(foto: Naturaleza muerta entre dos. Marruecos, Verónica 2013)
Odiaba el nombre que le habían puesto. Gregorio era la tapa del bocadillo, ese pan que queda seco, el que no lleva ni aceite ni tomate: su padre. La rebanada esponjosa, la que había absorbido todo el aderezo, era Amalia, su madre. Él, al nacer, fue la tortilla encajada entre los dos cortes de miga. El revuelto entre Gregorio y Amalia, que se juntaron gracias al calor de un fuego espontáneo, pero que nunca llegaron a cuajar.
Amalia quedó embarazada sin esperarlo. El día que lo supo, corrió hasta la arboleda donde había ocurrido todo, se tumbó panza arriba en el claro y miró al cielo hasta quedar ciega. Lloraba y, cuando las lágrimas empezaron a colársele por la boca, mientras saboreaba la sal de su cuerpo, posó una mano sobre el ombligo y se dijo: «Vas a llamarte Sol. Me quemas por dentro y pensarte fijamente me hace ver las cosas de otra forma».
Ahí radicaba la principal diferencia entre sus progenitores. Su madre, a pesar de encontrarse ante la tesitura del penalti con menos experiencia en fútbol que un mandril, dedicó un mágico instante a escoger un nombre. Su padre fue más expeditivo. «Pues si tiene cojones, que se llame como yo, que de ahí viene.» Y así fue. El bebé tuvo testículos, muy gordos según su abuela materna. Pero eran huevos con sorpresa. .