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Sant Jordi confinado o llueve sobre mojado

Sant Jordi, 2020.

—Jo, qué bajón, Sant Jordi confinado. Me cuesta levantarme —le digo a mi mente todavía en la cama.

—No, te quejes, estás viva y sana. Arriba ese ánimo —responde ella con ese positivismo tan suyo que a veces me saca de quicio.

—Ya, pero es que Sant Jordi es mi fiesta, MI FIESTA.

—Sant Jordi es la fiesta del libro.

—Por eso, porque es el día en que a todo el mundo parece importarle muchísimo lo que hacemos los que nos dedicamos a esto de los libros.

—Sabes que es postureo. Muchos los compran y ni los leen.

—Bueno, sí, lo que tú digas. Pero al menos compran libros y los regalan para hacer felices a otras personas.

—Qué ingenua eres, copón.

—Y tú, qué aguafiestas. Sant Jordi es, además, el chupinazo para los fastos de mi cumple. Ya lo sabes. Tres días antes y celebrándolo sin parar hasta la gran fiesta. Todo empezaba hoy con un larguísimo paseo por Barcelona. Nos pasábamos al menos media hora en cada puesto, preguntando sin parar a los editores, libreros y escritores.

—Eso también lo puedes hacer ahora. Habla sobre editores, libreros y escritores en redes sociales.

—No es lo mismo, y lo sabes.

—¿Por?

—Anda deja que siga recordando. Quedar el día de Sant Jordi era complicado, pero despiporrante. Nos citábamos con un montón de gente a una hora concreta en una esquina concreta, en un puesto concreto, y siempre nos perdíamos para luego reencontrarnos. Luego parábamos para tomar el vermú y unas tapas. Todos hablábamos de libros, de librerías, chismorreábamos sobre los autores a los que habíamos visto e incluso saludado. Un año vi a Mario Vaquerizo firmando para una cola interminable de «lectores» junto a… a… Ni siquiera me acuerdo, pero era una autora «de verdad» y estaba más sola que la una. Qué pena y qué risa también, lo confieso.

»Y seguíamos nuestro paseo, hojeando, hablando, leyendo, fotografiando…

—¿Y te gustaba siempre?

—Siempre, siempre, siempre.

—¿No era que detestabas las aglomeraciones?

—Ese día, mágicamente, llevaba una capa invisible antiagobios.

—¿Y no será que lo estás idealizando?

—No… bueno… No… Sí, un pelín.

—¿Y el año que estuviste firmando tu traducción de Shanti y el mandala mágico?

Detecto que mi mente quiere alegrarme a base de lisonjas.

—¡Oohhh, sí, con Fernando Teixeira! Ese año fue maravilloso. Me sentí tan bien, tan arropada por mi autor… ¡Una traductora firmando en Sant Jordi! Inaudito, que lo sepas. Qué grande, Fernando. Lo añoro…

—Lo sé, lo sé. Recuerda que soy tu mente. Ese año te pusiste las botas celebrándolo.

—Jo, sí, primero con Fernando y luego con Carmen y Mireia. Menuda turca nos pillamos… Ah, eso me lleva a otro momento involvidable de todos los Sant Jordis. Nuestro acto de visibilización de ACE Traductores. En los Jardines de Rubió i Lluch, en la calle Hospital. En ese maravilloso patio, con todos nuestros colegas jóvenes, escuchándolos leer traducciones ante el asombro de los turistas, bajo la batuta de Juan Gabriel López Guix.

—Bueno sí, sí, pero… ¿Y cuando serviais un piscolabis?

—Jo, sí, ¿te acuerdas? De pronto, en cuanto salía el cava y las patatas fritas, emergían un montón de admiradores espontáneos de la traducción literaria. Qué día tan grande, qué día…

—Insisto, creo que lo idealizas. La gente prefiere cava y patatilla gratis a interesarse por los traductores o los autores. Les importáis muy poco. Ya sabes que los libros no venden, que la cultura vale cada vez menos y que todo lo que no sea audiovisual está a punto de desaparecer.

—Anda, calla un poco. ¿Sabes qué? Que no pienso creerme todo lo que dices.

—Tú misma, guapa. Yo sigo aquí.

—Y yo sigo evocando mis Sant Jordis favoritos…

—Yo sé cuál es el que te gusta más.

—Son muchos. ¿El primero? ¿Cuándo me presenté a ese concurso de relato infantil y lo gané?

—No, no, ese no. El Sant Jordi que pasaste sin visitar un solo puesto de libros es tu favorito. No viste ni un solo libro. Ni-uno.

—¡Calla!

—Ja, ja, ¡te pilllé!

—Lo confieso. Quedamos Luis y yo por la mañana con Joan Bentallé y Carlos Be, pensando que tomaríamos un café con tarta…

—Sí, ¡tarta! —exclama mi mente golosa.

—… y que luego empezaríamos el paseo entre libros y…

—Y el café se convirtió en una cerveza y esa primera en una segunda y esa segunda…

—Jajajajajaja. Sí, ¡menuda taja! —reconozco yo—. Cada treinta minutos (de las primeras dos horas) repetíamos: «Tendríamos que ir a ver libros». Hasta que dejamos de decirlo y nos entregamos a las calles sin puestos libreros, pero con muchos bares.

—Ese día yo, tu mente, me lo pasé pipa. Hablamos mucho, mucho, de libros, de teatro, de política, de amigos, de chismorreos tontos, de cotilleos, de sexo… Hasta que ya no podíamos hablar. ¿Recuerdas que, yendo ya muy pedo, robamos unas mantas en un bar de hipsters?

—No. No recuerdo nada. Na-da.

—Vale. Lo que tú digas. Una palabra para ti: karma.

—Ese día ha sido de los mejores de mi vida. Es un tesoro. Gracias por protegerlo, mente. A veces eres maja y todo.

—Es lo que tengo, soy tu personalidad de mente. «Tu personalidad de-mente», ¿lo pillas?, ¿lo pillas?

—Qué graciosa. Bueno, pues nada. Habrá que levantarse.

—¿Escribirás algo sobre Sant Jordi en las redes? ¿Sobre tu afición a beber justo ese día? ¿No será para olvidar la situación del libro?

—Buf, no sé. Debería, ¿no?

—Yo qué sé. A mí déjame en paz. Suficiente curro tengo ya con pensar cómo vamos a llegar a fin de mes. Con este oficio tuyo, está chungo.

—Anda, no seas tan llorica. Vamos a levantarnos. Al fin y al cabo, hoy es Sant Jordi, ¿no?

—Sí, eso parece. Anda, mira, ¡está lloviendo!

—Pues mejor me lo pones. Con esta lluvia, da menos pereza quedarse sin paseo por Barcelona. Los puestos no estarían tan llenos, los libros podrían empaparse…

—Sant Jordi sería papel mojado.

—Qué ocurrente eres.

—Una ocurrencia de mente. ¿Lo pillas?, ¿lo pillas?

—Qué graciosa. Bueno, pues nada. Habrá que levantarse.

Al final, mi mente y yo nos levantamos. Al salir de la habitación, me encuentro una rosa sobre la mesa del comedor. Ya son ocho años. Ocho rosas y ocho libros. Hay alguien a quien sí le importa mi trabajo de letraherida. Y eso me toca el corazón. Se ponga mi mente como se ponga, hoy es Sant Jordi, y es mi día.

Gracias, feliz día del Libro, amigos.

 

 

 

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Vivir

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Foto: Luis Salinas.

«Contiene cierta magia porque se mueve. Los ríos nunca están estancados. Cuando lo de mi padre acababa de ocurrir…», fragmento de mis escritos, que él siempre revisaba.

Se ha ido. Hace meses que estaba mal. Ayer sucedió algo y supimos que ya no podíamos esperar más. Él no conocía el mañana (ni nosotros), quizá sí sentía lo que habían sido los días hasta el momento en que se encontraba. Todos los mimos, las carantoñas, los maullidos que nos regalaba… Era calor y acogimiento; se posaba sobre mi vientre cuando más necesitaba ese peso reconfortante sobre el dolor que a veces me aqueja.

No se separó de S. hasta el final.

Desde que su perro amigo se marchó, él cambió. O tal vez no fuera un cambio, sino una liberación de lo que había aguantado hasta ese instante. El veterinario nos dijo que el estrés de la enfermedad del otro hace que los felinos contengan su propio malestar. Una vez que esa compañía desaparece, la dolencia aflora con toda su potencia. Y eso ocurrió.

Pasó de ser un gato que subía a cualquier superficie y se te plantaba en la cabeza en plena noche (de forma que creías llevar peluca), a arrastrarse cada vez más despacio por la vida. No queríamos verlo sufrir, no queríamos aumentar su dolor por no dejarlo marchar.

Ayer sucedió.

Esperamos la llegada del veterinario acurrucados junto a él en el sofá, arropándolo, acariciándolo, despidiéndonos… En silencio, hablando de vez en cuando con él, dándole las gracias. Y esperando. Su cuerpo respiraba muy despacio, él ni siquiera maullaba, movía una patita y se quedaba quieto. Yo deseé que se marchara antes de la llegada del médico, pero los gatos son muy resistentes, muy fuertes, muy increíbles. Y esperamos.

Entonces recordé las horas previas al nacimiento de mis dos hijos.

Los que esperan la vida tampoco saben muy bien qué hacer. Va a producirse un cambio trascendental, la aparición de un nuevo ser y no hay preparación posible para la sensación que se aproxima, entre una metamorfosis de tal magnitud que la atmósfera se carga de desorientación y asombro. Mi cuerpo de madre parece ser el único que sabe qué ocurrirá y lanza sus señales inequívocas. Mientras, los que observan buscan algo en qué ocupar el tiempo de espera.

Cuando aguardas la muerte y no eres tú quien ha de marchar, tampoco sabes cómo llenar ese vacío que se aproxima. Empiezo a entender ahora que no hay que ocuparlo. Ese hueco físico que dejará quien da el paso de desaparecer de este mundo existirá siempre y debo aprender a viajarlo. Forma parte de mi existencia la partida de tantos seres cuya existencia es mucho más efímera de lo imaginariamente previsible.

Nacer. Morir. Vivir.

La llegada de todos cuantos estamos aquí tampoco estuvo garantizada en muchos casos, pero es ya un hecho innegable. Vivimos, pisamos esta Tierra y aquí seguimos, por el momento. Un día, no sabemos cuál, daremos el paso siguiente. Mientras tanto nos toca ir dejando espacio para esos agujeros que van abriendo los que parten antes. Socavones que son parte del recorrido; un tramo del viaje en el que debemos aprender a continuar caminando acompañados de la memoria.

Y eso hacemos hoy. De nuevo. Seguir viajando.

Lo que atesoraremos para siempre: su llegada a nuestras vidas, tan repentina y generosa, tan sorprendente; su ternura, su tersura, su mirada, sus caricias con el hocico, su insistencia en ponerse sobre los teclados de nuestros ordenadores; su forma desconcertante de fijar la vista en el vacío; su gusto por beber el agua de los vasos descuidados sobre la mesa; su afabilidad al dejarse achuchar por todos; su capacidad de adaptación a las mudanzas, sus ganas de subir a la furgo para ir con nosotros de aventura; lo claros que tenía sus gustos alimentarios. Su partida tan silenciosa…

Voy a escribirlo todo en el recuerdo para colocar una guirnalda de palabras en torno al agujero abierto hoy en mi camino.

Adiós, adiós, espero que ya estés con tu perro amigo. Os queremos mucho.

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La gran noche en Chez BentaBé

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BentaBé

 

«No puedes cambiar todo en una noche, pero una noche puede cambiar todo.» John Updike

La Navidad no me gusta desde que supe que las manos engrasadas de negro de Papá Noel eran las de mi padre, mecánico de coches. Ambos padres se esfumaron al mismo tiempo. La Navidad escuece. Mis hijos la refrescan con su inocencia. Su ilusión me sostenía esos días y su ausencia ha despertado un anhelo que no imaginaba. La necesidad de tribu.

Un 31 de diciembre nació mi madre. Esa misma noche, pero de hace ya 19 años, mi abuela, cuyas cartas recibía semanalmente, decidió que con noventa años ya estaba bien de tanto vivir. El 31 de diciembre es la noche en que rememoro, recupero y reinicio. Este año me he retirado para escribir, no he visitado el hogar familiar ni he estado con mis hijos; necesitaba una tribu auténtica que acompañara esas ausencias.

Y la vida me ha regalado la mejor de las compañías. La Noche Vieja de 2018, las primeras horas de 2019, persistirán en mi memoria como la velada más «goigdivín» de mi existencia. Fuimos invitados a Chez BentaBé y todavía tengo dolor de risa por detrás de las orejas y la mandíbula.

Mi querido y asombroso actor Joan Bentallé, el genial y contestatario dramaturgo Carlos Be, José Luis Miranda, actor y rey del RancioFact (reina indiscutible de Ortega y Pacheco’s Appreciaton Society); Mayte Caballero, actriz de facciones afiladas, ojos de constelación y manos que hablan; Monste Pin, productora ejecutiva de arte, risas y voz profunda; Elena Blanco, simpatía de mirada constante; Ferrán, estupendo observador de palabra justa y acertada; los pequeños Pol y Biel, resistentes, sonrientes, inocentes, presencia transmutada de mis propios hijos; Juanjo, el músico y compositor silencioso, casi en la sombra, pero tan luminoso; Félix, de gesto contenido y sonrisa prolija; mi amado y transparente Luis Salinas, cámara en ristre y una servidora, escritora ávida de capítulos vitales como éste. Todos compusimos en Chez BentaBé un retablo alocado donde no faltó de nada.

Primero llegaron los regalos. No hay fiesta que se precie en Chez BentaBé que no dé comienzo con una entrega de presentes para los invitados. Todos objetos queridos por Joan que pasan directamente de su memoria emocional a las manos de sus amigos. Mi regalo es una maravillosa reliquia de las interpretaciones de Mr. Bentallé: una muñequita rubia, desnuda y de trasero en pompa que otrora formara parte de una diadema que lució el actor en varios momentos estelares de su carrera. Un tesoro. Otros presentes presentes en la mesa: condones (sin estrenar), caramelos, libros, moñequetes de la colección privada de Joan… Un despliegue de memorabilia de valor incalculable. Porque regalar tus recuerdos no tiene precio (Visa Martercard, págame royalties)

 

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Foto: Moñeca Estrellita.

Los aperitivos elaborados por los comensales. Muestras comestibles de intencionada viejunez. Todo entre nubes de azúcar salpicadas sobre el mantel.  Tortilla encebollada, tabulé con ikebana de Grissini, jamón del bueno (con el riesgo que implica colocarse el primero en el mostrador de la charcutería a primera hora, el día de Noche Vieja. Joan lo relató, estremecido); la quiche guarrein de una servidora, con exceso de nata y defecto de beicon, sal y ausencia total de explosión en boca; los inevitables huevos rellenos («que te como los huevos», no paraba de decir «alguna»… Vale, era yo), deliciosos, cremosos, un must ovolactovegetariano. Todo bien regado con espirituosos varios para maridar un matrimonio abierto entre la risa, la compulsión por compartir felicidad y la incontinencia de ocurrencias y juegos de palabras, que iban subiendo de tono al tiempo que bajaba el contenido de nuestras copas.

 

Al despliegue de entrantes siguió la maravillosa hamburguesa casera. No podía ser de otra forma. Hace poco cayó una gran lluvia de vacas en la ciudad. Arrasó con las cosechas, pero los cuadrúpedos olvidados en el campo acabaron esta Noche Vieja en nuestro plato. Suculentas, jugosas, con pan del bueno, del caro, de ese que lleva trocitos negros de algo que parecen cucarachas, pero, como es del bueno, seguro que son pasas. Y nuestros anfitriones, Joan y Carlos, no paraban de servirnos, de agasajarnos, de mimarnos. Aun así, consiguieron estar sentados a la mesa, en un juego malabar increíble de presencia, cocina y atención a los comensales. Aprendan ustedes, ricachones con servicio doméstico.

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Foto: Juanjo y las Vacas.

Y llegaron los postres… La tarta de Pezones de Pitufo (término que ya ha entrado en la Enciclopedia de cocina cerda), ese engendro azul, hijo de Pie (léase «pai» y no se piense en juanetes) de limón y el colorante Hacendado, esa masa amorfa y húmeda que, a la postre (ji, ji), no estaba tan mala.

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Foto: Tarta de Pezones, Madre Reina del Engendro y Pacheco’s King.

El colofón perfecto para una cena que ya quisiera DiverXo fue el flan casero de José Luis Miranda, él mismo aseguró: «Es el que mejor me ha salido en toda mi historia flanera», con gesto solemne y lágrimas a punto de brotar. La nuestra sí que fue una cena DÍVERCHOU. Cómeme el merengue, Dabiz Muñozzz.

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Foto: Miranda, soy tu flan más absoluto.

 

Como en las mejores Noches Viejas, hubo votación sobre cómo ver la retransmisión de las campanadas. «Radio Nacional», clamaban los más rancios, «La Pedroche», gritábamos las más morbosas… «¿Oye, y eso en que canal es?». «¡El Sálvame, el Sálvame!». Y, claro, también como en las mejores fiestas, casi nos dan las uvas decidiendo cómo comerlas… Salieron los encantadores caramelos de papel de aluminio rellenos de verdes granos. Un clásico imperdible, una oda  a los mejores descubrimientos de la aeronáutica espacial. Claro, los más refinados empezaron a despellejar uvas; los más reflexivos seguimos despellejando a la Pedroche. Hubo quien quitó hasta las pepitas. Yo, la pepita, me la dejé puesta. Al final sólo recuerdo mucha risas con sabor a uva, muchos besos y abrazos de auténtica felicidad por compartir el comienzo de un año más con personas igual de auténticas.

miranda y papel plataviendo las uvas

Lo mejor de la noche estaba todavía por llegar. La invitación, en el fondo, era un regalo envenenado. La tribu de la farándula exige un elevado precio a cambio de tanto amor. Debíamos preparar un playback para el primer certamen de «Pleivaqueras de Mierda». Los artistas: la familia Blanco, emulando a Queen, con Elena en el papel de una moderna Nina Hagen (Daaz) en sustitución de Freddy Mercury, Pol y Biel a las guitarras y Ferrán al bajo. Todos con pelucas, mallas y nada de vergüenza.

 

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Foto: Helena Hagen-Mercury y Miranda Warning.

Mayte Caballero encarnando a un ya legendario Miguel Bosé como Femme Letal, con José Luis Miranda y Joan de chulazos del coro: puro glamur y proxenetismo de cabaré de bajura al son de Un año de amor.

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Captura de pantalla: Mayte Caballero y los chulazos.

Ariana Enana (Joan) y Demi Lovaza (Miranda), con mallas doradas, alitas de Victoria’s Secret del chino y pelazo azul unicornio, nos deleitaron con su Solo, Solo. Para no echar gota.

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Foto: Demi Lovaza y Ariana Enana, en el Pleivaqueras de Mierda, First Edition.

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Foto: «Hijas de Poo Poo», by Miranda’s.

Fotógrafo y escritora homenajeamos a los reyes del subnopop, Ojete Calor, y su temazo Corre Sarah Connor. Luis sustituyó la cámara por el pánico y se convirtió en Sarah Connor, yo sustituí mis cuadernos por la dureza metálica y me enfundé la acerada piel de Terminator. Una parejilla curiosa.

Captura de pantalla. Secuencia de Supera(c)ción entre fotógrafo y escritora. Corre Sarahn Connor.

 

Quedaron patentes dos verdades: los actores y actrices son insustituibles y los aficionados somos muy patéticograciosos.

Tanto despiporre acabó con los pequeños descansando plácidamente sobre la cama del dormitorio principal entre pelucas, tutús, bolsos y abrigos, como dos preciosos objetos más, pero infinitamente más enternecedores. Empezó el baile de altura, el copeteo intenso y las conversaciones profundas. Y nos dieron las dos y las tres y las cuatro… La familia fue la primera en marcharse; los niños habían cumplido con creces y resistido como jabatos. Poco a poco nos fuimos despidiendo. Los anfitriones estuvieron atentos a que nadie olvidara nada. Pero todos nos dejamos algo en Chez Bentabé.

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Foto: Dancing Queens, Miranda y la fabulosa Mayte Caballero

La Noche Vieja de 2018, las primeras horas de 2019, nos dejamos, en Chez BentaBé, la estela imborrable de lo que supone pasar esas veladas especiales con personas queridas, con tribus escogidas. Nos dejamos muchas risas y risotadas, en Chez BentaBé. Olvidamos las nostalgias y apagamos las preocupaciones, nos dejamos allí lo bueno, pero nos llevamos lo mejor. Ah, y yo me dejé el cargador del móvil.

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Foto: La «goigdivín», con Joan Bentallé, Carlos Be, Montse Pin y señora rara.

 

Actrices, actores, escritoras, productoras, luchadoras, combatientes de la vida, generosos, dadivosas, tapeo viejuno, tartas surrealistas. Personas de verdad… Una Noche Vieja más nueva que ninguna.

Os deseo un año entero lleno de días con alguna gran noche en  Chez BentaBé. Os deseo la sinceridad de las grandes noches con gusto a eternidad. Os deseo feliz 2019.

 

Todas las imágenes han sido cedidas amablemente por Luis Salinas (blanco y negro; él no, sus fotos) y José Luis Miranda (artista del postureo y la edición fotográfica). 

Hay una imágenes preciosas de Pol y Biel, los más jóvenes de la fiesta, pero son demasiado inocentes para caer en las enmarañadas redes sociales y que se los quede el señor Internet.

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El último sol de los septiembres

FOTO PARA POST LUIS 2018

FOTO: Ele y Ele y Ele.

Cómo no alegrarme hoy hasta el punto de romper mi silencio en este diario (obligada por la escritura de mi novela). Cómo no alegrarme un día más de seguir viajando a tu lado, contigo tan dentro, tan tú en tu espacio y yo en el mío. Cómo no reírme a carcajadas de tus pasos de baile catódicos (no pienso subir el vídeo que te he grabado con el cerebro mientras, ahora mismo, te desencajas danzando delante de mí).

Tú eres fotógrafo de nacimiento, yo, letraherida, y así pasamos las horas, hasta la madrugada, construyendo ideas: sin miedo, sin censuras, con el espíritu aventurero de un par de criaturas desconocedoras de las fronteras, de los límites. Con la inocencia de dos seres que se comparten, pero no se necesitan. Con el amor limpio de juicios, con las caricias cargadas de sueños, con los mordiscos de dos dragones de Komodo, pausados, feroces y con aliento a alcantarilla, y, a pesar de ello, regalándonos esos besos de mañana.

Amigo, compañero de andaduras, traspiés y remontes emocionales, hoy, ayer y en los días que veremos, sé que viajaremos hasta los confines de este mundo alocado con las mochilas cargadas de deseo, curiosidad y hambre de más kilómetros. Y también sé que, aunque nos separe el espacio, volveremos la cabeza hacia un lado y allí estará el otro… Y Scott, dando saltos y con sus orejitas rebotando.

Por muchas imágenes, grabados sobre pieles multicolores y lokuras más; por muchas letras más que sean su espejo o su antagonismo. Porque no podemos sentarnos a crear sin habernos levantado de un respingo para vivir.

 

Felicidades muchas y mucho más de todo eso que tú ya sabes y que es muy nuestro para escribirlo aquí.

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Después de mañana

Ilustración: Edu Català

 

Amado C.: Gracias por las risas, el fútbol, tus besos, tu boca llena de comida masticada cuando me cuentas el mismo chiste por enésima vez, tu mirada cómplice, tus palabras inventadas, tus lágrimas, tu valentía, tu vida… TU AMOR.

 

Cuento que escribí inspirado tanto en ti, C., como en tu hermano.

Tú eres mi inspiración hoy, desde hace 8 años. Te amo. C., feliz cumpleaños. Si este relato es TRONCHANTE (y te cito) es solo gracias a ti.

 

 

Yo un día le pregunté a mi madre que, si papá y ella se iban  a separar, que por qué nos habían tenido a mi hermana y a mí. Y mi madre me dijo que no lo sabía. Otro día le pregunté que, si los negros eran de color marrón, que por qué se llamaban negros. Y mi madre me dijo que era una forma de hablar. Vamos, que tampoco lo sabía. Esta tarde le he preguntado que por qué no me deja jugar a video juegos de matar si los mayores no paran de matarse en las guerras y me ha dicho que matar no era un juego. Entonces le he dicho que si matar no era un juego, que por qué decían los mayores que la guerra la gana un país o el otro. A ver, si alguien gana algo, eso es un juego, ¿no? Y me ha dicho que era una locura y que no lo entendía. Hay muchas cosas que mi madre no sabe, mi padre tampoco, ni siquiera las sabe mi abu, ni los profes.

Ayer se me ocurrió otra pregunta: que cuándo me voy a morir. Y mi madre me dijo «algún día, pero no ahora». «¿Y tú cómo lo sabes?», le pregunté. Y ella me dijo, «bueno, es que lo sé… Mejor no pienses en eso ahora». Mi madre dice que tengo que pensar mucho antes de hacer algo, que piense antes de hablar, que piense, que piense, que piense. Y luego va y me dice que no piense. Mi madre no se aclara.

Otro día me dijo que yo pensaba demasiado. Y no estaba enfadada. Dijo que era muy pequeño y que tenía que disfrutar más de la vida, «que, sin darte cuenta, los años se pasan volando y te haces mayor. Ya tendrás tiempo de preocuparte cuando lo seas». Entonces, no soy mayor todavía. Todavía no me toca pensar.

Esto de los mayores es un poco lío. Porque ahora resulta que yo también soy mayor. O eso me dijo mi madre una mañana, cuando le dije que no quería ir al cole porque me apetecía quedarme en casa. «Ahora ya eres mayor, tienes obligaciones». ¿En qué quedamos? ¿Soy mayor o no? «Eres mayor que tu hermana, tienes que darle ejemplo. Hacer las cosas bien para que ella aprenda de ti.»

Por lo visto, ser mayor que mi hermana me hace tener obligaciones, pero no me hace lo bastante mayor para pensar en la muerte, pero sí para no pensar en que no me apetece ir al cole. Ser mayor significa ver el marrón como si fuera negro y decir muchas veces «Estoy muy cansado. He tenido un día horrible», y que nadie te pregunte nada o que te digan otros mayores: «Sí, dímelo a mí». Si eres pequeño y dices «He tenido un día horrible», tus padres enseguida piensan que te has peleado con algún niño del cole y se ponen muy serios y te miran a los ojos y te hacen un montón de preguntas. He pensado que voy a escribir una lista de las cosas que saben los mayores. A lo mejor, así me aclaro un poco y decido si de verdad quiero ser mayor o me quedo siendo niño un poco más. Pero será después de mañana… Mañana vienen los Reyes.

 

Autora: Verónica Canales. Escritora, traductora y madre de G. y C., de 9 y 7 años.

 

 

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Que diez años es todo

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Foto: Tu mágica sombra.

música: Tajabone, de Ismael Lô

Diez años me parecían una eternidad a los diez años. Con diez años creí que ya era mayor para saber mucho más de lo que sé ahora. El día que cumplí diez años me vestí con una falda azul de volantes y una camiseta blanca de lunares negros, y unos zapatos de charol que me apretaban, pero me gustaban muchísimo. Han pasado treinta y tres años desde aquel día y diez desde el día en que te conocí.

Cuando tú llegaste también me apretaba lo que llevaba puesto, me apretaba todo. Quería estar como el día que yo nací para cuando tú nacieras. Quería sentirte fuera de mi cuerpo y sobre mi piel. Y cuando ya te tuve en brazos, contaba los días para que hiciera más calor y así poder sentir tu vientre sobre mi vientre, tus labios cerrándose sobre mi pecho.

A veces discutimos porque no quieres comer tomate en la ensalada, y entonces evoco con tanta claridad el día en que me diste de comer por vez primera que no puedo más que esbozar una sonrisa de ternura. A los seis meses intentaste meterme un pedazo de manzana impregnada con tus babas en la boca. Quisiste alimentarte como yo te alimentaba a ti. Lo que sentí al notar el tacto húmedo de ese pedazo de amor no puede encerrarse en una descripción. Lo llevo en la memoria de mis células.

No tengo tatuajes como los que a ti te gustan, de los que lleva el cantante de 21 pilots, pero te aseguro que cada paso que has dado está tatuado en mi cuerpo con una tinta de las que no se fabrican en esta tierra. Es un líquido indeleble que has producido tú; una potente mezcla de sangre, leche, lágrimas, risas y asombros.

Del bebé al que contemplaba embelesada durante la elasticidad que tiene el tiempo cuando una es madre primeriza en este mundo privilegiado; del hermano mayor demasiado pequeño para no odiar al segundo cuando aparece de pronto y se adueña de la otra teta de mamá; del niño de tres años que empieza el colegio en el preciso instante en que sus padres deciden seguir caminos separados; del niño que ya no es bebé, pero que no es lo suficiente mayor para entender que su madre decida tener un novio; del rebelde que se pinta toda la cara con un rotulador verde porque quiere disfrazarse de zombi pero con sus propias normas de maquillaje; del pequeño romántico que se confiesa enamorado aunque pregunta qué es el amor y cómo se distingue de lo que siente por un amigo… De todos estos túes, de todos esos yoes viéndote crecer, se compone la persona con una década de vida a sus espaldas y muchas décadas en la promesa de una existencia incierta para todos, pero tan incuestionable para ti.

Deseo que sepas lo maravilloso que eres. Te deseo vida. Te deseo emoción. Te deseo libertad y ganas de disfrutarla. Te deseo felicidad, amor, nostalgia, desamor, llanto y risa. Te deseo una familia de amigos por todo el mundo. Deseo que te alejes cuanto quieras sabiendo que siempre podrás volver. Siempre.

 

Te amo, hijo. Feliz cumpleaños.

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Lo que tengo aquí colgado

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Foto: vivienda de un inmigrante en Mallorca. Verónica Canales, 2017.

A los cinco años estaba convencida de que, en cuanto una mujer se ponía un vestido de novia, se quedaba embarazada. A los diez años, estaba convencida de que, por el hecho de ser mujer, te violarían algún día. Escuchaba a las señoras del barrio decir cosas como: «Mi marido bebe, pero al menos no me pega».  O incluso: «¿Tú dónde piensas ir sin un marido?».

A los once años no entendía que hubiera mujeres que se negaban a aprender a conducir porque eso ya lo hacía su marido. Me asombraba que la madre de mis vecinas jamás permitiera que su Jose pusiera ni recogiera la mesa, o cocinara o hiciera otra cosa que no fuera salir a trabajar y llegar a casa a descansar. Todo ello, por supuesto, acompañado de una retahíla de quejas sobre lo vago que era en casa.

A los cuarenta y dos años he estado sentada a la concurrida mesa de familias cuyas mujeres no han permitido que los hombres hagan nada y cuando alguno de ellos ha insistido en hacerlo, esas mismas mujeres los han criticado porque «no saben  hacer nada bien».

Estos son pequeños ejemplos aparentemente inocuos de un desprecio hacia el género femenino grabado en el adn de las propias mujeres. Y ese rechazo de la condición femenina es el claro reflejo de un desprecio histórico que, entre todos, vamos prolongando. No es culpa de nadie; es responsabilidad de todos.

¿Qué hacer?

Ahora, desde mis casi cuarenta y tres años, creo que, una vez más, la respuesta me la ha dado uno de mis hijos, desde sus nueve años. El otro día, mientras íbamos en coche al salir del cole, en el momento en que observaba a dos conductores discutir a voz en cuello en plena calle, me dijo: «Mamá, creo que ya sé cuál ese el origen de todos los problemas. Que las personas no se ponen de acuerdo».

Efectivamente, pero no se trata solo de  posturas irreconciliables, sino del convencimiento de que somos diferentes. Mujeres, hombres, niños, niñas, somos todos iguales, lo mismo. Desde esa óptica pierde todo sentido el tratar mejor o peor a nadie por lo que tiene entre las piernas. Cuando un hombre o una mujer, o un mono, piensa que merece unos privilegios por su pene, vagina o picha de mono, olvida que todos empezamos y terminamos de la misma forma: de la nada y en ella.

Tomar conciencia de esa similitud da muchísimo vértigo, porque está muy bien creerse lo mismito que Simone de Beauvoir o Gandhi, o Copito de Nieve (para el mono), pero es que también llevamos parte de Imelda Marcos, Stalin o King Kong. La cuestión es enfrentarse a esos fantasmas oscuros que saldrán cuando de verdad abramos las puertas de todos los armarios para encontrar la forma de ponernos de acuerdo, de aceptar la realidad del otro y vivir su júbilos y su dolor como propios.

La solución no está en pensar lo mismo, el camino es saber que aquello que creemos tan distinto en el otro no es más que la expresión de algo que todavía no hemos descubierto en nosotros. Y da igual que al decirlo te toque los huevos, te hinche los ovarios o se la traiga floja a tu picha de mono. Afectarnos, nos afecta igual.

Un esfuerzo tan grande requiere una pausa. Una parada. Llamémoslo huelga. Porque si una parte de esas que creemos tan diferentes deciden un día ausentarse de la cadena de producción, tal vez, con el silencio de las máquinas, podamos escuchar mejor cuánto nos afecta la ausencia de una pieza tan fundamental en el organismo global.

Y así, si me preguntas por qué paro mañana, te diré: «Por lo que tengo aquí colgado». No me hace fata tener o no un apéndice colgante entre las piernas para saber que soy lo mismo que muchos hombres. Con sus luces y sus sombras. De mí cuelga también el peso de la realidad. Si prevalece el machismo, una parte de mí es corresponsable de su existencia. Pararé por mujeres, hombres, niños, niñas y monos. Por todos esos trapos sucios que vamos lavando y tendiendo en una ventana abierta y luminosa que promete, poco a poco, ir secando el llanto que llevamos ignorando durante demasiado tiempo.

Y pararé, además, porque #LasTraductorasParamos

 

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Todo está escrito

todo está escrito

Foto: Ivory Press, madrid, Vero, 2016

Cuando escribo puedo mirar hacia cualquier lado. El mundo entero está a mi disposición, todas las ventanas están abiertas. Aparecen los personajes y ellos mismos abren las puertas de sus casas para dejarme entrar.

Entro como un fantasma al que permiten observar sin ser visto. A veces me siento en silencio y escucho. Otras, permanezco de pie y voy moviéndome entre objetos y personas sin llegar a rozarlos. Siempre que intento tocar algo, mis dedos de tinta atraviesan el aire. Mirar sin alterar: no juzgar.

Entonces, y solo entonces, al conectar de verdad con la historia que me regalan sus protagonistas, tras pausas creativas, bucles infinitos sobre una misma idea, sequías de adjetivos, dejo de pelearme con la idea que ya existe y consigo llegar mucho más allá de esa dermis intocable.

Al mirarme a los ojos de escritora, cuando por fin se reflejan los rostros imaginados en mis globos oculares, se abren solas las ventanas de esas otras almas. Se derrumban las paredes de sus secretos en una explosión intensa y muy fugaz, tanto, que debo correr a escribirlo todo antes de que se esfume su esencia entre el humo levantado por la detonación.

Y así, palabra a palabra, sumando un paso tras otro del recorrido, llego al final del viaje. Los lugares, los relatos, los poemas, cada una de las ideas explosivas ya están ahí, yo topo con ellas, me dejo asombrar, y regreso a toda prisa al campamento de papel para llevar a cabo mi oficio: escriba de lo que YA ESTÁ ESCRITO.

TODO ESTÁ ESCRITO Y NADA ESTÁ ESCRITO.

Yo siempre disfrutaré de esa inmensa dualidad en absoluto contradictoria.

Gracias.

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Deshauciar

visstas al cielo

 Foto: con vistas al cielo. Verónica, Sarnago. Tierras Altas, Soria, 2016

Música: Let it be, The Beatles

  1. Quitar a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea.
  2. Dicho de un médico: Admitir que un enfermo no tiene posibilidad de curación.
  3. Dicho de un dueño o de un arrendador: Despedir al inquilino o arrendatario mediante una acción legal.

Que desahucien a un amigo es una putada, en cualquiera de sus tres frías acepciones. Y si el amigo eres tú, la putada adquiere tintes aún más definidos. Cuando el amigo es, además, autónomo, tiene hijos a su cargo y nada hacia la orilla desde la costa de la separación, la piedra de Sísifo se torna pelota de mierda, de esas que empujan los escarabajos, pero de tamaño planetario.

¿Qué le dices a un amigo desahuciado? ¿Que se anime? ¿Que nunca se quedará solo? ¿Que todo tiene solución en esta vida menos la muerte? ¿Que piense en las guerras, los niños huérfanos, los refugiados, el hambre mundial, la amenaza terrorista? ¿Que él está mejor que todo lo anterior? Pues no.

A mi amigo, que soy yo, le digo que se tome unas buenas birras y se cague en todo, que se entregue a la desconexión, que llore, ría y escupa, que hable con quién le dé la gana y retire el saludo a quienes cierran puertas. Y le digo, mirándome al espejo, que ni el diccionario de la Real Academia (esa tan real como los mundos de Yupi) ni el banco ni todos los dueños dados a las despedidas podrán con esto que nos une: la vida en danza.

Bailemos, pues, amigo. Hace falta mucho más que papeles para quitarnos la esperanza. Afirmemos que, efectivamente, no tenemos cura en esto de entregarnos a las letras para crear y despidamos con una fiesta esos días de puertas tapiadas: somos demasiado transparentes para que nos paren unos ladrillos.

 

A tu salud, amigo. A nuestra salud.

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churumbelada, Uncategorized

Pedid un deseo (¿Se pueden pedir dos?)

 

 

turisaperfecta

Foto: A tu sonrisa no le falta nada. G., 8 años.

Música: Allez, allez, allez

La belleza es la verdad y la verdad es la belleza…

John Keats

G. ha cumplido ocho años. En un solo día de un niño de ocho años se contienen todas las emociones que, más adelante, creemos vivir en varios meses. Un pequeño de ocho años que tenga la suerte de haber nacido de este lado del muro tiene deseos muy similares a los nacidos del otro lado de la desigualdad. Sin embargo, los adultos lo perdemos de vista en más de una ocasión.

Muchos adultos han pretendido que el niño entienda que es más afortunado que otros, que valore lo que tiene. Pero ¿qué tiene? Nuestros niños con casa, tres comidas al día, colegio, ropa de abrigo y toda otra serie de necesidades cubiertas que no pienso enumerar (pues tal vez cayera en el error de señalar a alguien por lo que tiene o no tiene), poseen algo infinitamente universal: la visión de la belleza.

Quiero aclarar que voy a hablar de niños, no de hijos. Porque lo que ellos nos aportan y lo que llegarán a aportarnos será para todos, seamos o no seamos madres o padres, abuelos, tíos… Ellos son ahora y serán después que nosotros, con bastante probabilidad.

Los niños quieren más niños, quieren estar en tribu, quiere correr y reír juntos, gritar, saltar, jugar, en definitiva, vivir. Los niños quieren tener sus complicidades, compartir espacios, experiencias, secretos, intimidad. Los niños expresan con alegría rebosante de colores todos sus sentimientos y en unas horas ríen, lloran, dudan y solucionan cuestiones. A veces se apartan de la manada y quieren estar solos. Luego se reencuentran. A veces se enfrentan y discuten, a veces también se pegan, se hieren con la palabra. Y entonces buscan el acompañamiento de quienes consideran sus referentes.

Y el regalo que me pidió G., para su cumpleaños número ocho, fue ése: tribu. No hace falta dinero, no hace falta mucha organización, no hace falta tener una gran casa. Sólo una cosa, querer reencontrarse con ese deseo de compartir, comunicarlo y abrir las puertas.

Durante las semanas previas a la fiesta de pijamas en nuestro piso de 60 metros cuadrados, ubicado en un barrio-barrio, fui encontrando caras de estupor, miedos expresados en voz alta: «¿Vas a poder tú sola con once niños a dormir? ¿Meriendan en tu casa o te lo llevo sólo a cenar? ¿Y si no se duermen? ¡Va a ser un lío!, ¿te lo has pensado bien?».

Por unos segundos pensé que estaba equivocándome,  pero me duró poco. Recordé entonces a mi propia madre. Ella tenía muchas más dificultades que yo, menos medios, no contaba con tiempo para organizar juegos ni para preparar un cátering casero impresionante. Estaba sola, mejor dicho, los demás creían que estaba sola. Pero no era así. Mi madre estaba acompañada por algo inquebrantable: su amor infinito hacia la infancia. Y eso alimentaba el motor que le permitía llevar a cabo cuanto se proponía.

Mi madre me enseñó, viviendo como lo hacía, que nos movemos por dos motivos esenciales: por amor o por miedo. Algunas veces esas dos motivaciones se funden, y está en nuestra mano decidir cuál será la energía que consumiremos al actuar. Así que yo he tirado de amor para celebrar algo tan bello como el nacimiento de mi primer bebé. Aparqué los miedos ajenos y reuní todas las fuerzas necesarias, que, al final, fueron muy pocas.

He disfrutado como no podía imaginar despejando el espacio, apartando muebles y poniendo flores y plantas en casa para invitar a la primavera. Con muy poco dinero compré aquello que creía que nos haría felices: azúcar, sal y guirnaldas. Al final, todo lo dulce, salado y colorido de la fiesta lo pusimos nosotros, los niños y los padres que estuvieron a nuestro lado para que todos lo pasáramos bien. Y eso no lo pude comprar. Me lo regalaron.

Y qué regalo: una pequeña de dos años corriendo por el piso con la escobilla del váter en la mano, que al final acabó en un lugar no muy habitual. Imaginad una cantante diminuta con un peludo micrófono en mano; no diré más. Una hermosa niña confundida porque no entendía en qué momento empezaba la «fiesta de pijamas»: ¿dónde estaban los cojines con los que poder atizarse hasta que todo quedara cubierto de plumas? Un pequeño de ojos enormes preocupado por pegar el dibujo que le había regalado a G. en un lugar que a mi hijo le gustara («Me pasé toda la noche dibujándolo. Verónica, prométeme que quedará bien pegado a la pared.») La misma punki de la escobilla gritando: «¡C. ven aquí (el hermano de G. de cinco años), ven conmigo!» y G. desesperado, corriendo por delante de ella y gritando: «Déjame, M., que no soy C.» Un grupo de niños enseñándole a una niña a jugar a fútbol, porque a ella, según ella misma, eso no se le da bien. Otra niña vestida con mi tutú rojo y mi boa negra sintiéndose diva por unos segundos. Otro niño con mi máscara veneciana, sintiéndose también divo. Los once niños bailando flamenco desnudos en el salón de casa, justo antes de ponerse los pijamas, improvisando una danza alocada previa al momento de refugiarse, apiñados, en el dormitorio donde dormirían juntos. Las idas y venidas, subidas y bajadas, de las literas al suelo, del suelo a las literas, mientras se organizaban para dormir los unos con los otros. Las protestas de los que querían dormir mientras otros tantos querían seguir despiertos. Al final, los cansados acabaron en mi cama. Yo dormí en el pasillo.

No estaba sola. Además de los pequeños y sus torbellinos, la madre y el padre de N. y la madre de A. y M., se quedaron con nosotros y retrasaron su partida para disfrutar del espectáculo. No tuve la sensación de que se quedaran «para ayudar». Creo que no querían marcharse. ¿Quién querría dejar una fiesta así?

Y los miedos superados. Tres de las pequeñas sintieron la profunda nostalgia del hogar en el instante de irse a dormir. Ese momento en que bajamos todas las barreras y acuden a nosotros las vulnerabilidades. Tenían abierta la posibilidad de volver a sus casas, cómo no, pero ellas decidieron quedarse, experimentar ese momento.

Cuando la pequeña cantante punki del micrófono-escobilla cayó redonda sobre la alfombra, pegada al pecho de su madre, M., y la última resistente, A. (también hija de M.), dejó de visitarnos en el salón y también se entregó al sueño, relajada por la promesa de que su madre no se marcharía sin darle un beso, nosotras abrimos un nuevo capítulo de este libro festivo. En la cocina, ya en silencio, exprimimos hasta la última gota de la madrugada compartiendo palabras y golosinas con iguales dosis de azúcar e intensidad.

M. se marchó cuando los párpados pesaron más que las palabras. Nos abrazamos y nos fundimos en la despedida, apretujando entre nosotras el cuerpecito de la diminuta persona dormida sobre el pecho de su madre, estrujando con fuerza ese último instante de una noche tan irrepetible. M. no se fue sin posar ese beso prometido sobre la mejilla de A., que, entre sueños, expresó su deseo de quedarse en mi casa. Esa noche dormiría lejos del nido.

A la mañana siguiente, muy temprano (muuuuuyyyy temprano para alguien que había dormido tres horas), las niñas despertaron y me regalaron algo que no olvidaré jamás. Sus sonrisas orgullosas por haber superado el miedo a dormir en casa ajena. Durante el desayuno quise celebrar con todos que hubieran decidido dar un paso tan importante en nuestro hogar y les di las gracias por haberlo hecho así, en un día tan especial para mi pequeña familia. Luego, mientras el homenajeado G. todavía dormía plácidamente en mi cama junto a su hermano C., sus amigos decidieron escribirle unas cartas que le dejarían en el buzón de cartón que G. había preparado: «Por si los invitados quieren decirme algo que no se atrevan a contarme en la fiesta».

Amor y miedo. Chuches y pijamas. Caos y risas. Intimidad y palabras liberadas en la barra de la cocina. Sueño acumulado y cúmulo de sueños. Todo ello se quedó entre las paredes de nuestro piso. Los miedos recorrieron su camino y acabaron evaporándose y mezclándose con el intenso perfume a pies, sudor y otros humores que se reconcentraron en la habitación de acogida.

Al amanecer, cuando desperté tirada en el pasillo (no por falta de espacio en las camas, sino porque era el punto intermedio entre todos los espacios), cómodamente tumbada sobre los cojines del sofá, visité los rincones donde dormían los niños, los contemplé en silencio. Abrí de par en par las puertas de mi balcón y fijé la vista en la fina línea naranja del amanecer. El horizonte del nuevo día se dibujaba saliéndose de la raya.

En cuanto todos hubieron despertado, convertimos el desayuno en la celebración pendiente: la tarta de cumpleaños. Íbamos a soplar las velas que habíamos dejado sin prender la noche anterior. Nos reunimos entorno al bizcocho del supermercado. Lo cubrimos de chuches, encendimos las llamas con mucha paciencia (nota mental: no volver a comprar las velas en el Chino) y los invité a desear lo que quisieran pensando también en los demás. Y ellos, los once, soplaron al unísono con todo el deseo de sus pulmones. La pequeña A., tal vez animada por la fuerza que le había dado el atreverse a pasar la noche fuera de casa, preguntó: «¿Se pueden pedir dos?»

M., quien es generosidad en cada paso, me contó al día siguiente que A. había pedido «Que nadie se ponga enfermo ni se muera nunca». ¿Y como segundo deseo?: «Un unicornio, mamá».

Un unicornio.

La mañana fue alargándose y los invitados se resistían a quitarse el pijama. La puerta de casa volvió a abrirse, pero esta vez para despedirlos, siempre hasta la próxima, cargados con su regalo: una bolsa de papel, del color que ellos escogían, con unas chuches y un libro dedicado por G. Dulzura y letras, no se me ocurre mejor recuerdo para una fiesta de pijamas.

Y también deseé un unicornio, un caballo alado y violeta que habitase para siempre en el corazón de esos seres que no han perdido la esperanza en esta vida, que la disfrutan con toda la intensidad de la alegría, la frustración, el llanto y la alegría de nuevo, cada día, con cada sol que amanece demasiado temprano, sobre todo los fines de semana, pero insiste en salir a diario.

Gracias, gracias, gracias a los pequeños y a sus padres por hacerme el regalo de poder compartir con ellos otro instante más de esa potencia vital que reside en todos los futuros adultos. Esa intensidad nos rodea. Está disponible en cada pequeño gesto de los niños. En su mirada y en sus palabras. Y está en todo el planeta. Protejámosla siempre como fuente de energía renovable.

Gracias.

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