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Vivir

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Foto: Luis Salinas.

«Contiene cierta magia porque se mueve. Los ríos nunca están estancados. Cuando lo de mi padre acababa de ocurrir…», fragmento de mis escritos, que él siempre revisaba.

Se ha ido. Hace meses que estaba mal. Ayer sucedió algo y supimos que ya no podíamos esperar más. Él no conocía el mañana (ni nosotros), quizá sí sentía lo que habían sido los días hasta el momento en que se encontraba. Todos los mimos, las carantoñas, los maullidos que nos regalaba… Era calor y acogimiento; se posaba sobre mi vientre cuando más necesitaba ese peso reconfortante sobre el dolor que a veces me aqueja.

No se separó de S. hasta el final.

Desde que su perro amigo se marchó, él cambió. O tal vez no fuera un cambio, sino una liberación de lo que había aguantado hasta ese instante. El veterinario nos dijo que el estrés de la enfermedad del otro hace que los felinos contengan su propio malestar. Una vez que esa compañía desaparece, la dolencia aflora con toda su potencia. Y eso ocurrió.

Pasó de ser un gato que subía a cualquier superficie y se te plantaba en la cabeza en plena noche (de forma que creías llevar peluca), a arrastrarse cada vez más despacio por la vida. No queríamos verlo sufrir, no queríamos aumentar su dolor por no dejarlo marchar.

Ayer sucedió.

Esperamos la llegada del veterinario acurrucados junto a él en el sofá, arropándolo, acariciándolo, despidiéndonos… En silencio, hablando de vez en cuando con él, dándole las gracias. Y esperando. Su cuerpo respiraba muy despacio, él ni siquiera maullaba, movía una patita y se quedaba quieto. Yo deseé que se marchara antes de la llegada del médico, pero los gatos son muy resistentes, muy fuertes, muy increíbles. Y esperamos.

Entonces recordé las horas previas al nacimiento de mis dos hijos.

Los que esperan la vida tampoco saben muy bien qué hacer. Va a producirse un cambio trascendental, la aparición de un nuevo ser y no hay preparación posible para la sensación que se aproxima, entre una metamorfosis de tal magnitud que la atmósfera se carga de desorientación y asombro. Mi cuerpo de madre parece ser el único que sabe qué ocurrirá y lanza sus señales inequívocas. Mientras, los que observan buscan algo en qué ocupar el tiempo de espera.

Cuando aguardas la muerte y no eres tú quien ha de marchar, tampoco sabes cómo llenar ese vacío que se aproxima. Empiezo a entender ahora que no hay que ocuparlo. Ese hueco físico que dejará quien da el paso de desaparecer de este mundo existirá siempre y debo aprender a viajarlo. Forma parte de mi existencia la partida de tantos seres cuya existencia es mucho más efímera de lo imaginariamente previsible.

Nacer. Morir. Vivir.

La llegada de todos cuantos estamos aquí tampoco estuvo garantizada en muchos casos, pero es ya un hecho innegable. Vivimos, pisamos esta Tierra y aquí seguimos, por el momento. Un día, no sabemos cuál, daremos el paso siguiente. Mientras tanto nos toca ir dejando espacio para esos agujeros que van abriendo los que parten antes. Socavones que son parte del recorrido; un tramo del viaje en el que debemos aprender a continuar caminando acompañados de la memoria.

Y eso hacemos hoy. De nuevo. Seguir viajando.

Lo que atesoraremos para siempre: su llegada a nuestras vidas, tan repentina y generosa, tan sorprendente; su ternura, su tersura, su mirada, sus caricias con el hocico, su insistencia en ponerse sobre los teclados de nuestros ordenadores; su forma desconcertante de fijar la vista en el vacío; su gusto por beber el agua de los vasos descuidados sobre la mesa; su afabilidad al dejarse achuchar por todos; su capacidad de adaptación a las mudanzas, sus ganas de subir a la furgo para ir con nosotros de aventura; lo claros que tenía sus gustos alimentarios. Su partida tan silenciosa…

Voy a escribirlo todo en el recuerdo para colocar una guirnalda de palabras en torno al agujero abierto hoy en mi camino.

Adiós, adiós, espero que ya estés con tu perro amigo. Os queremos mucho.

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Y llegaste tú, andando tierras…

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Foto: Tú, tú y mi mirada.

¿Alguna vez imaginó tu madre que le estaría tan agradecida? No lo creo. Y eso es lo maravilloso de la vida, que cuando ocurren las cosas jamás son como las habías imaginado.

Hoy hace una serie de años, algo más de la mitad de una vida de cien, te dio por salir a este mundo desde las entrañas de esa mujer que jamás sabrá de la intensidad de mi gratitud en toda su dimensión. Serías, imagino, pequeño, suave, aunque no peludo como el proverbial burrito literario. Pero sí tozudo, en eso sí que debías parecerte al personaje de Juan Ramón Jiménez. Tozudo, digo, porque te empeñaste en vivir, en resistir, en pasar por todo lo que te tocó desde tan temprana edad, como si se tratara de un viaje. Siempre has estado en camino. En trayecto sin destino concreto. Y es que, como debió decir alguna sabia alma hace ya tiempo: el que no busca encuentra.

Dices y sientes que siempre olvidas esta fecha. Que tal vez pasa como un día más de no ser por las llamadas que recibes, llamadas de alegría, jamás de compromiso. Sin embargo, para mí, este veinte de septiembre jamás volverá a ser un día cualquiera. De por sí mis días, todos ellos, son únicos e irrepetibles, pero es que, desde que se cruzaron nuestras rutas, esas jornadas se han tornado aún más especiales. Me explico.

Hacía ya años que andabas caminando por este planeta, casi tantos como los que has llegado a vivir, pero yo desconocía tu paradero. Andaba yo también viajando hace ya tiempo por estos pagos, aunque no habían querido las jornadas que coincidiéramos. Y un día, un día de hace unos cuantos atrás, esos dos trayectos confluyeron. Verás, conocerte es viajar cada segundo a un nuevo destino. Se equivocan los que crean que ya en ruta contigo no hay ninguna novedad por descubrir.

Por supuesto, es innegable lo reconfortante que es regresar al hogar, que en tu persona sería el llegar a determinadas conclusiones a las que sólo tú puedes llegar. Pero, ¡ay, amigo!, que la sorpresa siempre esté a la vuelta de la esquina al tocar tu puerta, eso, querido, no hay cifra que pueda valorarlo. Sí, sí, sí, eres divertido, generoso, honesto, comprometido… La lista se alarga hasta el horizonte, pero hay algo que me gusta de ti sobre todas las cosas: ERES SORPRENDENTE. Que algunos dirán: «Bueno, a ver, tampoco es tan difícil resultar sorprendente. Haces lo inesperado y ya». Pues no, amiguitos desconocedores de la sorpresa genuina.

Me levanto todas las mañanas agradeciendo al éter común el regalo de seguir entre los vivos y con la ilusión de que la realidad se desarrolle cómo no podría esperar que lo hiciera en un millón de años: y ahí estás tú, haciéndolo posible. Escucha, viajero incansable, tu ser impredecible es sinónimo, para mí, de estar como un queso, no de estar como una cabra (a pesar de que esta última sea artífice del primero). Ser impredecible como el mejor de los libros y permanente como la literatura: emocionante y sólido, fugaz y perdurable. Como la vida misma, mi querido Sancho.

Que una iba por la vida creyendo que ya no había gigantes, solo molinos, y de pronto se encuentra en lo alto de un monte lejano, en un país muy muy lejano, contemplando bien de cerca los orejones móviles del mismísimo Eolo. O escapando de una erupción volcánica que ni Julio Verne hubiera podido imaginar. O, en momentos menos literarios, dirigiéndonos, movidos por tu curiosidad exploradora, hacia una pareja en plena cópula, creyendo que se trataba de una solitaria dama practicando ejercicios yóguicos, similares a la hípica, bajo el sol del ocaso. O sentados, por tu elección, a la mesa de un fornido cretense vestido de negro de cabeza a pies con algunos asuntillos pendientes con otros fornidos bigotudos de gesto torcido. O viéndote departir relajadamente en zamorano con una anciana que no conoce otro idioma que su dialecto de una perdida isla griega.

Amigo compañero de viaje, ya concluyo. Te deseo en este nuevo año de tu vida más sorpresas, más rutas recalculadas, más desvíos, pistas de tierra y ríos crecidos. Te deseo más lugares ignotos, más pérdidas de señal de satélite y reencuentros con tus amados mapas de papel. Más nuevas mujeres, nuevos hombres, nuevos mares y paraísos hallados. Te deseo más soles eternos y lunas llenas, y una lluvia de estrellas que inunde tus ojos de sueños por cumplir. Te deseo días pletóricos y tardes nostálgicas, te deseo felicidad y descubrimiento constante. Te deseo… Te deseo.

Por un infinito y una sucesión constante de conexiones. Gracias a la madre que te parió y a los pasos que has dado para llegar hasta el hoy, que es nuestro siempre. Felicidades hoy y felicidad en todos tus despertares.

 

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La mirada desde la orilla o pensar con el cerebro ajeno

 

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Foto: Luis Salinas

Música: Electronic Warrior, T. Rex

 

Each sentence, even down to its syllabic and acoustical shape, embryonically contains the next.

(Cada frase, incluso hasta en lo que a sílabas y sonoridad se refiere, contiene el embrión de la siguiente.)

Colin Barrett.

 

19:30

Tras una larga travesía de un jueves entre galeradas, recalamos en la isla Calders. Se encuentra al cabo de un pasaje, rodeada de bares con sus terrazas incitantes. La que fuera fábrica de botones ahora está hecha de libros, y la habitan letras de toda índole. A sus habitantes no les asombra nuestra llegada, y nos observan en silencio, aunque sabedores de que nos adentramos en un territorio conocido. Un terreno que acoge la totalidad de las posibilidades. Una isla que fue arrasada por los piratas robalibros de Malpaso.

 

19:35

Avistamos, más allá del bosque de libros, una barra de bar: ese faro inconfundible, la transparencia afable de los botellines de cerveza y las copas a la espera de recibir y compartirse. Junto a ella, una tarima, tres sillas (falta una) un micrófono y una mesa. Y la promesa de unas palabras que hemos venido a escuchar. Las copas ya están llenas y los botellines van animando las conversaciones. Calders nos obsequia con esa compañía líquida, que tanto relaja las rigideces habituales en momentos en los que añoramos una muleta invisible de apoyo para los encuentros sociales (ahora que ya no se puede fumar).

 

19:45

Cada cual ocupa su lugar. Al final, saber dónde está uno no resulta tan difícil, al menos, cuando hay una silla en la que acomodarse. Los asientos del proscenio también han sido ocupados. Celia Filipetto (traductora), Daniel Osca (editor), Kiko Amat (escritor y prologuista). ¿Y el autor? Colin Barrett sin Colin Barrett: la pura esencia de esta presentación. La innegable presencia del escritor transmutada en la persona de la traductora.

La isla de Sajalín da nombre a la editorial que ha publicado la obra del autor de cuerpo ausente. Sajalín nos lleva a un entorno penitenciario, a un territorio rodeado de mar —promesa de viajes—, que constriñe a sus habitantes presos y los encierra en un destino que parece marcado a fuego en su ADN. Y de ahí llegan letras marginadas —la colección recibe el conveniente nombre de “Al margen”—: Repudiados, Gallo de pelea, La educación de un ladrón, No hay bestia tan feroz, Los reyes del jaco. Y ahora, arriba a puerto (aunque en un barco fantasma), el irlandés Colin Barrett, con su Glanbeigh.

Daniel Osca nos presenta a Colin Barrett; no está el escritor (un imprevisto lo ha dejado varado en Irlanda), pero aquí están sus letras. Qué grandes los libros que permiten viajar librándose del engorro de las esperas, las turbulencias, los desencuentros. Nos habla de un autor joven, laureado, hábil con el relato, equiparable a grandes escritores como Faulkner… Pero hay algo más en esa ausencia de Colin Barrett; sigue estando muy presente. Tal vez su no presencia se deba a esa habilidad de habitar ese lugar «donde todo se tuerce». Y en ese punto donde las palabras se vinculan con nudo ciego, Daniel Osca presenta a Celia Filipetto.

 

Celia Filipetto, colega experta y laureada de travesía traductora, toma la palabra. Empieza a hablar en la lengua que el joven irlandés no domina para escribir en ella y afirma: «Traducir los cuentos de Colin Barrett me ha permitido rejuvenecer […] Tomarme infinidad de pintas de Guinness y ahorrarme todas las resacas». Amigos: ¿rejuvenecer y embriagarse sin consecuencias? ¿Dónde hay que apuntarse para eso de traducir?

Una servidora sonríe con los ojos al escuchar a Celia compartir esos placeres. Ella habla de su experiencia desde ese lector que todos los trujamanes llevamos dentro, ese lector que bate palmas y da saltos disimuladamente, mientras mantiene la compostura externa, cuando el editor le ofrece leer por primera vez una historia llena de nudos deslizantes, de afectos cruzados entre palabras e historias, y desanudarlos para que otros lectores vayan tirando de la cuerda del relato.

Celia va metiéndonos en harina, nos sacude como a un montón de boquerones agitados dentro de un tamiz. Para que leamos a Colin Barrett en español ha combatido contra «armas de confusión masiva» y ha salido victoriosa. Contactó con un dj aficionado de tierras irlandesas con tal de saltar barreras lingüísticas cubiertas de cristales rotos (serían de cascos de cerveza) en forma de modismos casi de barrio. De un barrio que Colin Barrett tenía en su imaginación. Un lugar donde sus habitantes imaginarios también «echan  mano del argot americano». Unos personajes que usan una variedad tan grande de sinónimos para decir «borracho» como el número de cervezas distintas que son capaces de tragar.

 

Las palabras de Celia como lectora-autora-traductora invitan cada vez más a viajar a Glanbeigh, a ese pueblo «que no conoces, pero seguro que te suena».

 

Esta parada del día en la costa de nuevas letras, va tocando a su fin. Celia pone punto y final a su declaración. La ausencia de Colin Barrett habrá de llenarla Kiko Amat, que ha decidido leer su prólogo de viva voz. Se entrega a la interpretación apasionada de cuanto ha escrito. Y yo miro a Celia. Celia escucha con los ojos, tal como sé que traduce. Esa capacidad de atención a las voces y al silencio, esa habilidad para ver en el otro lo que el otro ha querido decir en su lengua, esa generosidad para desaparecer y a la vez ser más uno que nunca con tal de trasladarlo al propio idioma, metido en la piel del autor, son los componentes, algunos, que la convierten en traductora por derecho. Amigos, no se me ocurre mejor presentador de un libro traducido que su traductor.

Ha sido este un viaje inolvidable que marca el inicio de una nueva aventura. Invito a todos a disfrutar de ella. Celebro y deseo que todos los capitanes editoriales cuenten con sus trujamanes para seducir a sus futuros lectores. No hay mejor arma de seducción que la descripción de la propia experiencia desde su mismo origen: el acto creativo en sí.

Por eso cierro esta particular bitácora con palabras de la propia trujamana: «Se dice que en los pueblos chicos el infierno es grande. Imagínense cómo serán los pubs de esos pueblos chicos si, además, son irlandeses.  En los cuentos de Colin Barrett, el pub es el local por excelencia donde pasa de todo y donde todo pasa: pasa la vida, pasa el amor, pasa la guerra, pasa la paternidad, pasa la amistad, pasa la juventud no siempre perdida, pasa la muerte en cortejo fúnebre. Los invito a que viajen a Glanbeigh y se apunten a esta visita guiada de Colin Barrett. La disfrutarán».

Gracias.

 

 

 

 

 

 

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Mírame y no me… olvides

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(Foto: Vidas prestadas, la nueva obra de Gabriel Córdoba. Estreno en El Almazen, Barcelona. Vero 2015)

Desde el amor sincero que profeso por el teatro, aquí os dejo todo lo que me hizo sentir Vidas prestadasDeseo que os llegue y os animo a ir en busca de emociones propias con esta experiencia teatral.

Hoy me ha despertado el rumor amortiguado del río. En la ciudad contaminada, el agua ruge de esa forma contenida cuando ha llovido mucho; el cauce se desborda por las márgenes a causa de la cantidad de mierda que le han tirado. Pero la corriente fluye con fuerza, y sé que el río está escupiendo toda la basura hacia fuera.

Viví un despertar muy parecido al ver actuar a Gabriel Córdoba y a Rafa Delacroix en Vidas Prestadas, obra escrita y dirigida por el primero.

Un rumor sordo de experiencia cargada de recuerdos sirven a un director teatral, al más puro estilo Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses (Gabriel Córdoba), para barrer con la inocencia del joven actor debutante (Rafa Delacroix), que aspira a conseguir un papel protagonista. El director es el río desbordado, la avalancha de emociones emergidas de entre el limo más profundo de su existencia, la bofetada continua al aficionado de pasión vocacional y fragilidad de inexperto.

Porque, como dice el director, «En el teatro todo es verdad. Para mentiras ya tenemos el cine», estar tan cerca de Gabriel y Rafa mientras interpretan es tan auténtico como freír esas croquetas caseras que tanto me gustan: las contemplo saboreando lo que vendrá y, sin previo aviso, me salpica el aceite hirviendo. A través de las vivencias más cotidianas sobre las tablas, la interpretación de Gabriel levanta ampollas, la de Rafa es el calor remanente en la piel herida. Golpes y caricias, lágrima contenida y carcajada breve, porque al poco llega un nuevo embate dialéctico.

La intensidad textual de Vidas Prestadas aumenta en autenticidad por la cercanía física entre público e intérpretes, lo cual es posible gracias al escenario en que se representa: el Almazen (www.almazen.net). Un local de recorrido tan largo, constante y peculiar que merece artículo aparte. Dirigido por Macarena González de Vega, este espacio colectivo sirve de escena para «artes poco convencionales». Como espectadora, amo la posibilidad de que esa ruptura con la convención incluya la cercanía entre público y artistas.

En resumen. Ríos desbordados, deliciosas frituras familiares, en apariencia inofensivas, que salpican aceite hirviendo a la cara del espectador. Teatro sobre teatro, miel sobre hojuelas. Gabriel Córdoba y Rafa Delacroix al alcance de la mano, a pie de alma. Amor, sexo y risas saladas por un llanto antiguo. Vidas prestadas. Altamente imperdible.

Todavía podéis Verla:

https://www.facebook.com/events/1377767785881474/

Y me gustó tanto el Almazen que alguien muy especial ¡me regaló el carnet de socia! La guinda de la noche.

almazen

Vida

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Impulsos de energía (o viaje electromagnético al otro lado del altavoz). Tres

luces de bohemia

(Foto: «Encara ke no ho sembli, no hi ha pitjor tortura ke pensar. KITCH». Pegado sobre pieza metálica abandonada en Cadaqués, 2014)

tres:  de luces de bohemia, notas eternas y otras magias. Joan Bentallé y Robert Molina

Dentro de escasos segundos empezaremos a volar, estaremos en el aire. Ya han ocupado sus asientos los dos artistas a los que el equipo del programa ha decidido «proteger», Joan Bentallé y Robert Molina. Ambos merecen protagonizar relatos aparte, pero hoy simbolizan una misma emoción que tengo la fortuna de contemplar: la entrega a la interpretación.

Joan Bentallé podría ser el gato de Chesire, con su capacidad para aparecer y desaparecer, de despistar con sus continuas mutaciones, con su sonrisa permanente. Va abriendo la puerta de su camerino y salen de su interior muñecos televisivos, políticos zombies, jóvenes lacónicos, y todos asoman aferrados a la mano de la persona, que no del personaje, quien ha inspirado incluso un libro con sus vivencias, El marit invisible. Lo mismo manipula desde dentro al complicado Bluky que se viste de guionista y codirector para rodar su primer corto con La verdad por delante, justo después de haberse entregado, en cuerpo y alma, al Amor eterno. Joan contesta a las preguntas abriendo armarios para airearlos de viejos fantasmas, resucitando a personajes a petición de los presentes, y presenta su actualidad creativa siempre sazonándola con anécdotas personales que lo retratan como espécimen digno de protección. Es un chico auténtico de barrio y del auténtico Barrio. Espontáneo incandescente, de combustión constante, oculta un núcleo melancólico del que surgen ideas emotivas disfrazadas de mordacidad, son lava de un volcán soterrado bajo un glaciar. Como decían del gato de Chesire: es posible ver un gato sin sonrisa, pero jamás una sonrisa sin gato. Jamás una sonrisa sin Joan, el actor con más de siete vidas.

Robert Molina no llega solo. Viene con su guitarra —que viaja en una funda rígida, negra y magullada—, compañera inseparable en su larga trayectoria por las pistas pedregosas de la escena musical que, Amb una mica de sort,* lo han traído hasta aquí. El músico está pálido y nos cuenta que hace dos semanas escasas ha pasado horas en una mesa, no la de mezclas, sino la del quirófano. No obstante, ha decidido descender hasta la guarida de las ondas para presentar su disco, Habitacions; de la habitación del hospital a la promoción musical, a riesgo de que se le salten las grapas en vivo y en directo. Su gesto es contenido, sus intervenciones, acertadas y puntuales, no son explosiones, son sentencias breves, pero contundentes. Me fijo en sus manos. También blancas, los dedos huesudos se mueven inquietos; les falta algo, por las grietas abiertas entre ellos se escapa un tiempo que podrían invertir en acariciar las cuerdas. Añoran la guitarra. Y así parece ser, porque en cuanto Robert es invitado a tocar en directo, su cuerpo se transforma; todo él muta en poesía. El chico recién operado, el tímido y pálido invitado, abre las compuertas de su creatividad, y años de inspiración inundan el estudio. Interpreta Ho deixaré demà, oda a la procrastinación. De no ser porque se trata de la descripción del propio Robert, costaría relacionar el aplazamiento creativo con un cantautor que promociona su disco con las heridas tiernas. O tal vez haya sido la frescura de otras magulladuras la que lo ha traído hasta aquí. Quizá huya de una antigua desidia, esa que le cantaba al oído con su voz de sirena para disuadirlo de su entrega a la rapsodia. Son todo suposiciones, o quizá proyecciones personales. En cualquier caso, él será (sólo en parte) la Falsa Tortuga, ese personaje melancólico que añoraba, en ocasiones, los días en que fuera el auténtico y lento reptil marino.

*Con un poco de suerte.

continuación en conclusión: hoy no es un dial cualquiera.

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Impulsos de energía (o viaje electromagnético al otro lado del altavoz). Dos

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(Foto: la mesa de Willy y mi cuaderno.)

dos: Ser y escuchar

Llego a las puertas de la madriguera radiofónica, cargada con mi bolsa de ofrendas, seis pesados volúmenes, seis copias de la novela El invierno del mundo, de Ken Follett, versionada al castellano por Anuvela, grupo de malabaristas lingüísticas en el que respondo por «Ve». Los ejemplares me acreditan como trujamana, aunque soy una viajera sin documentos. Voy cargada de ilusión, pero desprovista de DNI. Y en el mostrador, también excusándose ante el guardia de seguridad por su falta de papeles, está Joan, Joan Bentallé. Compartimos complicidad de indocumentados y una emoción genuina por parte de ambos ante la expectativa radiofónica. No tardan en aparecer algunos de nuestros anfitriones. Òscar Morè, Víctor Fernández, Marta Delcor y Willy Arnal. Y empieza la caída libre hasta la guarida de las ondas.

Bajamos, bajamos y bajamos; o bien la escalera es muy larga o bien nos acercamos al centro de la Tierra. En el descenso todos parecen conocerse, con cada escalón se atraen más, quizá la imantación del núcleo terrestre empieza a hacer efecto entre los presentes. Lo electromagnético habita en la radio y, por lo visto, en sus habitantes. Joan, actor con muchas tablas radiofónicas, bromea relajadamente con los anfitriones. Algún chiste privado se me escapa, pero no me siento extraña. Algo me anuncia que soy más que una espectadora, soy partícipe de una fiesta muy especial.

Òscar Moré, la voz cantante del programa, es el Conejo Blanco: veterano en estas lides, atento a los invitados, atento a la programación, no para de sonreír ni pierde de vista el reloj interno que le indica que no puede llegar tarde; el programa debe empezar a tiempo; todo el mundo debe tener un espacio de participación, hay que seguir un guión, pero a la vez debe quedar lugar para la improvisación. ¿Logrará estar en todas partes? Ocupa su lugar al frente del micro y sigue sonriendo. Siempre sonríe.

Entonces aparece el Sombrerero Loco, Víctor Fernández, aparentemente distraído, aunque con mirada de camaleón: lo capta todo. Dispuesto a cortar cabezas con las múltiples y afiladísimas alas de sus sombreros cuando viste el contenido de su baúl de farándula, para dar vida a su plantel de  personajes. Es un maletón lleno de voces, canciones y ocurrencias. Un mueble viajero que se intuye lleno de oropeles, pero también de horas de estudio, de lectura, de escucha, de atención. No obstante, detrás de Loli Menéndez, la deslenguada centroamericana que aterrizó en pleno centro de Barcelona, procedente de algún poblado chabolista, con ganas de comerse el mundo, los escenarios y que, para conseguirlo, se tragará lo que haga falta; detrás de Cornelia, esa tieta catalana carranclona y mordaz, que invade con descaro casas particulares vía telefónica, preguntando por el tiempo en calidad de meteoróloga radiofónica; detrás del primo de «Graná», ese andaluz flemático, el que arrastra las palabras y las dispara de pronto con voz aflautada para sobresalto de su interlocutor; detrás del abuelo Alfonsu Saus y de sus salidas de tono con sus entradas inesperadas y procaces al estudio en plena grabación del programa… Detrás de todos ellos se esconde la verdadera esencia: el actor periodista o periodista escénico, que ya no es el Sombrerero Loco distraído y con verborrea, es Bayard, el sabueso informador, ese investigador de la novedad que anhela presenciar todos los conciertos, todas las obras teatrales, todas las danzas, para poder desmenuzarlas, asimilarlas y saborearlas con el público que no tuvo la suerte de experimentarlas.

Se abre la puerta del estudio, y apresurada, abrazada a un fajo de folios recién impresos, entra la Reina de Corazones, Marta Delcor: con paso firme, con aire organizador, con el gesto preciso para acoger y saludar a todos los presentes. Combina formalidades y profesionalidad, sonrisas y orden. La seriedad de una locutora entregada a su oficio con el toque justo de desenvoltura. Se mueve con tal gracilidad que da la sensación de estar bailando de forma permanente. El estudio no es muy grande, pero ella consigue distribuir papeles y miradas que exigen coordinación del grupo sin chocar con nada ni con nadie, y lo hace siguiendo una coreografía que parece ensayada. Ordena su espacio de actuación, comprueba la posición de los objetos, de las personas y se dispone a iniciar el programa.

Me sitúan junto a la mesa de mezclas. «Voy a ver trabajar al técnico de sonido», pienso, incrédula. Con sólo alargar la mano, podría tocar ese ábaco sonoro, con su arco iris de diales, tan plagado de historias fugaces que comunican un mundo con un solo sonido, archivo de fragmentos vitales que componen el alter ego de Willy Arnal. Pero me contengo. Entonces entra el técnico de audio creativo. El Harpo de este programa; ¿cómo puede fingirse mudo y trabajar en la radio? Robando las palabras, usurpando exabruptos. Y con una sonrisa que lo dice todo sin tener que articular nada. Se adivina a alguien muy ocurrente, que las caza al vuelo con su red sonora; el técnico creativo más rápido a este lado del Llobregat. Cuando un invitado está pensando en una ventosidad, Willy ya tiene preparada, hace rato, la expresión sonora del pedo enlatado. Doy fe.

Me abruma la constante entrada de especies a la pecera de cristal, sobre todo, porque busco impaciente el rostro anónimo de Abel Jiménez, la persona que contactó conmigo para invitarme al programa. En cuestión de segundos, me instaló en la comodidad de la charla con un conocido y, de paso, me hizo una entrevista telefónica, creo. Yo estuve conversando con un amigo. Vuelve a abrirse la puerta. Entran dos enormes faros. Lo iluminan todo desde lo alto de un chico vestido de negro. Es Humpty Dumpty y tiene el poder de ver a través del espejo. Sentado en la cima del mundo, parece frágil como el proverbial personaje de Carroll, aunque en su discreción almacena multitud de respuestas a otras tantas preguntas, que él formula a todos los invitados antes de que se conviertan en tales. Investiga, indaga, navega y recupera de los pecios hundidos en la Red no sólo lo que más reluce, sino aquellos episodios que a veces han sido conquistados por el verdín del olvido.

Saluda desde la distancia y va a ocupar un lugar un tanto provisional. Entra y sale del estudio, trae botellines de agua, folios que faltaban, y lo hace flotando. Todo está dispuesto para empezar…

continuación en tres: de luces de bohemia, notas eternas y otras magias. Joan Bentallé y Robert Molina


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Impulsos de energía (o viaje electromagnético al otro lado del altavoz). Uno

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(Foto: mi radiocasete de doble pletina y mi cuaderno. La cocina de casa, 2014)

Hace quince días tuve la oportunidad de compartir mucho más que una hora y media de radio con Òscar Moré, Víctor Fernández, Marta Delcor, Willy Arnal, Abel Jiménez y sus dos artistas «protegidos»: el actor Joan Bentallé y el cantautor Robert Molina, en los estudios de Cadena Ser Barcelona, donde se graba el programa Espècies Protegides.

¿Cómo llegué hasta allí? ¿Qué descubrí al llegar? ¿Cómo son las Espècies por dentro? ¿Y por fuera? ¿Quién mató a Kennedy? A  modo de crónica relativa o de relato crónico (por su persistencia) en tres partes y una conclusión, intentaré despejar estas incógnitas. Vale, la última no; de todas formas, «Me respetan», ¿verdad, Loli?  

uno: azul sonoro

Oigo voces mientras escribo. También las oigo mientras traduzco. Hago una pausa para tomar un café, y las voces me siguen hasta la cocina. De pronto, se callan; el cable que les da la vida se ha desconectado. Es un cable pegajoso a fuerza de habitar las distintas cocinas que he ocupado durante veinte años. A duras penas resiste encajado donde debe, lo mantiene en su sitio el pegamento del paso del tiempo. Y ese pringue me adhiere como una mosca a la tira venenosa del recuerdo.

Regreso a una de esas noches universitarias de escritura a mano (la madrugada estaba ya muy entrada en el piso de estudiantes para usar la máquina eléctrica), esos momentos con la única compañía de Gemma Nierga susurrándome al oído en catalán, hablando por hablar. Durante una de esas sesiones con mi radiocasete de doble pletina y mi lámpara con brazo de resorte sentados conmigo a la mesa, la segunda decidió desplazarse. Sin embargo, las letras y lo que me inspiraba la voz insinuante de la locutora me hicieron registrar el movimiento inexplicable como una simple distracción. Transcurridos unos segundos, la lámpara volvió a desplazarse. Levanté la vista, pero lo único que noté fue una pesadez insoportable en los párpados. Momento de irse a la cama. Al día siguiente también fue la radio la que me informó de que, durante la noche, se había registrado un pequeño seísmo en mi zona. Las ondas hertzianas me hicieron ignorar las sísmicas. Y así, desde que tengo memoria auditiva.

Esas voces que me han atrapado de tal forma que ni un temblor me conmueve como lo hacen ellas. Esas voces que siempre me han hablado al oído. Esa sensación de estar recibiendo de forma exclusiva unas palabras pensadas para mí y, en cierta forma, inspiradas en mí, en la cotidianidad de todos los oyentes… Esas voces habitan en las entrañas cableadas de un objeto inmortal: mi viejo radiocasete de doble pletina. La caja negra que atesora tantos instantes irrepetibles. El artilugio que me permitió grabar la banda sonora de mi juventud y jugar al reporterismo doméstico.

En uno de mis descansos matutinos con parada obligatoria en la cafetera, le doy al EJECT. Es un gesto distraído, aunque motivado por la nostalgia. Guardo la caja con los viejos casetes en la cocina, escojo uno al azar y lo escucho. La carátula reza «Grabaciones Disco Grande», escrito con mi florida caligrafía juvenil. La cinta empieza a girar y me emociono; mi caos siempre me sorprende con regalos inesperados. Suena la entrevista que le hice a mi abuela cuando ella tenía ochenta años y yo dieciocho y mucho atrevimiento. Se me forma un nudo en la garganta que amenaza con no dejarme tomar el café de la pausa. Para deshacerlo, conmuto del casete a la radio. Es 5 de septiembre de 2014 y acabo de regresar de mi viaje a Islandia. El viaje que me ha vuelto del revés, el que me inspira el libro que escribo, y tengo la sensibilidad en carne viva. Escuchar voces conocidas me confortará.

La emisora sintonizada por defecto, a fuerza de oxidación por la costumbre, es Cadena Ser. Espero escuchar Especialistas Secundarios, el saludo de Armand, pero me sorprende el timbre de otro locutor. Mi primera reacción es de sobresalto. Me he ausentado unas semanas, he vivido desconectada casi un mes, y la radio ha cambiado de voz. Un tal Víctor se arranca por Freddy Mercury con motivo del que hubiera sido su cumpleaños número 68. Willy anuncia que tiene «dolores desde la punta de cabeza a la punta de los pies» por boca de una señora estresada, atracada a golpe de micrófono en plena Boquería barcelonesa. Òscar me da la bienvenida a una nueva fauna y flora, y habla consigo mismo durante la conexión «en directo» con la unidad móvil. Mientras tanto, Marta doma a las bestias y se niega a cantar en un ejercicio de seriedad y buen juicio. A caballo entre la sorpresa y la emoción por la novedad, me acomodo, café en mano, y descubro que tengo un problema: soy radioadicta a la protección de Espècies.

Algunas de esas voces que me hablan mientras me aplico en la tarea de ganar el pan lanzan un cabo al oyente. Me recuerdo pensando en llamar a la radio en incontables ocasiones, elaborando en mi imaginación el ocurrente diálogo que mantendría con este o aquel locutor. Pero jamás había tenido el arrojo de hacerlo. No obstante, los años pasan, y las redes sociales son redes de arrastre que, a diferencia de las marinas, no practican la retropesca, sino la más moderna caza al salto. El equipo de Espècies Protegides dedica una sección entera a «desvirtualizar» a los pájaros que los seguimos a golpe de piada: «El tuitero del día».

Este 5 de septiembre es viernes, hay mercadillo en la calle, las gitanas gritan sus salmodias y cantan las alabanzas de la faja tanga, la policía corretea tras los manteros que pescan sus mercancías tirando de un cordel y, en mi cocina, desde el otro lado del altavoz, una tal Cornelia me anima a abrir la puerta de la jaula del pájaro azul, para que vuele con mis chascarrillos internaúticos hasta las tripas de la radio. Me lo sugiere incitándome a escribir un mensaje ingenioso. Mis palabros me valdrán una invitación al alma de las ondas. Me dispongo a viajar cual Atreyu, a lomos del ave azulada, con la ilusión interminable de descubrir rostros y secretos sonoros.

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los protegidos

La vuelta al baile en ochenta vidas (o algunas menos)

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(Foto: Luis Salinas http://www.luissalinas.es)

Hace unos días compartí unos minutos con un gran bailarín, Ángel Corella. Dedico mi humilde homenaje a quienes, como él (y como mi madre), sienten la danza como un órgano vital de la humanidad. 

Todavía acostada, abrió los párpados con la pesadez del sueño incompleto. La música se oía a lo lejos, pero alguien estaba tocándola en su interior. Se incorporó, recibió la frescura del suelo con las plantas desnudas y apoyó todo el peso de sus setenta años en el deseo reencontrado de bailar.

***

Está solo en casa. No suena la radio; ha decidido que hoy no escoja un extraño la banda sonora de su vida. Pone su tema favorito, y la memoria lo traslada a un tiempo en que el único cuerpo perfecto era el suyo. Moviendo un dedo en el aire describe todo el contenido de su nostalgia y, con la otra mano, apretuja esos días que lo vieron bailar con hombres jóvenes.

***

El espejo la atrae como un imán. No es de cuerpo entero, pero ella es tan pequeña todavía que su alegría entera cabe en el reflejo. «Acabarás mareándote», le dice su madre, pero le da igual. Seguirá dando vueltas y más vueltas hasta sentir que el desmayo es inminente y que la música se ha hecho con el control de sus pies.

***

Habían pasado ya cinco años desde el accidente. Tenía muy asumido que jamás volvería a los ensayos. Pero alguien publicó uno de esos miles de vídeos asombrosos que rondan por las redes sociales. Lo vio. Dos bailarines chinos, Ma Li y Zhai Xiao Wei, llenaban el vacío de la pierna y el brazo que ya no tenían con la sincera pasión por la danza. Él todavía conservaba sus extremidades, aunque dormidas, y mientras seguía los pasos de esos dos colegas amputados en su anatomía, que no en su vocación, despertó a la conciencia de sus verdaderas capacidades. Ese mismo lunes retomaría las clases.

***

¿Y si no se hubiera casado? ¿Y si hubiera seguido bailando diez horas diarias? ¿Y si hubiera viajado a Moscú para las pruebas de acceso al Bolshói? ¿Y si las hubiera superado? ¿Y si hubiera llegado a convertirse en primera bailarina? ¿Y si nunca hubiera visto nacer a sus dos hijos? ¿Y si jamás hubiera tenido que escapar de la dictadura del país que la parió? ¿Y si no hubiera emigrado a la isla donde conocería a su segundo marido? ¿Y si dejaba de pensar en lo que no fue? ¿Y si se calzaba de nuevo las ganas de volar?  Sonaron las notas del Vals número 7 de Chopin y empezó a ensayar su propia coreografía.

***

Todos se habían marchado ya. Ella quiso quedarse a solas, con la vista clavada en las nubes. Perdida en el detalle infinito de su blancura fue despidiéndose de su madre al ritmo que marcaba el cielo. Pasarían muchos días antes de que pudiera volver a evocarla sin el llanto atragantado. Cuando por fin lo consiguiera, la vería contoneando las caderas de camino al tendedero; avanzando a ritmo de una samba imaginaria hasta el ascensor; con una mano en la cabeza y la otra en la cintura mientras esperaba a que se hicieran las tostadas. A los tres años, subida a los pies de su madre y tomada de sus manos, aprendió a bailar el vals. Y en tres tiempos, dolor, reconciliación y despedida, seguiría dando nuevos pasos hacia el reverso de lo imposible.

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