churumbelada

Piel de gallina por un pato

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Imagen: ilustración de Wolf Erlbruch

En algún momento imaginé qué sentiría la primera vez que alguno de mis hijos leyera algo traducido por mí. Incluso escrito por mí, pero jamás imaginé que otra primera vez, que no se me había pasado por la cabeza, pudiera ser tan intensamente asombrosa.

Ayer G., de 9 años, me recomendó un libro. El pato y la Muerte. Fue tan honesto, tan sincero, me lo recomendó con tanto interés que una escalofrío electrizante me recorrió desde la punta del pelo hasta la punta del asombro, que puso en marcha mis pies hacia el libro en cuestión.

Cuando yo recomiendo un libro que acabo de leer a alguien quiere decir que he pensado en esa persona en algún punto del viaje lector. Ese periplo intenso que uno hace tan inmerso en la ruta que no piensa en nada ni nadie. A menos que se produzca el instante mágico en que uno es capaz de bajar de la nave y tomar nota mental de todas los seres a los que invitar también a esa travesía.

Por eso ha sido tan especial que G. me haya dicho: «Mamá, hoy no te vayas del cole sin que te enseñe el libro que te he recomendado». Era un momento de ilusión en el que, a diferencia de todos los demás, no le ha importado que sus compañeros lo vieran en mi compañía. Cuando me ha visto hojearlo, leerlo, fotografiarlo, sí se ha sonrojado, pero lejos de soltarme el ya clásico «Mamá, aquí no», me ha preguntado, asombrado: «¿Te lo estás leyendo?».

En cuanto a la temática del libro y el porqué de su interés en él, debo deciros, que son cuestiones pendientes. Aunque confieso, y tal vez descubráis con ello que soy una madre «diferente», que no me importa tanto la temática del libro, la Muerte, sino su pasión por el encuentro con un tema que le interese. El otro día me dijo:

—Mamá, es que cuando a ti te gusta algo, te gusta mucho. Siempre estás en plan “Es que es súper guay”… Bueno, con otras palabras, pero así.

—Sí… Sí, es verdad.

—A mí me gusta que seas así.

—A mí también me gusta.

 

Preguntarle por qué, indagar en mis dudas reflejándolas en él, es algo que, instintivamente, no me llama. Me gusta más preguntarme a mí misma por qué me interesa: ¿quiero saber por qué le interesa un libro sobre la muerte o me preocuparía, si lo hiciera, el no haber atendido alguna hipotética angustia, el haber fallado como madre? ¿Quiero saber por qué le gusto yo o yo misma me cuestiono mi forma de ser?

Me encanta mi hijo.

Me encantan mis hijos.

C., de 7 años, escuchó a su hermano recomendarme el libro.

Entonces intervino:

—Mami, yo he leído El petit tigre.

—Qué bien.

—Es muy largo. Tiene cuarenta y dos páginas. Yo me he leído dos. ¿Te lo puedes leer?

—Claro, mi amor. Me encantará.

 

Despierto con cada instante junto a G. y C. al sueño de ser madre. Y siempre aprendo algo que jamás soñé descubrir.

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Convulsión

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Foto: c’est il nést pas une frontière (Esto no es una frontera). Antiguo puesto de aduanas entre Cerbère y Portbou (espacio de exposición fotográfica #Fotolimo, Pasajes y Fronteras). Verónica Canales Medina, 2017.

Música de lectura sugerida (enlace al vídeo): Give peace a chance. John Lennon

 

Tomar partido. Decidir. Definir. Etiquetar. Cerrar. Echar. Bloquear. Tomar partido. Tomar… Tomar conciencia. ¿Cómo? ¿Por? Pausa. Silencio. Silencio. Ahora… Ahora sí.

La cantidad de información desborda, me desborda. Vídeos, fotos, audios, decálogos de actuación, normas, advertencias, directrices, mandatos. El espacio está tan lleno que satura. La masa avanza con el peso de las emociones y la sensación de arrastre, sin poder analizar la fuerza que lo genera, provoca en mí desorientación. Pero hace tiempo que aprendo a vivir cada momento como un viaje necesario, un tránsito hacia un destino siempre más luminoso.

Sin abstracciones. Soy madre, responsable de dos vidas que empiezan y preguntan. Aunque, en realidad, la que más se pregunta soy yo y, de pronto, me quedo sin respuestas. No quiero que esas contestaciones vengan generadas de un lugar de desprecio. Quiero decidir siempre desde lo constructivo, no dar pasos escapando de nada, no seguir caminos movida por el rechazo. Sino avanzar potenciada por la fuerza de la esperanza. Porque todo cambia, todo evoluciona. Y los cimientos se estremecen por algo.

Hace cuarenta y dos años llegué a este planeta desde quién sabe dónde. Acogida. Hace cuarenta llegué a España desde Chile. Refugiada. Hace veinte llegué a Cataluña desde Mallorca. Adoptada. Y aquí sigo, viva, amada: es una suerte, es un regalo. Y no pienso desperdiciarlo. Dijo el gran Charles Chaplin algo parecido a «¿Y si dejamos de ser víctimas para convertirnos en protagonistas?» Dejemos de culpar a los demás de nuestro malestar, tomemos las riendas de nuestro camino. Y eso es complejo, por supuesto. Porque el camino de cada uno no siempre converge en el mismo punto. Pero, qué curioso, todos esos caminos llevan al mismo lugar. Todos nosotros acabaremos en el mismo destino.

Estamos en la misma senda. Un camino sin muchas piedras, apenas unos socavones. Quizá baches; qué bueno estar escribiendo con el estómago lleno y después de darme una ducha de agua caliente para relajarme. Qué bueno haber llorado de impotencia mientras usaba un teléfono móvil que he desconectado para silenciarme. Qué bueno haber cenado ayer con unos amigos con los que opinamos libremente sobre nuestras convulsiones personales, todas muy diversas. Qué bueno haber acudido a esa cena después de un fin de semana de movimientos telúricos. Y antes, qué bueno haber podido acudir a las urgencias hospitalarias con mi hijo el día 1 de octubre de 2017 porque tenía dolor de oído y haber salido de allí, tres horas después, sin tener la obligación de abonar el importe de una consulta médica que es un lujo prohibitivo en otros rincones del mundo. Y qué bueno, de camino al hospital, haber sido capaz de conmoverme con la visión de unas masas humanas reunidas generando emociones, aunque esas emociones no sean siempre las mías. Y qué bueno tener la oportunidad de discrepar, no entender, llorar y espeluznarme viendo el baile de banderas, heridas supurantes e impotencia en los rostros. Yo he sido cada una de esas expresiones en algún punto del recorrido. Seguro que enarbolé en algún momento una bandera, aunque no estuviera hecha de tela.

En este tramo del viaje solo tengo una certeza: el material del que estamos hechos todos es el mismo. Es un material, sin duda, maleable, y cada uno le da la forma que decide. Y, ese, en definitiva es el arte de vivir. Ir moldeando, a cada paso, la estructura de nuestro devenir. Juntos, cada uno por su cuenta, en grupo, envueltos en banderas o a pelo. Pero siempre aprendiendo. Y hablo de mí. Aprendo, aprendo de cada uno de los seres que encuentro. Y los que encuentro, por repelentes que puedan parecerme, son los que vienen a enseñarme. ¿Qué lecciones? Si lo supiera, es de perogrullo, pero no estarían pendientes de aprendizaje.

Seguiré pues, aprendiendo de todos vosotros. Y qué bueno.

Paz y amor para TODOS.

 

 

 

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Canto a vosotras

 

Mi sentido (y particularísimo) homenaje a las mujeres que me acompañan en el día a día del loco viaje maternal. Carta de amor a las madres.

 

Música: La rumba de las madres

ABRAZODEAMOR

Foto: Verónica Canales Medina

Basta con una mirada de apenas unos segundos para leer en otros ojos toda una mañana de carreras y prisas de casa al coche para llegar al cole. Ellas. Las que sonríen. Las que escogen prendas de colores o han dejado que les llueva cualquier ropa encima dependiendo de cuál sea la previsión de acontecimientos del día. A las que les robo dos besos siempre que puedo para poder sentir su piel y su perfume con el que saludan el día. Ellas. Las que sostienen todo el peso de lo que no se comprende en la firmeza de una expresión seria, pero no por ello inconexa con mi mirada. Las que reciben mis llamadas telefónicas y de pronto están a mi lado, acariciándome el cansancio y transformándolo en compañerismo.

Vosotras. Vuestros labios sonrientes, vuestras bocas congeladas en la tristeza de un momento que para vosotras es eterno. Vuestro pelo recogido al vuelo o tal vez un corte recién estrenado. Incluso vuestros cabellos blancos, tímidas canas grises, al principio, que asoman escupiendo a la cara a los tintes que nos quieren embaucar para que despreciemos el paso del tiempo. Pero, sobre todo, vuestro abrazo. Esa reunión fugaz en nuestro cruce de caminos.

Soy madre y también vosotras. Encuentro la misma sorpresa ante el regalo de la maternidad reflejada en vuestros ojos. No importa que haya pasado ya casi una década. Madres que parieron con el cuerpo, madres que parieron con el corazón porque el amor les llegó desde otro extremo del planeta, madres que parieron junto a su compañera y también madre, madres que recibieron solas su nueva condición y así siguen, madres que no han tenido hijos, madres que son abuelas y doblemente madres… Tantas y tan distintas y con algo siempre en común: el aprendizaje diario de un misterio que parece no tener fin.

Mujeres que sois tesoros increíbles a las que empiezo a conocer. Porque somos madres y esa no es más que una parte diminuta dentro de nuestro infinito universo de posibilidades. Aunque a veces la maternidad conquiste los confines más ignotos de nuestro mapa íntimo, hay rincones que son nuestros, solo nuestros, que siguen sin explorar o a los que viajamos en secreto. Veo la mirada inconfundible de las viajeras en el fondo de vuestras sonrisas. No importa que jamás hayáis viajado lejos, cada movimiento es una jornada de viaje. Nosotras lo sabemos y a veces solo lo anhelamos. Otras, sencillamente, nos alejamos. Sin equipaje. Sin niños. Sin horarios. Sin prisas. Aunque sea en sueños.

A todas vosotras, a todas nosotras: gracias por enseñarme a pasar por lo cotidiano con la intensidad de un periplo irrepetible. Gracias por ser la colección de mapas que consulto, aunque no lo sepáis, cuando os miro y busco en vosotras ese lugar común que me descargará de culpabilidades innecesarias relativas a la maternidad. Gracias por dedicaros con tanta generosidad a motivar, organizar y llevar a la realidad tantas ideas que luego acaban en nuestras manos en forma de cuadernos, fotos, canciones, regalos: tesoros. Todas sois, todas, viajeras incansables y maravillosas compañeras en esta vuelta al mundo en 175 días, que reemprendemos cada curso, cada año que pasa.

Bailemos siempre al son de las músicas más tribales, de las percusiones más orgánicas, de los musicales de Broadway más alternativos o del petardeo poligonero más rancio, si no hay otra música que nos acompañe en la celebración de nuestra cercanía. Pero bailemos juntas con toda la pasión que ponemos en la crianza de los futuros adultos, con el amor que recibimos y que damos y, ante todo, regalándonos, tras tan arduo viaje, el estallido de alegría que merecemos cada una de nosotras.

Y ya solo para ti.

A la que escogí como primera sin conocerla. La que hizo que me crecieran las alas. La que me enseñó y me enseña a valorar la comunión con otras madres, tengan o no hijos. A ti te envío este canto, pero como primera estrofa de una canción mucho más larga y personalizada que estoy componiendo a diario solo para ti y para todas las mujeres que habitan en tu interior. Te quiero, mamá.

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ficciones relativas

La fuerza

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Foto: museu de la joguina, Mallorca. Foto: Juguetes que fueron. Verónica Canales Medina.

 

Hoy me he acordado de Elisa, y no es la primera vez. Ella tenía dos años menos que yo, nueve, y siempre que la veía, llevaba en brazos a Pili, su hermana de cuatro años, y sujeto de la mano a David, de seis. Elisa era muy delgada y tenía los ojos enormes, de color verde pozo mohoso. El pelo rizado y castaño siempre lleno de nudos y los brazos cubiertos de arañazos y mordiscos. A mí me dijo que se los hacía su gato. Pero David me contó un día que ellos no tenían gato. Pili, la más pequeña, era muy rubia y siempre llevaba la cara sucia, con una fina capa de mocos secos que iba desde la nariz hasta la barbilla. David sonreía continuamente y se movía muy deprisa, todo el tiempo. Recuerdo a Elisa diciéndole: «David, estáte quieto ya o te pego una hostia».

A mí esas cosas me impresionaban. Elisa tenías dos años menos que yo y decía «hostia» con una potencia que yo desconocía en las niñas pequeñas. Era una fuerza muy intensa, muy distinta al odio teñido de miedo que escuché un día en la voz de otro niño menor que yo: «Eres un hijo de puta», le dijo a otro en el patio del colegio. El insultado respondió: «Con mi madre no te metas o te mato», pero no lo creí capaz.

Ese fue el día que pregunté en casa qué era «puta». Dos días después, Elisa me dijo qué era. Era su madre. «Eso hace. Por eso me da igual si me llaman «hija de puta». Y me río en su cara porque no es un insulto. Mi madre es puta». Desde ese día, Elisa me pareció la niña más fuerte del planeta. Su voz decía la verdad.

Muchas veces pienso en Elisa. Imagino qué habrá hecho con toda esa fuerza que tenía. ¿Habrá seguido cuidando de sus hermanos? ¿Hasta cuándo? ¿Habrá cambiado su color de ojos de verde ciénaga a verde oliva? ¿Habrá utilizado ese poder que tenía para salir volando hacia un lugar propio? Elisa, deseo que hayas conseguido lo que deseabas. Hoy, no sé por qué, te he pensado una vez más y me ha llegado todo tu poderío con estas palabras. Estés donde estés, gracias, Elisa.*

 

*Los nombres de esta historia son ficticios. Solo los nombres.

 

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Uno, dos, tres, cuatro, cuarenta y dos

 

 

Hace ya unos días que estoy cumpliendo años. La verdad es que soy una experta, llevo haciéndolo toda mi vida. Por esa razón me sorprende que todavía sea algo que me descoloque. Que uno podría decir: «Tampoco hay para tanto. Se cumple uno más y ya». Pues no, señoras, para empezar, hay que seguir viva y, con los tiempos que corren, con guerras, hambrunas, Rajoyes y Trumps, pues tampoco es tan fácil. Además, soy autónoma y eso da mogollón de puntos negativos en estos Juegos del Hambre.

Sin embargo, este año ha sido ligeramente distinto. Esa sensación de llegada a una nueva edad, durante unos microsegundos, no fue de superación. De pronto sentí de verdad que había llegado a una conclusión y no a una meta. La llegada a la Meta es logro. La llegada a esa conclusión era Miedo. MIEDO. Así, con letras mayúsculas, colgado de una enorme pancarta: «MIEDO, patrocinado por Visa Electron, La Caixa de Pensions, Gas Natural, Endesa, Visa Oro, Repsol, Epígrafe 773 del Régimen de Autónomos y P.J.F., las iniciales de mi casero y rentista de nacimiento». Allí estaba yo, tras una larga carrera de cuarenta y dos años (no casualmente los mismos que los kilómetros de una maratón), exhausta, pero aterrorizada. De rodillas en el suelo y la vista levantada hacia la mentada pancarta. «¿Lo ves? —me dijo el Enano Cabrón, ese que me habla sólo cuando yo lo escucho—. Cuarenta y dos años y mírate…» Sinceramente, no pienso otorgar al Enano Cabrón ni una línea más. Me dijo cosas feas, muy feas. Y hablaba rápido, lo vomitó todo en unos dos minutos, aproximadamente. Hasta que lo hice callar con el simple acto de no escucharlo. Miento, lo escuché con tanta atención que, de pronto, empecé a entender lo ridículas que eran sus afirmaciones.

Por suerte, en mi vida hay unos enanos con mucho más criterio y mejor entendimiento que el mentado Enano Cabrón: mis hijos, por supuesto.

Estaba yo a punto de cumplir estos cuarenta y dos años que estoy cumpliendo ahora, y tuve que llevar a C. al pediatra. Allí estábamos los dos, cada uno haciendo tiempo a su manera. Yo tomaba notas para escribir y C… C. contaba.

—Uno, dos, tres, cuatro… Mamá, ¿sabes cuántas puertas hay?

—¿Mmmm…? —Así, distraída, sin levantar la vista del libro.

—Mamáaa, mamá, mira, ¿sabes cuántas puertas hay?

—No, mi amor, no lo sé —respondí con tono aflautado de impaciencia. Debía aprovechar hasta el último segundo en esa jornada laborar pausada por la visita al médico.

—Hay nueve puertas.

—¿Ah, sí?

—Sí, mami, las he contado. Hay nueve.

—Muy bien, mi amor.

Retomé la lectura para seguir trabajando, y entonces…

Entonces miré de verdad a C. Le brillaba la mirada: para él era un logro descubrir que había nueve puertas. Como tantas veces me ocurre, al mirar a mi hijo, lo vi todo claro. El secreto de mi crisis de los 42 residía en mi forma de contar. Lo que me llevó a arrodillarme en la meta con sensación de fin y no de superación fue que estaba contando LO QUE NO TENGO y olvidando así lo MUCHO QUE POSEO.

Tampoco pretendo aburrir a nadie con toda la lista de posesiones que he contado hasta ahora, pero si os mencionaré unas cuantas:

Me tengo a mí

Tengo libertad para tenerme como quiera

Tengo un cuerpo también libre y sano

La libertad para usarlo como desee y con quien desee, incluso a solas

La fortuna de haber encontrado a la persona distinta a mí con quien mejor compartirme y amarme

Tengo lo que soñé de niña para cuando fuera mujer: soy escritora de lo mío y de los otros. Como y doy de comer gracias a mi imaginación.

He traído dos hijos a esta vida. Tengo todo lo que aprendo de ellos y con ellos y la certeza de que no son míos y yo no soy suya, además de saber que somos todos lo mismo

Tengo a mi madre, que me parió y me enseña a viajar por la vida

Tengo a mi padre de corazón, que no me parió pero sí me alimenta con su bondad y su experiencia

Tengo a mis hermanos, con quienes comparto el material del que estamos hechos y así vamos construyendo vida, cada uno en su rincón del mundo.

Sigo contando y sigo cumpliendo. Cumpliendo conmigo y con todos vosotros (interprétese como se desee).

Un año más, feliz cumple, Verónica.

gracias de corazón, desde la raíz.

Foto: La gloria de los 42, o Mis pelos no están en la lengua.

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Eres más tú

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Foto: corazón rayado. Vosotros dos.

San Valentín me importa menos que nada. Sin embargo, soy una romántica, me encantan los gestos de cariño, los pequeños y los cursis, los cómicos y los trascendentales. Me pirran el color lila, el rosa, el azul y muchos otros relacionados con las ocasiones emotivas. Lloro con una variedad infinita de anuncios (desde uno de seguros de salud a otro de compañías telefónicas. Y con uno de flanes: esa gallina ignorante del futuro de su huevo…), esté o no esté ovulando (que suele ser mi excusa perfecta para disfrazar mi emotividad extrema). Pero sigue sin gustarme San Valentín.

No obstante no escribo hoy en contra de tan empalagosa celebración, ni sobre las festividades impuestas, ni del consumismo exacerbado que encuentra su justificación en cualquier nimiedad y, si no, la genera de la nada. No. Hoy escribo como adulta asombrada, como mujer de casi cuarenta y dos años que se mira por dentro y exclama (también por dentro): «¡Hala, si eres madre!». Vale, mis hijos tienen ya unos años, casi nueve y casi siete, pero, que me aspen si no tengo, más o menos, cada dos o tres meses, esa sensación alucinante de haber conseguido (a veces no sé cómo) que mis hijos sigan aquí, no haberlos roto ni desparejado (como los calcetines), y, además, lograr que estén actuando como personas independientes y bastante flipantes (sí, lo pienso con este vocabulario tan adolescente de principios de los noventa).

Uno de esos comportamientos de flipar en colores (dejadme que vuelva a los ochenta) son las emociones que van aflorando en los niños, no relacionadas directamente con nada que te incumba a ti. Ellos toman sus propias decisiones y tú no logras ver de dónde han podido salir. Incluso puede que hagas el ejercicio de retroceder en tu propia trayectoria y buscar algo similar en tu infancia. Pero no encuentras nada. Tu hijo es un ser distinto a ti, no es una extensión, no es una proyección. Es él, él solo y nadie más. Lo sé, lo sé, estas son afirmaciones de perogrullo. Quizá escandalicen a alguien que tenga diametralmente claro que los hijos no son tu riñón ni tus ojos (aunque algunos aseguren que cuestan lo primero y te sacarán los segundos), no obstante, sé que no estoy sola en este asombro producido por la maternidad/paternidad.

Al grano. Uno de mis hijos (y quiero recalcar este tono de anonimato para cuando ambos lean esto. Así verán que no los delato) ha hecho hoy un regalo de San Valentín. Sí, al menos se parece en mí en eso: el retraso en los plazos de entrega. Tres días después de la fecha señalada ha decidido redactar una nota donde se disculpa graciosamente por el aplazamiento («yaséquevatardeperolaintenciónesloque CUENTA», ¿Mami, «cuenta» todo seguido?) y regalar… ¡UN LIBRO! Oeeeeee, oeeeee, oeeee, oeeeee, OEEEEE, OEEEEE. Mi hijo, libremente, ha rebuscado en la biblioteca de casa en busca de un título que «a ella le guste. Pero que le guste de verdad, mamá».* Y también ha añadido un collar, aunque «igual me estoy pasando con lo del collar, ¿no?».

En el mismo instante, mi otro hijo, ha sentido el impulso irrefrenable de copiar «el cuadro más bonito de la casa» (en efecto, un grabado realizado por el artista más especial para esta pequeña familia) y, mientras su hermano escribía su valentina con la precisión de un TEDAX** («¿tiro del boli rojo o del azul?»), él escogía los trazos con la misma actitud concienzuda para obtener un resultado solo para sí mismo, no para regalar a nadie . Ambos recostados sobre el papel, casi fundidos con sus respectivas hojas, tan reconcentrados en su actividad que el mismísimo Rubius (sí, he dicho «Rubius»***) se podría haber presentado allí en ese momento y no lo habrían visto.

Y yo lo observo perpleja. Asombrada. Veo cómo son ellos y nadie más, y me conmueve. Deseo con todas mis fuerzas seguir mirándolos, pero también creo que debo retirarme y dejarlos a solas. Desvío la mirada con cierto rubor y, sin esperarlo, me veo reflejada en el espejo que hay al final del pasillo. Entonces lo descubro: soy yo. Y también eres tú, mamá, es mi mirada y la tuya, abueli; seguro que hay algo de ti, bisabuela y, entre parpadeo y parpadeo, están ellos también, todos los hombres de mi familia. Porque soy más yo que nunca y mis hijos son más ellos mismos, pero es por el paradójico motivo de que todos los que me enseñaron a amar como madre están en mí y en ellos dos, y eso nos hace únicos.

Soy una principiante, no lo olvido, de ahí tanta perplejidad. ¿Y quién no lo es en esto de los hijos? Somos novatos a diario, porque esto cambia y se mueve mucho. Y, por lo visto, en esta familia nos gusta la marcha…

 

Ya lo he advertido: soy una romántica. Por eso, al final me ha salido una declaración de amor.

Gracias. Muchas gracias.

 

 

 

*El escogido ha sido uno muy especial. Endraprallibres, la asombrosa historia de una niña que devora libros (en sentido literal), animada por su asombroso abuelo. Escrito por Lluís Farré y editado por Vaixell de Vapor.

**Técnico Especializado en Dar Amor Explosivo 😉

*** Conocido Youtuber. Sí, he dicho Youtuber.

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ficciones relativas

La mecánica de las cosas

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Foto: Sombras griegas. Verónica, Grecia, verano 2016

Banda sonora sugerida: Mother’s Journey, de Yann Tiersen

Una vez más su cuerpo funcionaba con la facilidad de movimiento de un autómata programado. Encendió el cigarrillo sin pensarlo, metió la llave en el contacto sin verlo y pisó el acelerador sin sentirlo. Siendo pequeño le asombraban estas cosas. Que el cuerpo actuara a su aire, y lo hiciera aparentemente de forma razonable, mientras la razón se encontraba en otros lugares muy alejados de esas acciones cotidianas. Pero ahora, a los cincuenta años, ya no tenía ocasión de asombrarse con esas divagaciones infantiles.

A través de la escarcha invernal que libraba su pugna matutina contra las escobillas del limpiaparabrisas, vio una luz. Un solo faro. «Una moto», pensó, y no le dio mayor importancia. A esas horas de la mañana, cuando el sol no era lo bastante intenso para fundir los hielos nocturnos, no era raro toparse con faros solitarios. Por la carretera angosta de doble sentido, llena de curvas que él conocía al dedillo, el único faro no viró como era de esperar. La «moto» invadió el carril contrario.

Su reacción instintiva fue dar un volantazo. Sin embargo, a pesar de que su cuerpo reaccionó como ordenaba su instinto, el azar intervino de pronto. El cigarrillo que acababa de encender desapareció del plano visual en cuanto llevó ambas manos al volante. El cilindro incandescente cayó como un obús en picado sobre la piel del muslo. Y el instinto entró nuevamente en escena.

Bajó la vista hacia el punto de dolor, la apartó de la carretera, retiró una mano para sofocar la brasa. Fueron apenas milésimas de segundo, pero bastaron para trastocar ese tango estudiado entre las reacciones mecánicas y las acciones meditadas. El fortísimo impacto del airbag en su rostro, la lluvia de cristales en el pelo, el pitido incesante y perforador del sistema de detección de accidentes, y el óxido en la boca. El sabor conocido y evocador de sí mismo.

¿CONTINUARÁ…? Depende de vosotros. Estaré esperando entre los días, con las palabras que ya me queman en las puntas de los dedos.

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los protegidos

Y llegaste tú, andando tierras…

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Foto: Tú, tú y mi mirada.

¿Alguna vez imaginó tu madre que le estaría tan agradecida? No lo creo. Y eso es lo maravilloso de la vida, que cuando ocurren las cosas jamás son como las habías imaginado.

Hoy hace una serie de años, algo más de la mitad de una vida de cien, te dio por salir a este mundo desde las entrañas de esa mujer que jamás sabrá de la intensidad de mi gratitud en toda su dimensión. Serías, imagino, pequeño, suave, aunque no peludo como el proverbial burrito literario. Pero sí tozudo, en eso sí que debías parecerte al personaje de Juan Ramón Jiménez. Tozudo, digo, porque te empeñaste en vivir, en resistir, en pasar por todo lo que te tocó desde tan temprana edad, como si se tratara de un viaje. Siempre has estado en camino. En trayecto sin destino concreto. Y es que, como debió decir alguna sabia alma hace ya tiempo: el que no busca encuentra.

Dices y sientes que siempre olvidas esta fecha. Que tal vez pasa como un día más de no ser por las llamadas que recibes, llamadas de alegría, jamás de compromiso. Sin embargo, para mí, este veinte de septiembre jamás volverá a ser un día cualquiera. De por sí mis días, todos ellos, son únicos e irrepetibles, pero es que, desde que se cruzaron nuestras rutas, esas jornadas se han tornado aún más especiales. Me explico.

Hacía ya años que andabas caminando por este planeta, casi tantos como los que has llegado a vivir, pero yo desconocía tu paradero. Andaba yo también viajando hace ya tiempo por estos pagos, aunque no habían querido las jornadas que coincidiéramos. Y un día, un día de hace unos cuantos atrás, esos dos trayectos confluyeron. Verás, conocerte es viajar cada segundo a un nuevo destino. Se equivocan los que crean que ya en ruta contigo no hay ninguna novedad por descubrir.

Por supuesto, es innegable lo reconfortante que es regresar al hogar, que en tu persona sería el llegar a determinadas conclusiones a las que sólo tú puedes llegar. Pero, ¡ay, amigo!, que la sorpresa siempre esté a la vuelta de la esquina al tocar tu puerta, eso, querido, no hay cifra que pueda valorarlo. Sí, sí, sí, eres divertido, generoso, honesto, comprometido… La lista se alarga hasta el horizonte, pero hay algo que me gusta de ti sobre todas las cosas: ERES SORPRENDENTE. Que algunos dirán: «Bueno, a ver, tampoco es tan difícil resultar sorprendente. Haces lo inesperado y ya». Pues no, amiguitos desconocedores de la sorpresa genuina.

Me levanto todas las mañanas agradeciendo al éter común el regalo de seguir entre los vivos y con la ilusión de que la realidad se desarrolle cómo no podría esperar que lo hiciera en un millón de años: y ahí estás tú, haciéndolo posible. Escucha, viajero incansable, tu ser impredecible es sinónimo, para mí, de estar como un queso, no de estar como una cabra (a pesar de que esta última sea artífice del primero). Ser impredecible como el mejor de los libros y permanente como la literatura: emocionante y sólido, fugaz y perdurable. Como la vida misma, mi querido Sancho.

Que una iba por la vida creyendo que ya no había gigantes, solo molinos, y de pronto se encuentra en lo alto de un monte lejano, en un país muy muy lejano, contemplando bien de cerca los orejones móviles del mismísimo Eolo. O escapando de una erupción volcánica que ni Julio Verne hubiera podido imaginar. O, en momentos menos literarios, dirigiéndonos, movidos por tu curiosidad exploradora, hacia una pareja en plena cópula, creyendo que se trataba de una solitaria dama practicando ejercicios yóguicos, similares a la hípica, bajo el sol del ocaso. O sentados, por tu elección, a la mesa de un fornido cretense vestido de negro de cabeza a pies con algunos asuntillos pendientes con otros fornidos bigotudos de gesto torcido. O viéndote departir relajadamente en zamorano con una anciana que no conoce otro idioma que su dialecto de una perdida isla griega.

Amigo compañero de viaje, ya concluyo. Te deseo en este nuevo año de tu vida más sorpresas, más rutas recalculadas, más desvíos, pistas de tierra y ríos crecidos. Te deseo más lugares ignotos, más pérdidas de señal de satélite y reencuentros con tus amados mapas de papel. Más nuevas mujeres, nuevos hombres, nuevos mares y paraísos hallados. Te deseo más soles eternos y lunas llenas, y una lluvia de estrellas que inunde tus ojos de sueños por cumplir. Te deseo días pletóricos y tardes nostálgicas, te deseo felicidad y descubrimiento constante. Te deseo… Te deseo.

Por un infinito y una sucesión constante de conexiones. Gracias a la madre que te parió y a los pasos que has dado para llegar hasta el hoy, que es nuestro siempre. Felicidades hoy y felicidad en todos tus despertares.

 

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Todo está escrito

todo está escrito

Foto: Ivory Press, madrid, Vero, 2016

Cuando escribo puedo mirar hacia cualquier lado. El mundo entero está a mi disposición, todas las ventanas están abiertas. Aparecen los personajes y ellos mismos abren las puertas de sus casas para dejarme entrar.

Entro como un fantasma al que permiten observar sin ser visto. A veces me siento en silencio y escucho. Otras, permanezco de pie y voy moviéndome entre objetos y personas sin llegar a rozarlos. Siempre que intento tocar algo, mis dedos de tinta atraviesan el aire. Mirar sin alterar: no juzgar.

Entonces, y solo entonces, al conectar de verdad con la historia que me regalan sus protagonistas, tras pausas creativas, bucles infinitos sobre una misma idea, sequías de adjetivos, dejo de pelearme con la idea que ya existe y consigo llegar mucho más allá de esa dermis intocable.

Al mirarme a los ojos de escritora, cuando por fin se reflejan los rostros imaginados en mis globos oculares, se abren solas las ventanas de esas otras almas. Se derrumban las paredes de sus secretos en una explosión intensa y muy fugaz, tanto, que debo correr a escribirlo todo antes de que se esfume su esencia entre el humo levantado por la detonación.

Y así, palabra a palabra, sumando un paso tras otro del recorrido, llego al final del viaje. Los lugares, los relatos, los poemas, cada una de las ideas explosivas ya están ahí, yo topo con ellas, me dejo asombrar, y regreso a toda prisa al campamento de papel para llevar a cabo mi oficio: escriba de lo que YA ESTÁ ESCRITO.

TODO ESTÁ ESCRITO Y NADA ESTÁ ESCRITO.

Yo siempre disfrutaré de esa inmensa dualidad en absoluto contradictoria.

Gracias.

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Deshauciar

visstas al cielo

 Foto: con vistas al cielo. Verónica, Sarnago. Tierras Altas, Soria, 2016

Música: Let it be, The Beatles

  1. Quitar a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea.
  2. Dicho de un médico: Admitir que un enfermo no tiene posibilidad de curación.
  3. Dicho de un dueño o de un arrendador: Despedir al inquilino o arrendatario mediante una acción legal.

Que desahucien a un amigo es una putada, en cualquiera de sus tres frías acepciones. Y si el amigo eres tú, la putada adquiere tintes aún más definidos. Cuando el amigo es, además, autónomo, tiene hijos a su cargo y nada hacia la orilla desde la costa de la separación, la piedra de Sísifo se torna pelota de mierda, de esas que empujan los escarabajos, pero de tamaño planetario.

¿Qué le dices a un amigo desahuciado? ¿Que se anime? ¿Que nunca se quedará solo? ¿Que todo tiene solución en esta vida menos la muerte? ¿Que piense en las guerras, los niños huérfanos, los refugiados, el hambre mundial, la amenaza terrorista? ¿Que él está mejor que todo lo anterior? Pues no.

A mi amigo, que soy yo, le digo que se tome unas buenas birras y se cague en todo, que se entregue a la desconexión, que llore, ría y escupa, que hable con quién le dé la gana y retire el saludo a quienes cierran puertas. Y le digo, mirándome al espejo, que ni el diccionario de la Real Academia (esa tan real como los mundos de Yupi) ni el banco ni todos los dueños dados a las despedidas podrán con esto que nos une: la vida en danza.

Bailemos, pues, amigo. Hace falta mucho más que papeles para quitarnos la esperanza. Afirmemos que, efectivamente, no tenemos cura en esto de entregarnos a las letras para crear y despidamos con una fiesta esos días de puertas tapiadas: somos demasiado transparentes para que nos paren unos ladrillos.

 

A tu salud, amigo. A nuestra salud.

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