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Cuarenta y cinco frente a la cuarta pared

 

26 de abril de 2020. Veintiséis de abril de 2020. Veinte y seis y de abril y de 2020.

—Veintiséis de abril de 2020 —pronuncia al despertar con los ojos cerrados.

Porque se puede despertar con el telón de los párpados echado y saber que una ya ha llegado de nuevo al mundo. En realidad nunca se ha ido, o quizá sí. ¿Qué estaba soñando? Algo relacionado con un tigre blanco, un gigantesco felino que no le provocaba miedo, ni sensación de amenaza. Y un gran pastel de chocolate. Soñar con comida y sentir muchísima hambre sin poder comer… ¿Recurrente? No tanto como el mar del que no puede salir o el váter sin puerta, sucio e impracticable, justo cuando tiene muchísimas ganas de hacer pis. Pero esta vez ha sido un tigre.

Al abrir los ojos por fin, lo primero que ve es el níveo techo y la luz de un sol que empieza asomar. Está amaneciendo. Quiere levantarse y mirar por la ventana para contemplarlo, pero ha prometido no ser la primera esta mañana. Porque es su cumpleaños y sus dos hijos quieren darle una sorpresa en el desayuno. Si se levanta y se planta en la cocina para tomar un café sola antes que nadie, como siempre, fastidiará el plan familiar. «Familiar».

—Familia —masculla en voz muy bajita para no despertar a quien la acompaña en la cama—. Familia —repite y acaricia muy suavemente la cabeza del que duerme con profundidad a su lado—. ¿Tú eres mi familia? —le pregunta con un hilo de voz sin esperar respuesta.

Cierra los ojos y el blanco recuerdo visual del techo bajo los párpados, ve la silueta del tigre. Los «cuarenta y cinco» llegan a la zaga de los pasos elegantes del felino, y se lleva una mano al vientre. Se acaricia la carne y hunde las yemas de los cinco dedos en su blandura. «Cuarenta y cinco», y de pronto se recuerda con quince años, cuando llegó a pesar cuarenta y cinco kilos, enferma de anorexia. Entonces decide empezar una lista mental de todos los «cuarenta y cinco» de su vida hasta ahora. Son casi cuarenta y cinco días de confinamiento por la pandemia. La enumeración frena en seco con esa segunda entrada del listado, por detrás de los kilos, aunque con bastante más peso.

Confinamiento. Confina, miento. Mentiría si dijera que este cumpleaños no la confunde un poco. Incierta sombra, qué regalos tan inesperados ha traído esta pandemia a su vida. De pronto, una familia improvisada. Un rompecabezas a todo correr. Cuatro que conviven en la campana de cristal ubicada en un bosque frondoso y apartado de los aplausos de las calles del barrio donde vive habitualmente sola con sus dos hijos. El cuerpo dormido cuyo calor se proyecta sobre su costado mientras piensa, es el traje que viste su amor hace ya casi una década.

Los niños descansan tranquilos, los dos acurrucados en una amplia cama, serenos, entregados, inocentes, protegidos de la incierta sombra. Tanto que hoy es más importante el cumpleaños de su madre que la posibilidad autorizada oficialmente de salir al exterior. Y él también descansa, aunque quizás no tan sereno, sí acurrucado junto a ella. Ella vuelve a acariciarle el pelo con ternura.

—¿Cómo te lo ibas a imaginar? —le pregunta—. Sin esperarlo, una familia en tu casa de hombre solo. Gracias.

Entonces él sonríe tímidamente, mejor dicho, dormidamente. Ella no quiere despertarlo, pero no puede reprimirse y le apretuja una mano bajo el nórdico. La incierta sombra empieza a desvanecerse. «Cuarenta y cinco en cuarentena. Y juntos. Los cuatro.» Ahora es ella la que esboza una sonrisa, y el tigre blanco deja de dar vueltas por sus sueños para instalarse ante sus ojos.

Su madre la parió hace cuarenta y cinco años. Ella ya ha parido a dos hijos. Junto al felino ve el bello rostro sonriente de su madre a esa misma edad. Y el de su valiente padrastro que tenía cuarenta y cinco cuando se atrevió a ser su padre de repuesto. La lista del tigre blanco va engordando, más que los kilos.

Cuarenta cinco páginas tenía el primer borrador del manuscrito de su novela el día que fue a la copistería a imprimirlo. Y hubo cuatro borradores más desde aquella semilla de papel. Hace ya cinco años, y ya tiene el libro. «Pues otro 4+5 para la lista.»

Se oyen pasitos y risas nerviosas por detrás de la puerta. Los niños han despertado.

Los parió ella y parió su novela. Niños, novela, familia, amor, bosque, el cuerpo dormido y desnudo junto al suyo… Al final, la incierta sombra, los cuarenta y cinco años que despiertan a este día veintiséis de abril de 2020 componen una audiencia sentada frente a ella. Y parece que están esperando a que empiece la función o a que continúe hasta el siguiente acto.

—Los niños han despertado —le dice a él pegándole los labios a la oreja. Lo remata con un suave mordisco.

—Mmm…

—Creo que te esperan para la sorpresa

—Sí… sí… Tú quieta, no te muevas.

—Me haré la dormida.

Cierra los ojos y encuentra al tigre esperándola. Se tapa la cara con el nórdico y disfruta de ese calor de efecto invernadero irradiado por su cuerpo bajo la ropa de cama. Al final, una vez más, no necesita fingir. Vuelve a dormirse arrullada por el trajín de cacharros, grititos nerviosos y risas, banda sonora amortiguada tras la puerta cerrada del dormitorio. Cuando la abra y salga a escena, la vida estará sentada en primera fila, acariciando con una mano huesuda y elegante el pelaje nevado del tigre, ávida de ver cómo cambia la obra en este nuevo pase. Porque a ella le va la improvisación y tiene por costumbre meter mano al texto original.

 

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Convulsión

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Foto: c’est il nést pas une frontière (Esto no es una frontera). Antiguo puesto de aduanas entre Cerbère y Portbou (espacio de exposición fotográfica #Fotolimo, Pasajes y Fronteras). Verónica Canales Medina, 2017.

Música de lectura sugerida (enlace al vídeo): Give peace a chance. John Lennon

 

Tomar partido. Decidir. Definir. Etiquetar. Cerrar. Echar. Bloquear. Tomar partido. Tomar… Tomar conciencia. ¿Cómo? ¿Por? Pausa. Silencio. Silencio. Ahora… Ahora sí.

La cantidad de información desborda, me desborda. Vídeos, fotos, audios, decálogos de actuación, normas, advertencias, directrices, mandatos. El espacio está tan lleno que satura. La masa avanza con el peso de las emociones y la sensación de arrastre, sin poder analizar la fuerza que lo genera, provoca en mí desorientación. Pero hace tiempo que aprendo a vivir cada momento como un viaje necesario, un tránsito hacia un destino siempre más luminoso.

Sin abstracciones. Soy madre, responsable de dos vidas que empiezan y preguntan. Aunque, en realidad, la que más se pregunta soy yo y, de pronto, me quedo sin respuestas. No quiero que esas contestaciones vengan generadas de un lugar de desprecio. Quiero decidir siempre desde lo constructivo, no dar pasos escapando de nada, no seguir caminos movida por el rechazo. Sino avanzar potenciada por la fuerza de la esperanza. Porque todo cambia, todo evoluciona. Y los cimientos se estremecen por algo.

Hace cuarenta y dos años llegué a este planeta desde quién sabe dónde. Acogida. Hace cuarenta llegué a España desde Chile. Refugiada. Hace veinte llegué a Cataluña desde Mallorca. Adoptada. Y aquí sigo, viva, amada: es una suerte, es un regalo. Y no pienso desperdiciarlo. Dijo el gran Charles Chaplin algo parecido a «¿Y si dejamos de ser víctimas para convertirnos en protagonistas?» Dejemos de culpar a los demás de nuestro malestar, tomemos las riendas de nuestro camino. Y eso es complejo, por supuesto. Porque el camino de cada uno no siempre converge en el mismo punto. Pero, qué curioso, todos esos caminos llevan al mismo lugar. Todos nosotros acabaremos en el mismo destino.

Estamos en la misma senda. Un camino sin muchas piedras, apenas unos socavones. Quizá baches; qué bueno estar escribiendo con el estómago lleno y después de darme una ducha de agua caliente para relajarme. Qué bueno haber llorado de impotencia mientras usaba un teléfono móvil que he desconectado para silenciarme. Qué bueno haber cenado ayer con unos amigos con los que opinamos libremente sobre nuestras convulsiones personales, todas muy diversas. Qué bueno haber acudido a esa cena después de un fin de semana de movimientos telúricos. Y antes, qué bueno haber podido acudir a las urgencias hospitalarias con mi hijo el día 1 de octubre de 2017 porque tenía dolor de oído y haber salido de allí, tres horas después, sin tener la obligación de abonar el importe de una consulta médica que es un lujo prohibitivo en otros rincones del mundo. Y qué bueno, de camino al hospital, haber sido capaz de conmoverme con la visión de unas masas humanas reunidas generando emociones, aunque esas emociones no sean siempre las mías. Y qué bueno tener la oportunidad de discrepar, no entender, llorar y espeluznarme viendo el baile de banderas, heridas supurantes e impotencia en los rostros. Yo he sido cada una de esas expresiones en algún punto del recorrido. Seguro que enarbolé en algún momento una bandera, aunque no estuviera hecha de tela.

En este tramo del viaje solo tengo una certeza: el material del que estamos hechos todos es el mismo. Es un material, sin duda, maleable, y cada uno le da la forma que decide. Y, ese, en definitiva es el arte de vivir. Ir moldeando, a cada paso, la estructura de nuestro devenir. Juntos, cada uno por su cuenta, en grupo, envueltos en banderas o a pelo. Pero siempre aprendiendo. Y hablo de mí. Aprendo, aprendo de cada uno de los seres que encuentro. Y los que encuentro, por repelentes que puedan parecerme, son los que vienen a enseñarme. ¿Qué lecciones? Si lo supiera, es de perogrullo, pero no estarían pendientes de aprendizaje.

Seguiré pues, aprendiendo de todos vosotros. Y qué bueno.

Paz y amor para TODOS.

 

 

 

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Canto a vosotras

 

Mi sentido (y particularísimo) homenaje a las mujeres que me acompañan en el día a día del loco viaje maternal. Carta de amor a las madres.

 

Música: La rumba de las madres

ABRAZODEAMOR

Foto: Verónica Canales Medina

Basta con una mirada de apenas unos segundos para leer en otros ojos toda una mañana de carreras y prisas de casa al coche para llegar al cole. Ellas. Las que sonríen. Las que escogen prendas de colores o han dejado que les llueva cualquier ropa encima dependiendo de cuál sea la previsión de acontecimientos del día. A las que les robo dos besos siempre que puedo para poder sentir su piel y su perfume con el que saludan el día. Ellas. Las que sostienen todo el peso de lo que no se comprende en la firmeza de una expresión seria, pero no por ello inconexa con mi mirada. Las que reciben mis llamadas telefónicas y de pronto están a mi lado, acariciándome el cansancio y transformándolo en compañerismo.

Vosotras. Vuestros labios sonrientes, vuestras bocas congeladas en la tristeza de un momento que para vosotras es eterno. Vuestro pelo recogido al vuelo o tal vez un corte recién estrenado. Incluso vuestros cabellos blancos, tímidas canas grises, al principio, que asoman escupiendo a la cara a los tintes que nos quieren embaucar para que despreciemos el paso del tiempo. Pero, sobre todo, vuestro abrazo. Esa reunión fugaz en nuestro cruce de caminos.

Soy madre y también vosotras. Encuentro la misma sorpresa ante el regalo de la maternidad reflejada en vuestros ojos. No importa que haya pasado ya casi una década. Madres que parieron con el cuerpo, madres que parieron con el corazón porque el amor les llegó desde otro extremo del planeta, madres que parieron junto a su compañera y también madre, madres que recibieron solas su nueva condición y así siguen, madres que no han tenido hijos, madres que son abuelas y doblemente madres… Tantas y tan distintas y con algo siempre en común: el aprendizaje diario de un misterio que parece no tener fin.

Mujeres que sois tesoros increíbles a las que empiezo a conocer. Porque somos madres y esa no es más que una parte diminuta dentro de nuestro infinito universo de posibilidades. Aunque a veces la maternidad conquiste los confines más ignotos de nuestro mapa íntimo, hay rincones que son nuestros, solo nuestros, que siguen sin explorar o a los que viajamos en secreto. Veo la mirada inconfundible de las viajeras en el fondo de vuestras sonrisas. No importa que jamás hayáis viajado lejos, cada movimiento es una jornada de viaje. Nosotras lo sabemos y a veces solo lo anhelamos. Otras, sencillamente, nos alejamos. Sin equipaje. Sin niños. Sin horarios. Sin prisas. Aunque sea en sueños.

A todas vosotras, a todas nosotras: gracias por enseñarme a pasar por lo cotidiano con la intensidad de un periplo irrepetible. Gracias por ser la colección de mapas que consulto, aunque no lo sepáis, cuando os miro y busco en vosotras ese lugar común que me descargará de culpabilidades innecesarias relativas a la maternidad. Gracias por dedicaros con tanta generosidad a motivar, organizar y llevar a la realidad tantas ideas que luego acaban en nuestras manos en forma de cuadernos, fotos, canciones, regalos: tesoros. Todas sois, todas, viajeras incansables y maravillosas compañeras en esta vuelta al mundo en 175 días, que reemprendemos cada curso, cada año que pasa.

Bailemos siempre al son de las músicas más tribales, de las percusiones más orgánicas, de los musicales de Broadway más alternativos o del petardeo poligonero más rancio, si no hay otra música que nos acompañe en la celebración de nuestra cercanía. Pero bailemos juntas con toda la pasión que ponemos en la crianza de los futuros adultos, con el amor que recibimos y que damos y, ante todo, regalándonos, tras tan arduo viaje, el estallido de alegría que merecemos cada una de nosotras.

Y ya solo para ti.

A la que escogí como primera sin conocerla. La que hizo que me crecieran las alas. La que me enseñó y me enseña a valorar la comunión con otras madres, tengan o no hijos. A ti te envío este canto, pero como primera estrofa de una canción mucho más larga y personalizada que estoy componiendo a diario solo para ti y para todas las mujeres que habitan en tu interior. Te quiero, mamá.

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Uno, dos, tres, cuatro, cuarenta y dos

 

 

Hace ya unos días que estoy cumpliendo años. La verdad es que soy una experta, llevo haciéndolo toda mi vida. Por esa razón me sorprende que todavía sea algo que me descoloque. Que uno podría decir: «Tampoco hay para tanto. Se cumple uno más y ya». Pues no, señoras, para empezar, hay que seguir viva y, con los tiempos que corren, con guerras, hambrunas, Rajoyes y Trumps, pues tampoco es tan fácil. Además, soy autónoma y eso da mogollón de puntos negativos en estos Juegos del Hambre.

Sin embargo, este año ha sido ligeramente distinto. Esa sensación de llegada a una nueva edad, durante unos microsegundos, no fue de superación. De pronto sentí de verdad que había llegado a una conclusión y no a una meta. La llegada a la Meta es logro. La llegada a esa conclusión era Miedo. MIEDO. Así, con letras mayúsculas, colgado de una enorme pancarta: «MIEDO, patrocinado por Visa Electron, La Caixa de Pensions, Gas Natural, Endesa, Visa Oro, Repsol, Epígrafe 773 del Régimen de Autónomos y P.J.F., las iniciales de mi casero y rentista de nacimiento». Allí estaba yo, tras una larga carrera de cuarenta y dos años (no casualmente los mismos que los kilómetros de una maratón), exhausta, pero aterrorizada. De rodillas en el suelo y la vista levantada hacia la mentada pancarta. «¿Lo ves? —me dijo el Enano Cabrón, ese que me habla sólo cuando yo lo escucho—. Cuarenta y dos años y mírate…» Sinceramente, no pienso otorgar al Enano Cabrón ni una línea más. Me dijo cosas feas, muy feas. Y hablaba rápido, lo vomitó todo en unos dos minutos, aproximadamente. Hasta que lo hice callar con el simple acto de no escucharlo. Miento, lo escuché con tanta atención que, de pronto, empecé a entender lo ridículas que eran sus afirmaciones.

Por suerte, en mi vida hay unos enanos con mucho más criterio y mejor entendimiento que el mentado Enano Cabrón: mis hijos, por supuesto.

Estaba yo a punto de cumplir estos cuarenta y dos años que estoy cumpliendo ahora, y tuve que llevar a C. al pediatra. Allí estábamos los dos, cada uno haciendo tiempo a su manera. Yo tomaba notas para escribir y C… C. contaba.

—Uno, dos, tres, cuatro… Mamá, ¿sabes cuántas puertas hay?

—¿Mmmm…? —Así, distraída, sin levantar la vista del libro.

—Mamáaa, mamá, mira, ¿sabes cuántas puertas hay?

—No, mi amor, no lo sé —respondí con tono aflautado de impaciencia. Debía aprovechar hasta el último segundo en esa jornada laborar pausada por la visita al médico.

—Hay nueve puertas.

—¿Ah, sí?

—Sí, mami, las he contado. Hay nueve.

—Muy bien, mi amor.

Retomé la lectura para seguir trabajando, y entonces…

Entonces miré de verdad a C. Le brillaba la mirada: para él era un logro descubrir que había nueve puertas. Como tantas veces me ocurre, al mirar a mi hijo, lo vi todo claro. El secreto de mi crisis de los 42 residía en mi forma de contar. Lo que me llevó a arrodillarme en la meta con sensación de fin y no de superación fue que estaba contando LO QUE NO TENGO y olvidando así lo MUCHO QUE POSEO.

Tampoco pretendo aburrir a nadie con toda la lista de posesiones que he contado hasta ahora, pero si os mencionaré unas cuantas:

Me tengo a mí

Tengo libertad para tenerme como quiera

Tengo un cuerpo también libre y sano

La libertad para usarlo como desee y con quien desee, incluso a solas

La fortuna de haber encontrado a la persona distinta a mí con quien mejor compartirme y amarme

Tengo lo que soñé de niña para cuando fuera mujer: soy escritora de lo mío y de los otros. Como y doy de comer gracias a mi imaginación.

He traído dos hijos a esta vida. Tengo todo lo que aprendo de ellos y con ellos y la certeza de que no son míos y yo no soy suya, además de saber que somos todos lo mismo

Tengo a mi madre, que me parió y me enseña a viajar por la vida

Tengo a mi padre de corazón, que no me parió pero sí me alimenta con su bondad y su experiencia

Tengo a mis hermanos, con quienes comparto el material del que estamos hechos y así vamos construyendo vida, cada uno en su rincón del mundo.

Sigo contando y sigo cumpliendo. Cumpliendo conmigo y con todos vosotros (interprétese como se desee).

Un año más, feliz cumple, Verónica.

gracias de corazón, desde la raíz.

Foto: La gloria de los 42, o Mis pelos no están en la lengua.

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Café para todos

café con vosotros

Foto: Café contigo. Verónica, 2016.

Música: I hate you but I love you, Russian Red

(«Te odio pero te amo», porque odié tu amargura, pero me enamora su significado)

 

Ayer me contó G. que su padre le había dejado probar el café. Me dijo que le había parecido amargo y malo. Es exactamente lo primero que pensé yo al probarlo por primera vez, ya no recuerdo a qué edad, pero seguramente, mucho más tarde que él, que ahora tiene siete años, porque en mi casa se tomaba té. Veníamos de otras costumbres. Pero esa es otra historia.

Sin embargo, el café llegó mucho antes a mi imaginación que a mi paladar. Desde muy pequeña, el aroma de la cafetera, siempre procedente de la casa de la vecina, me anunciaba o bien que ya quedaba poco para salir al cole por la mañana o bien que no tardaría en entrar por la puerta de al lado a jugar con mis amigas, mientras nuestras madres desaparecían entre una bruma de olor intenso y acre. Ese perfume marrón casi negro era la señal de un momento en que los mayores no estaban pendientes de nuestros movimientos, incluso nos lo anunciaban de forma explícita: «Va, id a jugar, que vamos a tomar el café». La cafetera no tenía fondo, creía yo, siempre había líquido amargo para cualquiera que pasara por la casa. Qué poco sabía entonces que los adultos aprovechaban esos momentos para compartir unas amarguras mucho menos fluidas y cálidas que las de sus tazas, aunque quizá igual de intensas.

 

También mis cafés adultos, solos y sin azúcar, están muy acompañados y traen dulzuras inusitadas a esos momentos. «¿Tomamos un café?» se traduce de mil formas: ¿Quieres frenar un poco sentada a mi lado?; ¿Te apetece hablar y compartir conmigo ese peso que te carga la mirada?; ¿Intentamos descifrar el significado de esto que está alejándonos poco a poco, sorbo a sorbo, sentados a la misma mesa?; ¿Dejamos de trabajar unos minutos para reírnos del estrés que nos está aislando?; ¿Nos detenemos a mirar cómo asciende el humo de las tazas en silencio?; ¿Vienes conmigo a sentarte porque tengo ganas de acompañarte justo ahora y no después?; ¿Nos reunimos unos segundos para intentar arreglar el mundo?; ¿Planificamos juntas ese proyecto que cambiará nuestras vidas para siempre?;¿Empezamos a conocernos y nos observamos con los ojos de un posible futuro compartido?

 

Ese café, tan amargo y malo para G., contiene en una sola taza litros de palabras bebidas de un trago o lentamente, hasta que se enfrían, que sanan, que cuidan, que remueven hasta el fondo, aunque el poso no contenga exactamente azúcar.

 

Nosotros y el café. Nosotros y cada momento. Por todos esos cafés de múltiples significados, a todos con quienes los he compartido y con quienes los compartiré, gracias.

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Sin palabras

guille escribe

 

—Mamá, si matar está mal, si nadie puede matar, ¿por qué existe la guerra? ¿No debería estar prohibida…?
—Dame un beso, hijo.

 

Sigo buscando en el diccionario de mi vida palabras para explicarme tanta locura. Sé que acabaré encontrándolas, y, que, aun así, no lograré poner fronteras a la tristeza. Continúo en silencio atento, insisto en mirar a mis hijos a los ojos con la cobarde intención de encontrar la esperanza de un futuro en su brillo.
Y retomo el teclado para traducir, aunque con cada pulsación siento que traiciono las líneas de la verdad. Escribo las palabras de otro autor, anclado en la distopía adolescente. Traduzco palabras de sangre, armas futuristas y ataques alienígenas.
La percusión de las teclas me retumba en los oídos de la conciencia y me recuerda, una vez más, que por mucho lenguaje que intente ponerle a la crueldad, ésta persiste, continúa y siembra la Tierra a la que he traído a mis hijos.
Un día más de mi vida es un día menos para tantos niños, una bomba más sobre tantos hogares…
Seguiré escuchando, seguiré buscando. Seguiré hasta dar con la paz para el corazón de este mundo que se empeña en existir.
Por algo será.
Paz y amor para todo, para todos.

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Lo que importa

salva cumple

 (Foto. Salvador a punto de salir hacia París en sueños. Siempre paseando por las calles parisinas de la mano de su amor)

Dicen algunos que los hijos escogen a sus padres, incluso antes de nacer. Teorías. Pero es un hecho probado que tú me escogiste a mí, dieciséis años después de ser concebida. A esa edad, no tuviste que portearme en una moderna mochila ergonómica, pero elegiste soportarme cuando la mochila la llevaba yo, cargadita con la herencia de un padre biológico que se había dado a la fuga.

Decidiste aprender a lidiar con una adolescente que, a sus dieciséis años, estudiando y trabajando muy esporádicamente, se creía mucho más experta e independiente que tú. Pero me diste una nueva madre. Una mujer que ya no estaba siempre cansada y que sonreía. Y que recibía ramos de flores, que yo despreciaba (tal vez por miedo a quererte), pero cuyo perfume agradecía porque la embriagaba y la convertía en una madre feliz.

Te gustaba el fútbol, no bailabas y ni siquiera sabías cocinar el tofu para que no supiera a corcho. Escuchabas zarzuela y sólo sabías freír patatas. Eras todo lo que yo creía que una mujer liberada debía rechazar. Pero allí estaba la sonrisa de mi madre, cada día más amplia, más luminosa. Y llegaste a pedirnos, a mi hermano y a mí, la mano de la mujer a la que amas. ¡En esta casa no se casa nadie! ¡Traición!

Aceptaste cuidarme mientras esa mujer regresaba a Chile a recoger las cenizas de una vida de la que tuvo que huir. Debías ocuparte en especial de mi alimentación, pues yo andaba coqueteando con la anorexia, graciosa herencia de esa otra fuga, la paterna. Recordaré toda mi vida la dureza de los brotes de soja sin germinar que tú me obligaste a comer por mandato de mi madre (añadiré que no tenías ni idea de que era como comer garbanzos crudos). Y la ternura del discurso que pronunciaste para conseguirlo. Me ganaste.

Diste carpetazo a una vida ordenada junto a tu madre y tu hermana, con un trabajo en el que llevabas más de dos décadas y costumbres inamovibles cuyos cimientos se abrieron, tras el terremoto amoroso, para hacerte caer al vacío de lo desconocido. Dejaste la estabilidad laboral para iniciar un proyecto con ella. Te adentraste en el universo caótico de muebles recuperados de la calle y reuniones improvisadas en casa. Y te amoldaste a los ires y venires de dos adolescentes semi autónomos por amor a la mujer que los parió.

Me diste una familia con una nueva abuela y una tía. De pronto empezaba a llenarse mi vida de elementos tradicionales, y me sentaba bien. La estabilidad llegaba en forma de tranquilidad. De visitas dominicales a tu casa, de comidas españolas, mallorquinas, de otro acento y de otras costumbres, de un amor expresado de otros modos, más próximos a los fogones, a los objetos que llevaban una vida entera en el mismo lugar, a recetas inmutables.

Recuerdo el tacto de la manos de la abuelita Concha, la tersura de una piel tensada de tanto usarla. Lo tengo grabado en un rincón muy cálido de la memoria. El sol de la isla me trajo por su boca relatos de un pasado muy distinto al que yo conocía en mi familia. Se abrían las puertas a otros viajes, a otras migraciones. Y también la memoria de un esposo, tu padre, que ya no estaba. Con nostalgia, con una sonrisa muy pequeña que afloraba y le achinaba los ojos. Me habló de un Salvador niño, pequeño, flacucho, pero resistente.

Y la tía Magdalena. Una tía. Pasé la infancia deseando tener parentela cerca de casa, en serio. Y, de pronto, lo tenía todo. Otro libro lleno de relatos desconocidos. Una mujer inquieta. Un misterio que ha ido desvelándose a medida que han pasado los años y yo también me he convertido en una mujer que genera curiosidad e historias. A la que la tía Magdalena ha acogido como madre con una generosidad que se olvidó del límite.

El tiempo se ha empeñado en pasar, como no podía ser de otra forma. Nos ha traído lo mejor que trae el paso de los días: la aparición de nuevos seres. Guille y Carlitos. Y cada uno de nosotros ha cambiado con su nacimiento. La mujer que amas se convirtió en abuela; su hija, en madre; su hijo, en tío y tú en abuelo. El mejor abuelo que pueden tener mis hijos. El hermano de la mejor tía abuela del mundo. La intensidad del amor que sientes por Guille y Carlitos te anega los ojos del alma cada vez que los piensas.

Salvador, hay muchas cosas que no están contenidas en esta carta, emociones que ocuparían muchas más letras de las que te envío, pero lo sentido es lo que importa. Lo que importa es que haces vivir con ternura a muchos, sonríes a otros tantos y alegras la mañana a no sé cuántos anónimos que entran en la tienda y te encuentran tras el mostrador. Lo que importa es lo que has sido, que te ha llevado hasta lo que eres y te ayudará a disfrutar de lo que serás. Eso es lo que importa. El cáncer de próstata, como tú le dijiste al médico, no lo tienes tú, lo tiene el órgano. Tú eres mucho más. Eso es lo que importa.

Te quiero,

Verito

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Hasta la próxima caña, Victoria, y feliz vuelta al mundo.

victoria actriz

(Foto, Victoria preparándose para decir: «No se levantan fortificaciones ni hay signos de violencia, pero existe un arte floreciente […] no hay dominio sobre los hombres sino igualdad entre los sexos»)

Se ha muerto mi amiga Victoria. Ha sido la primera. La primera amiga que se muere en mi vida. Escribo para llenar un abismo. El agujero que se abrió hace dos días, cuando murió. He intentado llenarlo con comida, con alcohol, con caladas fugaces de un tabaco que hace ya casi un año que no fumo. Pero no ha funcionado. Camino por estas líneas, un tanto desorientada, pero siento cómo va tejiéndose una pieza, un manto que va abrigando ese vacío.

Victoria era, ante todo, mujer. No es una perogrullada. Ella ejercía de pleno derecho. Su cuerpo rotundo de busto orgulloso avanzaba como una oleada brutal y arrasaba con cualquier injusticia que se interpusiera en su trayectoria. Victoria fue madre y parió a otra mujer, Marta, una mujer menuda por fuera y gigantesca por dentro. Y estaba siendo abuela. Reparando heridas abiertas, reencontrando maternidades perdidas y caminando por una senda nueva junto a Isaac y Joel, sus dos nietos.

Victoria fue amante. Y su gran amor durante más de medio siglo, Alberto, y sus amores, todos cuantos defendían causas impensables y buscaban el cobijo de un espíritu generoso, a lo largo de toda su vida, acompañaron su carrera en el interior de este mundo que al final se le ha quedado corto. Demasiado limitado.

Victoria es semilla de muchas decisiones cruciales en muchas vidas. Plantó la raíz de la primera asociación de crianza en nuestro pueblo (mamimamo), apoyó la lactancia libre para todas las madres, puso su huella en la lucha contra el robo de las grandes entidades desde la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, se resistía a la sumisión como gata panza arriba, hace apenas unas semanas sonreía orgullosa desde la lista de candidatos municipales de Podemos… Su fe en la bondad humana era tan infinita que no me cabe en este espacio. Rabiaba contra la resignación y su vehemencia despertó a más de un alma dormida ante tanto sinsentido. La mía entre ellas.

Victoria descubrió hace tiempo que para volver a empezar hay que salir y entrar. Ahora ha salido y lo ha hecho para entrar hasta el fondo. Se ha ido a dar la vuelta al mundo. Pero por dentro. Por la piel vuelta de este globo magullado. Porque el planeta la ha llamado para que regrese a sus tripas, a la tierra. El suelo necesita del mejor abono para los proyectos de futuro con los que hemos de reparar este mundo que se duele de tanta locura.

Los amigos se van, ahora lo sé. Te ha tocado a ti enseñármelo, Victoria. Pero siempre queda la próxima caña. Esa copa compartida que volveremos a llenar de risas y recuerdos. También caerá alguna lágrima. Será la sal de la vida, una sal que ya no escuece en el hueco que no se cerraba hasta hace unas palabras. No es herida, es el surco que horadó tu vida en la mía para plantar nuevas esperanzas.

Feliz vuelta al mundo, amiga.  Nos debemos la siguiente.

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Se cambia fracaso por reconstrucción. Razón aquí.

riqueza

(Foto: riqueza. Cerca de tu casa, Verónica 2015)

Tras prácticamente dos décadas de profesión y unas semanas convulsas, como una más de tantos trabajadores autónomos (y quien dice semanas, dice meses, años…), en las que he visto peligrar la continuidad del camino (como tantos otros, insisto), he llegado a varias conclusiones. Todas liberadas tras una batalla dialéctica con el fracaso.

Desde aquí quiero compartir el agradecimiento que siento hacia muchos creadores jóvenes, algunos en cuerpo, otros en alma y, los más, en cuerpo y alma, por la esperanza que me infunden, con sus imágenes, con sus letras, con sus músicas, con sus películas, con sus dibujos… Lo mismo siento por mis colegas trujamanes, por su fe en la profesión que practicamos a pesar de la maquinaria comercial, y a mis padres, por su resistencia inquebrantable.

No podré nombraros a todos, sería demasiado infinito. Vuestra creatividad, vuestra constancia y vuestro amor a la cultura me hacen seguir creyendo en la vitalidad del alimento más esencial para detener tanta locura: la libertad de creación. Y así conservo mi fe en la humanidad.

Pobreza energética. Ciclogénesis explosiva. Estado Islámico. De todos esos términos de rabiosa actualidad, uno de ellos la etiqueta y, aunque se encuentra en plena circulación ciclónica mental, no es precisamente el neo palabro meteorológico el que acaba de propinarle un bofetón incorpóreo. Pobreza energética, pobreza.

Mientras sonríe de medio lado por las hipocresía de la presentadora del telediario, «no vamos a enseñarles las cruentas imágenes» (anunciando, de forma velada, que sí ha habido ríos de rica sangre que podrán degustarse en otros medios afines) refiriéndose a la decapitación de diez víctimas más de la sinrazón, se imagina un ser gigantesco y gris, un hombre barbudo de rostro cerúleo, armado con un enorme sable decapitando, impertérrito, la gran cabeza cultural de su país.

Nacional: el nuevo y campechano rey de España se ha bajado un veinte por ciento el sueldo. El mismo porcentaje que acaban de rebajarle a ella como traductora literaria en la editorial para la que trabaja hace ya casi veinte años. «Que veinte años no es nada», pero sí lo son los ochocientos euros menos por libro que ganará. Eso sí es algo. A partir de ahora, Stephen King y Ken Follett, entre otros, recibirán menos dinero cuando hablen en español. Mientras lo hagan en inglés, no obstante, no notarán la diferencia. Los bolsillos llenos seguirán llenándose.

No ir al cine jamás, no ir a restaurantes, no ir a la piscina en invierno. Son lujos. Comprar pescado fresco. Poner gasolina, encender la calefacción. Queda lejos. Ser autónomo e ir perdiendo clientes, porque las pequeñas editoriales cerraron, porque fueron fagocitadas por las grandes máquinas de fabricar libros, porque las imprentas fenecieron entre tanto legajo impagado. Y de pronto: pobreza. El dinero no entra, sólo sale. El mundo sigue girando, no al mismo ritmo, sino cada vez más deprisa y no para un instante para recuperarla. Ella ha caído y se ha sentido flotando en un mar grande. Pero no está sola.

Hunde los dedos en el cabello sedoso del pequeño C. Acaricia la espalda todavía rechoncha, todavía de niño chico, de G. Y siente rabia, impotencia, el deseo casi irrefrenable de pegarle al ministro de la Hacienda pública que, con su cara de cuervo, escupe en ese instante sus blasfemias cerebrales. «¿Cómo pueden dormir?», se preguntan algunos. La conciencia, la ética, la empatía, nada de eso figura entre sus principios. Vuelve a sonreír con amargura. Achucha con tanta fuerza a los niños que ellos se quejan, dormidos, pero se recolocan y siguen soñando. Ellos sí duermen.

Ella todavía tiene trabajo, todavía hay libros que verter al idioma que le dio su madre. Pero han empezado a decapitar presupuestos. Ya empezaron hace tiempo. Hace meses que le estremece la perspectiva de un mundo sin cultura, un mundo sin letras, un mundo desprovisto del deseo de plasmar las vivencias y comunicarlas. Un mundo sólo ávido de contar mentiras y repartirlas como basura por el planeta.

Aun así, le dicen, debería estar agradecida, porque no la han desahuciado, porque tiene ingresos, aunque no le basten para pagar las facturas. Porque no tiene hipoteca, vive pagando el alquiler, porque todavía puede dar de comer a sus hijos. Porque trabaja para cubrir unos gastos que son cada vez más cuantiosos y que aumentan de forma inversamente proporcional a la disminución de las tarifas por las que traduce.

«¿Por qué no estudias para funcionaria?», le preguntó alguien hace tiempo. Una pregunta lanzada al azar a muchos autónomos de la cultura. Una pregunta que se recibía como afrenta y que, ahora, ella misma ha llegado a hacerse. Con todo es consciente de que también los funcionarios son víctimas de los recortes. Pero tienen un sueldo, ellos tienen un sueldo. Tiene pagas dobles, vacaciones pagadas. ¿Eso es el fracaso? ¿No tener pagas dobles, no tener vacaciones pagadas, no tener forma de demostrar que uno no cobra nada y que no puede pagar su cuota de autónomos? ¿El fracaso lo mide el Estado? ¿El triunfo lo dan los premios al conocimiento, a la virtud? No y no.

Premios nacionales a genios que, de no vivir fuera de España, se morirían de hambre. Vegetarían como las plantas que estudian. Fuga de cerebros. El premio nacional de física afirmó que él y su mujer son un problema de tres cuerpos, un caso de inestabilidad sin solución posible. Ambos orbitando por todo el país para encontrar un lugar donde subsistir. Hasta que tuvieron que separarse para convertirse en un problema de dos cuerpos. Aunque uno de ellos esté embarazado, por cierto.

Ciclogénesis explosiva. Ahora ya ha empezado a llorar. Es un llanto silencioso, una lava caliente que cae en dos riachuelos por ambos lados de la cara y que confluyen en la barbilla. Llueve una gota sobre el pelo de G. Al ver la sal líquida en el cabello infantil, reacciona. Justo ayer le aclaró a C. algo que el niño había escuchado de pasada en una película televisiva: «Ser guapa siempre te hace la vida más fácil». «¡Vaya estupidez!», había exclamado ella sin poder evitarlo.  Al escucharlo C. exigió saber cuál era la razón de ese estallido materno. Ella desmintió la afirmación y le contó que lo más importante no era ser guapo, sino ser feliz, respetarse a uno mismo y a los demás… No le habló de cuotas de autónomos, ni facturas impagadas, no le habló de dinero…

Va atando cabos entre la sinrazón de la situación económica del país y sus enseñanzas maternas cuando decide bajar el volumen del televisor. Ahora ya no se oye nada, pero aparece la imagen de una chica, una mujer como ella, en un piso como el suyo, aunque algo más nuevo. El pie de la imagen reza: «Debe escoger entre dar de comer a sus hijos o poner la calefacción». Ella sonríe: «Debe escoger entre comerse a sus hijos o poner la calefacción», imagina. Porque imaginación no le falta. Siempre le ha sobrado.

El fracaso se posa sobre el sofá como una nube tormentosa que amenaza con descargar a través de sus ojos y anegar el piso, calarlo hasta los cimientos. No piensa permitirlo. Que viene una tormenta, pues a capear el temporal. Retoma el ánimo y el positivismo del que siempre tira para seguir adelante. Pero una voz le dice que se ha equivocado. Que la cagó de pleno cuando creyó que podría vivir trazando sola su camino, fuera del mundo de la empresa. Y no te quejes, no te quejes, porque ya nos encargamos nosotros de demostrarte, a diario, que hay personas en una situación más precaria que la tuya. Le dicen los medios.

Fracaso, fracaso. Allí en su refugio, entre sus dos cachorros, mira atrás sin mover la cabeza y lo ve claro. Ve la cara del auténtico revés. Su propio rostro reflejado en el espejo del ayer. El de una mujer triste y contenida, que avanzaba por la inercia de una vida normal, con pareja, hijos, seguridad económica. Unos ojos heridos por el exceso de ceguera. Por la ausencia de belleza, resecos por habitar un desierto desprovisto de amor y sexo. Y mira más atrás aún y ve los colmillos de la auténtica derrota. La dictadura de la que la liberó su madre al huir de Chile, el avión en el que viajó junto a otros niños exiliados para llegar a este lado del mundo tras proceder de aquel otro lado, de ese Sur maltratado.

De pronto ve a una niña que narraba por escrito todo cuanto veía, aun con los ojos cerrados, incluso antes de saber escribir, y recuerda a esa pequeña soñando con dedicar su vida a compartir esas historias. Ignorante del concepto de fracaso. Un proyecto de mujer que jamás pensó en si tendría dinero para llegar a fin de mes, o si a los cuarenta años tendría o no una profesión garantía de ingresos fijos. Una niña a la que su madre enseñó la importancia de la libertad de decisión, el sesgo de las opiniones que otros transmiten y que intentan inculcar como dogmas, que definen cárceles como el triunfo. La importancia de las mujeres en la historia, las canciones de Violeta Parra, el baile al son de Mercedes Sosa.

Fija la mirada en las cabecitas que tiene sobre el regazo, tan perfectas, tan pequeñas. ¿También son un fracaso? Recupera el intenso deseo con que los tuvo y se le contraen las entrañas cuando recuerda sus nacimientos. Revive esa sensación de estar abriéndose en canal a una nueva existencia y tiende un puente directo hacia la desfragmentación de la campana de cristal donde habitaba. El terremoto de la maternidad hizo añicos las mentiras que sostenían con pretextos frágiles la convivencia de una pareja dividida hacía tiempo. La explosión fue tal que las esquirlas la desgarraron por fuera y por dentro. Sangró fracaso y enjugó las heridas con ilusión.

A sus cuarenta años come de las letras: cuenta las historias narradas por otros, las lleva de una lengua a otros mundos, para que sus habitantes puedan disfrutarlas. También a diario vierte caudales de palabras propias que, poco a poco, van llenando su cuaderno, el proverbial libro en el que cree y del que reniega a partes iguales. Vive con pasión esa entrega. Convive con dos seres en crecimiento, le enseñan y reciben todo cuanto les da y sólo ella puede darles. Ama y se da festines de amor con otro comensal único en el mundo. Existe en un país gobernado por mentirosos y ladrones y habitado por personas que están decidiendo no callar más, azuzadas por la muerte de la verdad, animadas por el dolor que grita en la puerta vecina o incluso en su propio salón. Se encuentra en el epicentro de un mundo supuestamente civilizado que está a punto de estallar.

Entiende, al fin, mientras pasea los dedos por la seda del futuro, por los cabellos que cubren esas mentes ávidas de maravillas, que no es el fracaso el que acecha, sino el temblor previo al derrumbamiento, el estremecimiento antecesor de la reconstrucción. Está a las puertas del cambio. Donde se apiñan muchos como ella, personas preparadas para exigir la metamorfosis: de cucarachas a seres humanos. Seres que quieren transformación y, a tal fin, están dispuestos a cambiar.

Cierra los ojos y escucha las músicas de los nuevos tiempos, que suman realidad con esperanza, crueldad social con memoria histórica, en un intento de afinar el grosero descaro de quienes desoyen todo. Ahora dormirá, descansará para reunir toda la potencia con la que atravesar ese umbral. A golpe de sueños, con el ariete de las letras y la caricia a flor de espino de la cultura.

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a los que dibujan otros mundos

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 (G. 6 años: «Aún no le he puesto título». Foto: Verónica, en el nido isleño, 2015)

A los que pintabais saliéndoos de la raya, a los que coloreabais el mar de morado y el cielo de verde. A los niños que no habéis llegado a saber qué es un rotulador, y a los niños que ya no sois, pero que jamás dejaréis de ser, bien porque no habéis crecido en esencia, bien porque os han matado.  A los dibujantes de ideas, a los que leéis las mentes de quienes no obramos la magia de parir imágenes con las manos.

Porque mueren a diario almas dibujadas, asesinadas, mutiladas, aniquiladas. Desaparecen en silencio sin saltar a primera plana. Hoy, ayer, mañana. Siento a sus madres, imagino sus miradas de asombro ante la primera línea plasmada por sus hijos sobre la arena y el salitre de sus lágrimas al recordarlas cuando alguien les arranca esas entrañas.

A los que pensáis el mundo de otra manera y no lo hacéis desde un rincón apartado, a los que construís vuestra existencia en pleno terremoto y estremecéis los cimientos de lo ya erigido para que nos desviemos de las líneas de puntos ya marcados, para que cambiemos el color del cielo y del agua.

Y a los niños que no fuisteis y a los niños que intentáis ser en Siria, en Gaza, en los suburbios de París, en el Rabal de Barcelona. A los que pintáis ese otro mundo que todos deseamos, a los hombres que los engendrasteis, a las mujeres que los paristeis y los veréis agonizar. Hoy, ayer, mañana, al niño que dibuja desde dentro de cada uno de nosotros, saliéndose de madre, apartándose del camino.

Somos un mismo dibujo, millones de puntos que se unirán algún día. Porque todos componemos la solución y también participamos del problema, porque todos albergamos colores de libertad en la materia que nos conforma, no nos conformemos. A todos: despertemos ya y tracemos la silueta de la paz auténtica con pulso firme.

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