(Foto: ¿Van o vienen? Verónica, Islandia 2014)
Las palabras viajan solas, no necesitan comprar billetes de avión, nadie les impone una fecha de ida ni de vuelta. Su único equipaje es su capacidad de verse reflejadas en todo aquello que las rodea, y su única obligación, la de fluir para quedar suspendidas en el aire o grabadas en alguna memoria. Nosotros viajaremos mientras nos dejemos viajar con ellas.
He pisado una mullida alfombra de musgo desenrollada hace cientos de años sobre un suelo de lava volcánica. He dado de cenar a mis dos hijos mientras traducía, colgaba la ropa y cerraba la puerta, amablemente, a un testigo de Jehová. Me he bañado desnuda en un mar helado de agua dulce y salada mientras un sol eterno me retaba a un duelo de miradas sostenidas. Me he quedado muda ante preguntas incontestables que sólo podrían ocurrírsele a un alma inocente de cuatro años. He clavado los cuchillos de mis crampones sobre el hielo negro penetrado por la ceniza milenaria. He llegado a mil fines de mes con la cuenta vacía y el alma sonriente. He iluminado el contorno de las palabras ocultas en el centro de la Tierra. Me he instalado en el corazón de mis hijos y nos hemos concedido la libertad de amarnos y odiarnos a partes iguales. En definitiva: he viajado y sigo viajando a diario. He estado en Islandia, y las palabras que se han colado en mi mochila, evocadoras sin mesura, nos harán estar a todos un poco más allá y mucho más acá.
O eso espero…