gl/Op05U4)

El arco frotado sobre las cuerdas penetraba en su piel como el aceite sobre la dermis húmeda al salir del mar. El dolor, no obstante, era mucho más intenso que el gozo. Lo recorrían las notas como una hilera de diminutas hormigas que iba erizándole el vello, cosquilleos casi imperceptibles que aumentaban el placer con una intensidad directamente proporcional a la imposibilidad de disfrutarlo.

Una gruta, un camino oscuro y allanado por los pasos del más estruendoso olvido: el escrito no leído por nadie resguardado en su escroto. Escroto. Escrutaría mil veces esa palabra hasta que dejara de sonar ridícula, pronunciándola, si pudiera, para liberar toda la tensión ejercida por la excitación.

Una mano, unos dedos doblados sobre el mástil de su esencia menos cerebral bailarían una danza hipnótica el día que dejara de soñar con imposibles. Arriba y abajo, un movimiento pausado aunque firme; arriba y abajo, y la eyaculación dejaría de ser un recuerdo lejano para llover con su espesura sobre el presente.

Se negaba a seguir leyendo el periódico, maldita información. A partir de ese día no quería saber más sobre Japón, donde los discapacitados tienen derecho al placer. Cerró los ojos hasta empezar a ver destellos blancos. Más allá de los sueños, en el piso de Lavapiés que compartía con su madre, seguiría postrado en su cama, sobre el colchón duro, con la mirada fláccida y la imaginación erecta, escuchando una suite para violonchelo.

Muchas gracias a @QueenyKong, @mallorcatalca y @salvitavidal por su inspiración.

Véase link a la noticia sobre White Hands: http://goo.gl/PrDsv

Estándar